Tormento/XXXVIII
XXXVIII
El amo estaba desconocido; era otro hombre, según cuenta Felipe. A la dulzura habían sucedido displicencias. Reñía por cualquier motivo y no se le podía hablar, porque saltaba con cualquier disparate. Una mañana que al bueno de Ido se le ocurrió dirigirse a él, cuando estaba dando vueltas en el gabinete, y pedirle órdenes sobre unos asientos en el gran libro, el amo volviose a él furioso y...
«Creo -decía D. José al contarlo-, creo que si no echo a correr me tira por el balcón».
A Felipe le dio también algunos repelones. Pero este sabía manejarle, y cuando estaba con aquellas murrias, no se le acercaba. Una noche entró Centeno más satisfecho que de costumbre, y sin miedo fuese corriendo a donde el amo estaba para darle el siguiente parte:
«Dice el médico que la señorita está fuera de peligro... que no ha sido nada, y que hoy le ha mandado que se levante».
-Bien -dijo secamente el amo. Y un momento después:
-Felipillo... oye... Puedes irte al teatro esta tarde, que es domingo. No te necesito... Oye, oye. Si viene el cochero por la orden, no le digas como otros días que se retire... sino me avisas.
Monólogo.
«La tengo clavada en mi corazón y no me la puedo arrancar. ¡Maldita espina, cómo acaricias hundida, y arrancada cuánto dueles! Te has lucido, hombre insociable, topo que sólo ves en las tinieblas de la barbarie, y en la claridad de la civilización te encandilas y no sabes por dónde andas. La manzana que cogí pareciome buena. Ábrese y la veo dañada. Me da más rabia cuando pienso que la parte que aún conserva sana ha de ser para otro... Porque yo concluí para ella y ella para mí. Su conducta ha sido tan incorrecta que no la puedo perdonar... Me voy, huyendo de ella y de esta sombra mía, de este yo falsificado y postizo que quiso amoldarse a la viciosa cultura de por acá... El matrimonio me da nauseas. Lo aborrezco como se aborrece la cisterna en que hemos estado a punto de caernos... Echo a correr de esta tierra y de esta atmósfera; pero no me marcharé sin ver con estos ojos la manzana podrida y mirar bien aquellos pedazos sanos que otro ha de morder, no yo, desgraciado y miserable, que por no saber andar en estos suelos finos, llego siempre tarde... Y si el decoro social me prohíbe que la vea, yo digo a la Sociedad que toda ella y sus arrumacos me importan cuatro pitos, y me plantaré en medio de la calle, si es preciso, gritando: '¡Viva la inmoralidad, viva la anarquía, vivan los disparates!'».
Y fue al sétimo día, según Felipe, cuando el amo dispuso todo para marcharse a Francia en el tren expreso de la tarde. Desde muy temprano le acompañaban sus primos, y Rosalía se desvivía por ser útil, buscando ocasiones en que mostrar su actividad. Estaba aquel día muy vistosa, y seguramente había echado el resto en la obra de su presunción.
«Cuidado, Agustín -decía entre sentimental y risueña- que nos escribas, al menos una vez por semana. Mira que no podemos vivir sin saber de ti a menudo. Nos quedamos inconsolables. Yo contestaré a todas tus cartas, porque Bringas está muy ocupado y no puede hacerlo... Y que no te nos entretengas mucho por allá; que vengas prontito. No nos dejes mucho tiempo en esta tristeza... Con quince días de descanso tienes bastante».
A eso de la una avisaron el coche y Agustín salió sin decir a dónde iba. En el cuarto que precedía al despacho, Ido y Centeno se comunicaban sus impresiones sobre los sucesos.
IDO.- (Con la pluma entre los dientes, mientras trazaba líneas en un papel, con lápiz y regla.) Gracias a Dios que vemos al amo contento. ¿Sabes lo que me ha dicho? Que por ahora no tengo que hacer más que poner en todas las cartas que vengan las señas de Burdeos.
CENTENO.- (Haciendo bocina con su mano para que lleguen al oído de D. José palabras dichas en secreto.) Ya sé a donde ha ido el amo. Yo entraba cuando él se metía en el coche, y dijo al cochero: Beatas, 4.
