Torquemada en la hoguera/VI
Y al entrar en su casa:
-¡Maldito de mí! No debí dejar escapar aquel acto de cristiandad.
Dejó la medicina que traía, y, cambiando de capa, volvió a echarse a la calle. Al poco rato, Rufina, viéndole entrar a cuerpo, le dijo asustada:
-Pero, papá, ¡cómo tienes la cabeza!... ¿En dónde has dejado la capa?
-Hija de mi alma -contestó el tacaño bajando la voz y poniendo una cara muy compungida-, tú no comprendes lo que es un buen rasgo de caridad, de humanidad... ¿Preguntas por la capa? Ahí te quiero ver... Pues se la he dado a un pobre viejo, casi desnudo y muerto de frío. Yo soy así: no ando con bromas cuando me compadezco del pobre. Podré parecer duro algunas veces; pero como me ablande... Veo que te asustas. ¿Qué vale un triste pedazo de paño?
-¿Era la nueva?
-No, la vieja... Y ahora, créemelo, me remuerde la conciencia por no haberle dado la nueva... y se me alborota también por habértelo dicho. La caridad no se debe pregonar.
No se habló más de aquello, porque de cosas más graves debían ambos ocuparse. Rendida de cansancio Rufina no podía ya con su cuerpo: cuatro noches hacía que no se acostaba; pero su valeroso espíritu la sostenía siempre en pie, diligente y amorosa como una hermana de la caridad. Gracias a la asistenta que tenían en casa, la señorita podía descansar algunos ratos; y para ayudar a la asistenta en los trabajos de la cocina, quedábase allí por las tardes la trapera de la casa, viejecita que recogía las basuras y los pocos desperdicios de la comida, ab initio, o sea, desde que Torquemada y doña Silvia se casaron, y lo mismo había hecho en la casa de los padres de doña Silvia. Llamábanla la tía Roma, no sé por qué (me inclino a creer que este nombre es corrupción de Jerónima); y era tan vieja, tan vieja y tan fea, que su cara parecía un puñado de telarañas revueltas con la ceniza; su nariz de corcho ya no tenía forma; su boca redonda y sin dientes menguaba o crecía, según la distensión de las arrugas que la formaban. Más arriba, entre aquel revoltijo de piel polvorosa, lucían los ojos de pescado, dentro de un cerco de pimentón húmedo. Lo demás de la persona desaparecía bajo un envoltorio de trapos y dentro de la remendada falda, en la cual había restos de un traje de la madre de doña Silvia, cuando era polla. Esta pobre mujer tenía gran apego a la casa, cuyas barreduras había recogido «diariamente durante luengos años; tuvo en gran estimación a doña Silvia, la cual nunca quiso dar a nadie más que a ella los huesos, mendrugos y piltrafas sobrantes, y amaba entrañablemente a los niños, principalmente a Valentín, delante de quien se prosternaba con admiración supersticiosa. Al verle con aquella enfermedad tan mala, que era, según ella, una reventazón del talento en la cabeza, la tía Roma no tenía sosiego; iba mañana y tarde a enterarse; penetraba en la alcoba del chico y permanecía largo rato sentada junto al lecho, mirándole silenciosa, sus ojos como dos fuentes inagotables que inundaban de lágrimas los fláccidos pergaminos de la cara y pescuezo.
Salió la trapera del cuarto para volverse a la cocina, en el comedor se encontró al amo, que, sentado junto a la mesa y de bruces en ella, parecía entregarse a profundas meditaciones. La tía Roma, con el largo trato y su metimiento en la familia, se tomaba confianzas con él... «Rece, rece -le dijo, poniéndose delante y dando vueltas al pañuelo con que pensaba enjugar el llanto caudaloso- rece, que buena falta le hace... ¡Pobre hijo de mis entrañas, qué malito está!... Mire, mire (señalando al encerado) las cosas tan guapas que escribió en su bastidor negro. Yo no entiendo lo que dice... pero a cuenta que dirá que debemos ser buenos... ¡Sabe más ese ángel!... Como que por eso Dios no nos le quiere dejar...
