Tormento/XVII
XVII
Al encontrarse solo, entregose D. Pedro, con abandono de hombre desocupado y sin salud, a las meditaciones propias de su tristeza sedentaria, figurándose ser otro de lo que era, tener distinta condición y estado, o por lo menos llevar vida muy diferente de la que llevaba. Este ideal trabajo de reconstruirse a sí propio, conservando su peculiar ser, como metal que se derrite para buscar nueva forma en molde nuevo, ocupaba a Polo las tres cuartas partes de sus días solitarios y de sus noches sin sueño, y en rigor de verdad, le tonificaba el espíritu beneficiando también un poco el cuerpo, porque activaba las funciones vitales. Aunque forzada y artificiosa, aquella vida, vida era.
Sepultado en el sillón, las manos cruzadas en la frente, formando como una visera sobre los ojos, estos cerrados, se dejaba ir, se dejaba ir... de la idea a la ilusión, de la ilusión a la alucinación... Ya no era aquel desdichado señor, enfermo y triste, sino otro de muy diferente aspecto, aunque en sustancia el mismo. Iba a caballo, tenía barbas en el rostro, en la mano espada; era, en suma, un valiente y afortunado caudillo. ¿De quién y de qué? Esto sí que no se metía a averiguarlo; pero tenía sospechas de estar conquistando un grandísimo imperio. Todo le era fácil; ganaba con un puñado de hombres batallas formidables y ¡qué batallas! A Hernán Cortés y a Napoleón les podría tratar de tú.
Después se veía festejado, aplaudido, aclamado y puesto en el cuerno de la luna. Sus ojos fieros infundían espanto al enemigo, respeto y entusiasmo a las muchedumbres, otro sentimiento más dulce a las damas. Era, en fin, el hombre más considerable de su época. A decir verdad, no sabía si el traje que llevaba era férrea armadura o el uniforme moderno con botones de cobre. Sobre punto tan importante ofrecía la imagen, en el propio pensamiento, invencible confusión. Lo que sí sabía de cierto era que no estaba forrado su cuerpo con aquella horrible funda negra, más odiosa para él que la hopa del ajusticiado.
Y dejándose llevar, dejándose llevar, dio con su fantasía en otra parte. Mutación fue aquella que parecía cosa de teatro. Ya no era el tremebundo guerrero que andaba a caballo por barranqueras y vericuetos azuzando soldados al combate; era, por el contrario, un señor muy pacífico que vivía en medio do sus haciendas, acaudillando tropas de segadores y vendimiadores, visitando sus trojes, haciendo obra en sus bodegas, viendo trasquilar sus ganados y preocupándose mucho de si la vaca pariría en Abril o en Mayo. Veíase en aquella facha campesina tan lleno de contento, que le entraba duda de si sería él efectivamente o falsificación de sí mismo. Se recreaba oyendo como resonaban sus propias carcajadas dentro de aquella rústica sala, con anchísimo hogar de leña ardiendo, poblado el techo de chorizos y morcillas, y viendo entrar y salir muy afanada a una guapísima y fresca señora... No se confundían, no, aquellas facciones con las de otra. ¡Y qué manera de conservarse, mejorando en vez de perder! A cada pimpollo que daba de sí, aumentando con dichosa fecundidad la familia humana, parecía que el Cielo, entusiasmado y agradecido, le concedía un aumento de belleza. Era una Diosa, la señora Cibeles, madraza eterna y eternamente bella... Porque nuestro visionario se veía rodeado de tan bullicioso enjambre de criaturas, que a veces no le dejaban tiempo para consagrarse a sus ocupaciones, y se pasaba el día enredando con ellas...
«¿En qué piensa usted? -le dijo de golpe con palabra punzante y fría, cual si le metiera una barrena por los oídos, la señora Celedonia que se apareció delante de la mesa con las manos en la cintura-. ¿En qué piensa, pobre señor? ¿No ve que se está secando los sesos? ¿Por qué no pasea, si está bueno y sano, y no tiene sino mal de cavilaciones?...».
El soñador la miró sobresaltado.
«¿Qué?... ¿estaba durmiendo? ¿No ve que si duermo de día estará en vela por las noches? Échese a la calle, y váyase a cualquier parte, hombre de Dios; distráigase, aunque sea montando en el tiovivo, comiendo caracoles, bailando con las criadas o jugando a la rayuela. Está como los chiquillos, y como a los chiquillos hay que tratarle».
