Toledo
de José Zorrilla
del tomo primero de las Poesías.

Negra, ruinosa, sola y olvidada,
Hundidos ya los pies entre la arena,
Allí yace Toledo abandonada,
Azotada del tiento y del turbión.
Mal envuelta en el manto de sus reyes,
Aun asoma su frente carcomida;
Esclava, sin soldados y sin leyes,
Duerme indolente al pie de su blasón.


Hoy sólo tiene el gigantesco nombre,
Parodia con que cubre su vergüenza,
Parodia vil en que adivina el hombre
Lo que Toledo la opulenta fue.
Tiene un templo sumido en una hondura,
Dos puentes, y entro ruinas y blasones
Un alcázar sentado en una altura,
Y un pueblo triste que vegeta al pie.


El soplo abrasador del cierzo impío
Ciñó bramando sus tostados muros,
Y entre las hondas pálidas de un río
Una ciudad de escombros levantó.
Está Toledo allí: yace tendida
En el polvo, sin armas y sin gloria,
Monumento elevado a la memoria
De otra ciudad inmensa que se hundió.


Alguna vez sobre la noche umbría,
De este montón de cieno y de memorias
Se levanta dulcísima armonía....,
Cruza las sombras cenicienta luz:
Se oye la voz del órgano que rueda
Sobre la voz del viento y de las preces;
Una hora después apenas queda
Un altar, un sepulcro y una cruz.


Apenas halla la tardía luna,
Al través de los vidrios de colores
El brillo de una lámpara moruna
Colgada al apagarse en un altar;
Apenas entreabierta una ventana
Anuncia un ser que sufre, llora o vela;
Que el pueblo sin ayer y sin mañana
Yace inerme dormido ante el hogar.


Acaso al gemir del viento,
Ese pueblo, en la alta noche,
Alza el rostro macilento
Despertando con pavor;
Fingiendo en la sombra oscura
La mal abierta pupila,
La transparente figura
De un fantasma aterrador.
Entonces en su memoria
Se levantan confundidas
Una bruja y una historia
De la santa religión,
Mientra, en el polvo la frente,
A la bruja, o a María
Dirige indistintamente
Su sacrílega oración.
Y en su ignorancia grosera
Mezcla acaso en un ensueño
El nombre de una hechicera
Con el nombre de Jehová.
Con el vaticinio inmundo
De un saludador infamo,
El del Redentor del mundo
En torpe amalgama va.
La luna en tanto pasea
Cruzando el azul tranquilo,
Y los despojos blanquea
De tanta generación;
Esas páginas sin nombre,
Cifras de un siglo ignorado,
Que alzó la mano del hombre
Del hombre para baldón.
Esas santas catedrales,
Cuyos pardos capiteles,
Cuyos pintados cristales,
Cuya bóveda ojival,
Cuyo color ceniciento,
Cuyo silencio solemne,
Cobijan por pavimento
Una losa sepulcral.
Sobre ella los vivos cantan,
A par de ruidosa orquesta,
Cantares que se levantan
Hasta los pies del Señor:
Sobre ella flota el perfume
Que la atmósfera embalsama,
Y en oblación se consume
Oro y mirra al Criador.
Sobre ella en noche lluviosa,
Al bramar del viento bravo,
Armonía misteriosa
En el templo se hace oír.
Es un cántico tremendo,
Ronco, vago, agonizante,
Una voz que está pidiendo
Por los que van a morir.
Es la voz del himno santo,
Del terrible Miserere,
Cuyo monótono canto
Miedo infunde al corazón:
Y en la bóveda rodando,
Saliendo al aire flotante,
Al mundo va predicando
Una santa religión.
Y bajo la piedra helada,
De los hombres que murieron
Se oye la voz apagada
El triste salmo decir:
Y la campana sonora
Remedándola en el aire,
Con la voz de alguna hora
La hace en el aire morir.