-¿Qué sabes tú, tía Roma? -dijo Torquemada poniéndose lívido-. Nos le dejará ¿Acaso piensas tú que yo soy tirano y perverso, como creen los tontos y algunos perdidos, malos pagadores?... Si uno se descuida, le forman la reputación más perra del mundo... Pero Dios sabe la verdad... Si he hecho o no he hecho caridades en estos días, eso no es cuenta de nadie: no me gusta que me averigüen y pongan en carteles mis buenas acciones... Reza tú también, reza mucho hasta que se te seque la boca, que tú debes ser allá muy bien mirada, porque en tu vida has tenido una peseta... Yo me vuelvo loco, y me pregunto qué culpa tengo yo de haber ganado algunos jeringados reales... ¡Ay tía Roma, si vieras cómo tengo mi alma! Pídele a Dios que se nos conserve Valentín, porque si se nos muere, yo no sé lo que pasará: yo me volveré loco, saldré a la calle y mataré a alguien. Mi hijo es mío, ¡puñales!, y la gloria del mundo. ¡Al que me lo quite...!
-¡Ay, qué pena! -murmuró la vieja ahogándose-. Pero quién sabe... Puede que la Virgen haga el milagro... Yo se lo estoy pidiendo con muchísima devoción. Empuje usted por su lado, y prometa ser tan siquiera rigular.
-Pues por prometido no quedará... Tía Roma, déjame... déjame solo. No quiero ver a nadie. Me entiendo mejor solo con mi afán.
La anciana salió gimiendo, y D. Francisco, puestas las manos sobre la mesa, apoyó en ellas su frente ardorosa. Así estuvo no sé cuánto tiempo, hasta que le hizo variar de postura su amigo Bailón, dándole palmadas en el hombro y diciéndole: «No hay que amilanarse. Pongamos cara de vaqueta a la desgracia, y no permitamos que nos acoquine la muy... Déjese para las mujeres la cobardía. Ante la Naturaleza, ante el sublime Conjunto, somos unos pedazos de átomos que no sabemos de la misa la media.
-Váyase usted al rábano con sus Conjuntos y sus papas -le dijo Torquemada echando lumbre por los ojos.
Bailón no insistió; y juzgando que lo mejor era distraerle, apartando su pensamiento de aquellas sombrías tristezas, pasado un ratito le habló de cierto negocio que traía en la mollera.
Como quiera que el arrendatario de sus ganados asnales y cabríos hubiese rescindido el contrato, Bailón decidió explotar aquella industria en gran escala, poniendo un gran establecimiento de leches a estilo moderno, con servicio puntual a domicilio, precios arreglados, local elegante, teléfono, etc... Lo había estudiado, y... «Créame usted, amigo D. Francisco, es un negocio seguro mayormente si añadimos el ramo de vacas, porque en Madrid las leches...
-Déjeme usted a mí de leches y de... ¿Qué tengo yo que ver con burras ni con vacas? -gritó el Peor poniéndose en pie y mirándole con desprecio-. Me ve cómo estoy, ¡puñales!, muerto de pena, y me viene a hablar de la condenada leche... Hábleme de cómo se consigue que Dios nos haga caso cuando pedimos lo que necesitamos; hábleme de lo que... no sé cómo explicarlo... de lo que significa ser bueno y ser malo... porque, o yo soy un zote o ésta es de las cosas que tienen más busilis...
-¡Vaya si lo tienen, vaya si lo tienen, carambita! -dijo la sibila con expresión de suficiencia, moviendo la cabeza y entornando los ojos.
En aquel momento tenía el hombre actitud muy diferente de la de su similar en la Capilla Sixtina: sentado, las manos sobre el puño del bastón, éste entre las piernas dobladas con igualdad, el sombrero caído para atrás, el cuerpo atlético desfigurado dentro del gabán de solapas aceitosas, los hombros y cuello plagados de caspa. Y sin embargo de estas prosas, el muy arrastrado se parecía a Dante y ¡habla sido sacerdote en Egipto! Cosas de la pícara Humanidad...