D. Pedro la miró con odio. La tarde avanzaba. El rayo de sol que entraba en la habitación al medio día, había descrito ya su círculo de costumbre alrededor de la mesa y se había retirado escurriéndose a lo largo de la pared del patio, hasta desvanecerse en las techumbres. La sala se iba quedando oscura y fría. Destácabase Celedonia en su capacidad como la parodia de una fantasma de tragedia tan vulgar era su estampa.
-«¿Quieres irte con doscientos mil demonios y dejarme en paz, vieja horrible?» -le dijo Polo con toda su alma.
-Vaya unos modos -replicó la sacristana riendo entre burlas y veras-. ¡Qué modo de tratar a las señoras!... Aquí donde me ve, yo también he tenido mis quince...
-¿Tú... cuándo?
-Cuando me dio la gana... Con que a ver. ¿Qué quiere que le traiga?, ¿quiere cenar?, ¿le traigo el periódico?
Hechas estas preguntas, que no tuvieron contestación, la fantasma salió despacio, cojeando y echando por aquella boca dolorosos ayes a cada paso que daba. D. Pedro se arrojó otra vez en el lago verdoso y cristalino en cuyo fondo se veían cosas tan bellas. Bastábale dar dos o tres chapuzones para transfigurarse... Vedle convertido en un señor que se paseaba con las manos en los bolsillos por sitios muy extraños. Era aquello campo y ciudad al mismo tiempo, país de inmensos talleres y de extensos llanos surcados por arados de vapor; país tan distante del nuestro, que a las doce del día dijo el buen hombre: «Ahora serán las doce de la noche en aquel Madrid tan antipático». Sentado luego con joviales amigos alrededor de una mesilla, echaba tragos de espumosa cerveza; cogía un periódico tan grande como sábana... ¿En qué lengua estaba escrito? Debía de ser en inglés. Fuera inglés o no, él lo entendía perfectamente leyendo esto: «Gran revolución en España; caída de la Monarquía; abolición del estado eclesiástico oficial; libertad de cultos...».
«El periódico, el periódico» -gritó la espectral Celedonia poniéndole delante un papel húmedo, con olor muy acre de tinta de imprimir.
-¡Qué casualidad! -exclamó él, encandilado, porque la luz que puso Celedonia sobre la mesa le hería vivamente los ojos.
-¿Pero no ve que se va a consumir en ese sillón? -observó el ama de llaves-. ¿No vale más que se vaya a un café, aunque sea de los que se llaman cantantes? ¿No vale más que se ponga a bailar el zapateado? Lo primero es vivir. Márchese de jaleo y diviértase, que para lo del alma tiempo habrá. Hombre bobo y sin sustancia, ya le podía dar Dios mi reuma para que supiera lo que es bueno.
Empezó el tal a leer su periódico con mucha atención. Desgraciadamente para él, la prensa, amordazada por la previa censura, no podía ya dar al público noticias alarmantes, ni hablar de las partidas de Aragón, acaudilladas por Prim, ni hacer presagios de próximos trastornos. Pero aquel periódico sabía poner entre líneas todo el ardor revolucionario que abrasaba al país, y Polo sabía leerlo y se encantaba con la idea de un cataclismo que volviera las cosas del revés. Si él pudiese arrimar el hombro a obra tan grande, ¡con qué gusto lo haría!
La noche la pasó mejor que otras veces, y al día siguiente, en vez de permanecer clavado en el sillón, paseaba muy dispuesto por la sala, como hombre que acaricia el sabroso proyecto de echarse a la calle, en el sentido pacífico de la frase. Poco después del medio día le visitó el mejor de sus amigos, D. Juan Manuel Nones, presbítero, hombre bondadosísimo, ya muy viejo, del cual es forzoso decir algunas palabras.