IDO.- (Con sorpresa.) Va a despedirse de ella... Aquí en confianza, Felipe; creo que el amo no mira por su decoro al dar este paso. Porque, francamente, hijo, naturalmente, el honor...
CENTENO.- El médico ha dicho que está fuera de peligro...
IDO.- Poco a poco... Nicanora, que la asiste por encargo del señor, (y supongo que nos ha de pagar bien la asistencia); Nicanora sostiene...
CENTENO.- (Impaciente.) ¿Qué dice?
IDO.- Déjame hacer estas rayas de tinta... Pues dice... Antes te diré lo que pienso yo.
CENTENO.- ¿Qué ha pensado?
IDO.- Te lo confiaré... reservadamente. Pues pienso que a la señorita Amparo no le queda más que una solución para regenerarse... ¿Cuál es? Te la comunicaré... con la mayor reserva. Grande ha sido la falta... pues la expiación, chico, la expiación...
CENTENO.- Acabe de una vez...
IDO.- (Con presuntuosa suficiencia.) En fin, que le queda más recurso que hacerse hermana de la Caridad... Esto, sobre ser poético, es un medio de regeneración... No te digo nada... curar enfermos y heridos en hospitales y campamentos... ¡andar pasando trabajos...! Figúrate si estará guapa con aquellas tocas blancas...
CENTENO.- (Alelado.) Estará de rechupete.
IDO.- Je je... Hermana de la Caridad. No tiene otro camino.
CENTENO.- (Con perspicacia burlona.) Don José... siempre ha de ser usted novelista...
IDO.- De veras te digo que en estos días de vagancia he de escribir una titulada: Del lupanar al claustro... Se me ha ocurrido ahora, presenciando estos desaforados sucesos... ¡Ah!, ya me olvidaba de decirte que, según Nicanora, la niña, aunque parece curada ya de aquel arrechucho, no lo está. Se levanta, come algo; pero su alma está profundamente herida, y cuando menos se piense nos dará un susto... Quién sabe, chico; puede que cuando el amo llegue allá, la encuentre muerta.
CENTENO.- ¡Jesús!
IDO.- Digo que podrá ser... Sería para ella un fin poético, y si al verle entrar, le quedase un resto de vida para conocerle y poderle decir dos palabrillas tiernas de arrepentimiento, de amor, un Ay Jesús, un te amo o cosa semejante, creo que se moriría contenta...
CENTENO.- Usted cree que las cosas han de pasar según usted se las imagina... No sea memo... Todo sucede al revés de lo que se piensa...
IDO.- (Vanidosamente.) Lo que es a mí, chico, la realidad me da siempre la razón... Pero no te entretengas... Me parece que Doña Rosalía te llama.
CENTENO.- Que espere esa fantasmona. No se la puede aguantar... Y que le gusta mandarnos, como si fuera el ama de la casa. ¡Qué humos tan cargantes! Ayer me tiró de esta oreja... por poco echo sangre... me llamó mequetrefe y me dijo: «te estás haciendo muy señorito, y yo te voy a leer la cartilla...». Pues no es entrometida que digamos; y ainda mais, amigo Ido. Anoche cogió los dos jarritos finos que tienen flores de porcelana por arriba y por abajo, ¿sabe?, y se los llevó la muy... Dijo que aquí no hacían falta para nada. Anteayer cargó con una docena de servilletas que no se habían estrenado y con tres manteles... En fin, esto es el puerto de arrebata-capas. A mí me dan ganas de echarle el alto cuando veo tales frescuras.
IDO.- (Con malicia.) No te metas en eso, amigo Aristóteles, que el amo es el amo, y bien ve lo que hace la tal... y cuando lo ve y calla, por algo será... Esta mañana entró en el despacho diciendo: «¿Hay por aquí un pedacito de papel?», y cargó con tres resmas del timbrado y con unos trescientos sobres. Ahí tienes los pedacitos que gasta esa señora... Silencio; me parece que...
ROSALÍA.- (Desde la puerta, enojadísima y en tono muy despótico.) ¡Felipe!... te estoy llamando hace una hora... Eres la calamidad mayor que he visto. No sé cómo Agustín te tolera, grandísimo haragán... A ver... las camisas de tu amo, mequetrefe ¿dónde las has puesto?