-Vaya si lo tienen -repitió la sibila, preparándose a ilustrar a su amigo con una opinión cardinal-. ¡Lo bueno y lo malo... como quien dice, luz y tinieblas!
Bailón hablaba de muy distinta manera de como escribía. Esto es muy común. Pero aquella vez la solemnidad del caso exaltó tanto su magín, que se le vinieron a la boca los conceptos en la forma propia de su escuela literaria. «He aquí que el hombre vacila y se confunde ante el gran problema. ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal? Hijo mío, abre tus oídos a la verdad y tus ojos a la luz. El bien es amar a nuestros semejantes. Amemos y sabremos lo que es el bien; aborrezcamos y sabremos lo que es el mal. Hagamos bien a los que nos aborrecen, y las espinas se nos volverán flores. Esto dijo el justo, esto digo yo... Sabiduría de sabidurías, y ciencia de ciencias».
Sabidurías y armas al hombro -gruñó Torquemada con abatimiento-. Eso ya lo sabía yo... pues lo de al prójimo contra una esquina siempre me ha parecido una barbaridad. No hablemos más de eso... No quiero pensar en cosas tristes. No digo más sino que si se me muere el hijo... vamos, no quiero pensarlo... si se me muere, lo mismo me da lo blanco que lo negro...
En aquel momento oyose un grito áspero, estridente, lanzado por Valentín, y que a entrambos los dejó suspensos de terror. Era el grito meníngeo, semejante al alarido del pavo real. Este extraño síntoma encefálico se había iniciado aquel día por la mañana y revelaba el gravísimo y pavoroso curso de la enfermedad del pobre niño matemático. Torquemada se hubiera escondido en el centro de la tierra para no oír tal grito: metiose en su despacho sin hacer caso de las exhortaciones de Bailón, y dando a éste con la puerta en el hocico dantesco. Desde el pasillo le sintieron abriendo el cajón de su mesa, y al poco rato apareció guardando algo en el bolsillo interior de la americana. Cogió el sombrero, y sin decir nada se fue a la calle.
Explicaré lo que esto significaba y a dónde iba con su cuerpo aquella tarde el desventurado D. Francisco. El día mismo en que cayó malo Valentín recibió su padre carta de un antiguo y sacrificado cliente o deudor suyo, pidiéndole préstamo con garantía de los muebles de la casa. Las relaciones entre la víctima y el inquisidor databan de larga fecha, y las ganancias obtenidas por éste habían sido enormes, porque el otro era débil muy delicado y se dejaba desollar, freír y escabechar como si hubiera nacido para eso. Hay personas así. Pero llegaron tiempos penosísimos, y el señor aquel no podía recoger su papel. Cada lunes y cada martes el Peor le embestía, le mareaba, le ponía la cuerda al cuello y tiraba muy fuerte, sin conseguir sacarle ni los intereses vencidos. Fácilmente se comprenderá la ira del tacaño al recibir la cartita pidiendo un nuevo préstamo. ¡Qué atroz insolencia! Le habría contestado mandándole a paseo si la enfermedad del niño no le trajera tan afligido y sin ganas de pensar en negocios. Pasaron dos días, y allá te va otra esquela angustiosa, de in extremis, como pidiendo la Unción. En aquellas cortas líneas en que la víctima invocaba los hidalgos sentimientos de su verdugo se hablaba de un compromiso de honor, proponíanse las condiciones más espantosas, se pasaba por todo con tal de ablandar el corazón de bronce del lisurero y obtener de él la afirmativa. Pues cogió mi hombre la carta, y, hecha pedazos, la tiró a la cesta de papeles, no volviendo a acordarse más de semejante cosa. ¡Buena tenía él la cabeza para pensar en los compromisos y apuros de nadie, aunque fueran los del mismísimo Verbo! Pero llegó la ocasión aquella antes descrita, el coloquio con la tía Roma y con D. José, el grito de Valentín, y he aquí que al judío le da como una corazonada, se le enciende en la mollera fuego de inspiración, trinca el sombrero y se va derecho en busca de su desdichado cliente. El cual era apreciable persona, sólo que de cortos alcances, con un familión sin fin, y una señora a quien le daba el hipo por lo elegante. Había desempeñado el tal buenos destinos en la Península y en Ultramar, y lo que trajo de allá, no mucho, porque era hombre de bien, se lo afanó el usurero en menos de un año. Después le cayó la herencia de un tío; pero como la señora tenía unos condenados jueves para reunir y agasajar a la mejor sociedad, los cuartos de la herencia se escurrían de lo lindo, y sin saber cómo ni cuándo, fueron a parar al bolsón de Torquemada. Yo no sé qué demonios tenía el dinero de aquella casa, que era como un acero para correr hacia el imán del maldecido prestamista. Lo peor del caso es que aun después de hallarse la familia con el agua al pescuezo, todavía la tarasca aquella tan fashionable encargaba vestidos a París, invitaba a sus amigas para un five o'clock tea, o imaginaba cualquier otra majadería por el estilo.