Era este señor tío carnal de nuestro amigo el notario Muñoz y Nones, por quien le conocimos en época más reciente. En la que corresponde a esta relación, era ecónomo de San Lorenzo, y vivía, si no nos engaña la memoria, en la calle de la Primavera, acompañado de un hermano seglar y de dos sobrinas, una de las cuales estaba casada. Creo que ya se ha muerto (no la sobrina, sino el padre Nones), aunque no lo aseguro. Tengo muy presente la fisonomía del clérigo, a quien vi muchas veces paseando por la Ronda de Valencia con los hijos de su sobrina, y algunas cargado de una voluminosa y pesada capa pluvial en no recuerdo qué procesiones. Era delgado y enjuto, como la fruta del algarrobo, la cara tan reseca y los carrillos tan vacíos, que cuando chupaba un cigarro parecía que los flácidos labios se le metían hasta la laringe; los ojos de ardilla, vivísimos y saltones, la estatura muy alta, con mucha energía física, ágil y dispuesto para todo; de trato llano y festivo, y costumbres tan puras como pueden serlo las de un ángel. Sabía muchos cuentos y anécdotas mil, reales o inventadas, dicharachos de frailes, de soldados, de monjas, de cazadores, de navegantes, y de todo ello solía esmaltar su conversación, sin excluir el género picante siempre que no lo fuera con exceso. Sabía tocar la guitarra, pero rarísima vez cogía en sus benditas manos el profano instrumento, como no fuera en un arranque de inocente jovialidad para dar gusto a sus sobrinas cuando tenían convidados de confianza. Este hombre tan bueno revestía su ser comúnmente de formas tan estrafalarias en la conversación y en las maneras, que muchos no sabían distinguir en él la verdad de la extravagancia, y le tenían por menos perfecto de lo que realmente era. Un santo chiflado llamábale su sobrino.
Era extremeño. Su padre fue pastelero y él había sido soldado en su mocedad. Estaba de guarnición en Sevilla cuando el alzamiento de Riego, y lo contaba con todos sus pelos y señales. Después formó en el cuadro cuando fusilaron a Torrijos. Había sido también un poquillo calavera, hasta que tocado en el corazón por Dios, tomó en aborrecimiento el mundo, y convencido de que todo es vanidad y humo, se ordenó. Nunca tuvo ambición en la carrera eclesiástica, y siendo ministro de Gracia y Justicia el marqués de Gerona, despreció el arcedianato de Orihuela. Curtido en humanas desdichas, sabía presenciar impávido las más atroces, y auxiliaba a los condenados a muerte, acompañándoles al cadalso. El cura Merino, los carboneros de la calle de la Esperancilla, la Bernaola, Montero, Vicenta Sobrino y otros criminales pasaron de sus manos a las del verdugo. En sus tiempos había sido gran cazador; pero ya no le quedaba más que el compás. En suma, había visto Nones mucho mundo, se sabía de memoria el gran libro de la vida, conocía al dedillo toda la filosofía de la experiencia y (¡cuántas veces lo decía!) no se asustaba de nada.
Sobre Polo tenía tal ascendiente, que era quizás el único hombre que podía sojuzgarle, como se verá en lo que sigue. Había sido Nones amigo de su padre; a Pedro le conoció tamañito y se permitía tutearle y echarle ásperas reprimendas, que el desgraciado ex-capellán oía con respeto. Luego que este le vio aquel día, y se estrecharon las manos con extremeña cordialidad, entrole al misántropo una ansiedad vivísima; deseo repentino, apremiante y avasallador de vaciar de una vez todas las congojas de su alma en el pecho de un buen amigo. Este anhelo no lo había sentido nunca Polo; pero aquel día, sin saber por qué, lo acometió con tanta furia que no podía ni quería dejar de satisfacerlo al instante. Y no se confesaba al sacerdote; se confiaba al amigo para pedirle, no la absolución, sino un sano y salvador consejo...
«D. Juan, ¿tiene usted qué hacer?... ¿No? Pues voy a retenerle toda la tarde, porque le quiero contar una cosa... una cosa larga...».
Decía esto con decisión inquebrantable. Su afán de descubrirse era más fuerte que él. Había en su alma algo que se desbordaba.
«Pues a ello -replicó Nones sentándose y sacando la petaca-. Empecemos por echar un cigarrito».
Polo declaró todo con sinceridad absoluta, no ocultando nada que le pudiera desfavorecer; habló con sencillez, con desnuda verdad, como se habla con la propia conciencia. Oyó Nones tranquilo y severo, con atención profunda, sin hacer aspavientos, sin mostrar sorpresa, como quien tiene por oficio oír y perdonar los mayores pecados, y luego que el otro echó la última palabra, apoyándola en un angustiado suspiro, volvió Nones a sacar la petaca y dijo con inalterable sosiego:
«Bueno, ahora me toca hablar a mí. Otro cigarrito».