Pues, señor, ahí va D. Francisco hacia la casa del señor aquel, que, a juzgar por los términos aflictivos de la carta, debía de estar a punto de caer, con toda su elegancia y sus tés, en los tribunales, y de exponer a la burla y a la deshonra un nombre respetable. Por el camino sintió el tacaño que le tiraban de la capa. Volviose... ¿y quién creéis que era? Pues una mujer que parecía la Magdalena por su cara dolorida y por su hermoso pelo, mal encubierto con pañuelo de cuadros rojos y azules. El palmito era de la mejor ley; pero muy ajado ya por fatigosas campañas. Bien se conocía en ella a la mujer que sabe vestirse, aunque iba en aquella ocasión hecha un pingo, casi indecente, con falda remendada, mantón de ala de mosca y unas botas... ¡Dios, qué botas, y cómo desfiguraban aquel pie tan bonito!
-¡Isidora!... -exclamó D. Francisco, poniendo cara de regocijo, cosa en él muy desusada-. ¿A dónde va usted con ese ajetreado cuerpo?
-Iba a su casa. Sr. D. Francisco, tenga compasión de nosotros... ¿Por qué es usted tan tirano y tan de piedra? ¿No ve cómo estamos? ¿No tiene tan siquiera un poquito de humanidad?
-Hija de mi alma, usted me juzga mal... ¿Y si yo le dijera ahora que iba pensando en usted... que me acordaba del recado que me mandó ayer por el hijo de la portera... y de lo que usted misma me dijo anteayer en la calle?
-¡Vaya, que no hacerse cargo de nuestra situación! -dijo la mujer, echándose a llorar-. Martín, muriéndose... el pobrecito... en aquel guardillón helado... Ni cama, ni medicinas, ni con qué poner un triste puchero para darle una taza de caldo... ¡Qué dolor! D. Francisco, tenga cristiandad y no nos abandone. Cierto que no tenemos crédito; pero a Martín le quedan media docena de estudios muy bonitos... Verá usted... el de la sierra de Guadarrama, precioso... el de La Granja, con aquellos arbolitos... también, y el de... qué sé yo qué. Todos muy bonitos. Se los llevaré... pero no sea malo y compadézcase del pobre artista...
-¡Eh... eh!... No llore, mujer... Mire que yo estoy montado a pelo... tengo una aflicción tal dentro de mi alma, Isidora, que... si sigue usted llorando, también yo soltaré el trapo. Váyase a su casa, y espéreme allí. Iré dentro de un ratito... ¿Qué...? ¿Duda de mí palabra?
-¿Pero de veras que va? No me engañe, por la Virgen Santísima.
-¿Pero la he engañado yo alguna vez? Otra queja podrá tener de mí; pero lo que es ésa...
-¿Le espero de verdad?... ¡Qué bueno será usted si va y nos socorre!... ¡Martín se pondrá más contento cuando se lo diga!
-Váyase tranquila... Aguárdeme, y mientras llego pídale a Dios por mí con todo el fervor que pueda.