Duerme ¡oh Toledo! en la espumante orilla
De ese torrente que a tus pies murmura,
Que con agua pesada y amarilla
Roe y devora tu muralla oscura,
Que llora avergonzado tu mancilla,
Tu perdida riqueza y tu hermosura,
Y calla por piedad a las naciones
Que yacen en su fondo tus blasones.
Duerme, sí, con tus fábulas sagradas,
Los ángeles y brujas de tus cuentos,
Las danzas de los santos con las fadas,
Los misterios ocultos en los vientos;
Duerme, sí, con tus farsas parodiadas,
Prenda de tus señores opulentos:
Sepulta en barro tu diadema de oro
Y canta en derredor de tu tesoro.


Hubo unos días de gloria
Vanos recuerdos de ayer:
Apenas hoy de esa historia
Nos queda un Zocodover,
U otro nombre, en la memoria.
Ceñida entonces la plaza
De ancho tapiz toledano,
En la arena húmeda emplaza
Un moro de noble raza
A algún capitán cristiano.
Vestidos están de flores,
Que avergüenzan un jardín,
Balcones y miradores;
Cristales son de colores
Los del Miramamolín.
Sólo abierto hay un balcón,
Y es el balcón del Sultán,
Y armados de alto lanzón
Jinetes debajo están
Por respeto a la función.
Y las musulmanas bellas
Detrás de las celosías
Muestran ocultas estrellas
Sus ojos, que en tales días
No hubiera luces sin ellas.
¡Bellas son las orientales!
Delicados como espumas
Sus prendidos y sus chales,
Que mece en ondas iguales
Un abanico de plumas.
Por eso, celoso el moro,
Tendió en sus ojos un velo,
Que es más rico su tesoro
Que el color azul del cielo
Teñido en franjas de oro.
Derraman desde la altura
Aguas de olor en la arena,
Que dan aroma y frescura,
Y agitan el aura pura
De aurora blanca y serena.
Y en redes de oro, colgadas
De las tres torres mayores,
De luz y de aire embriagadas,
Cantan y vuelan cerradas
Aves de gayos colores.
Gala del hombre de Oriente
Era la altiva Toledo:
Hoy conserva solamente
Cieno en la caduca frente,
Y dentro del alma miedo.
La árabe Zocodover,
Solitaria y carcomida,
Puede apenas sostener
La memoria de su vida,
Amenazando caer.
Hoy a las cañas de moros
A lo más ha reemplazado
Con una farsa de toros,
Y a los adufes sonoros
Con los gritos de un mercado.
Y porque consuelo alguno
Quedar a Toledo pueda,
Robóle el tiempo importuno
Hasta la alfombra de seda
Del alto alcázar moruno.


Hoy un templo de gótica estructura,
Y escombros sin historias y sin nombre,
En su deforme y colosal figura
Su sentencia mortal muestran al hombre.
Y es fama que se encienden todavía
En el templo las lámparas sagradas,
Y que vibrar se escuchan noche y día
Del órgano las notas aceradas.
Aun existe una página de roca
En que leer deletreando apenas
La era en que una tribu noble o loca
Cesó de darnos timbres o cadenas.
Aun hay mirra, hay pebetes y hay alfombras
En que a través de seda y pedrería
Alcanza el pensamiento entre las sombras
Lo que Toledo la árabe sería.
Esos son los suntuosos funerales
De tanta gala, pompa y hermosura;
Quedan, en vez de cantos orientales,
Himnos al Dios que mora en el altura.


Ya no hay cañas, ni torneos
Ni moriscas cantilenas,
Ni entre las negras almenas
Moros ocultos están;
Hoy se ven sin celosías
Miradores y ventanas,
No hay danzas ya de sultanas
En el jardín del Sultán.
Ya no hay dorados salones
En alcázares Reales,
Gabinetes orientales
Consagrados al placer;
Ya no hay mujeres morenas
En lechos de terciopelo,
Prometidas en un cielo
Que los moros no han de ver.
Ya no hay pájaros de Oriente
Presos en redes de oro,
Cuyo cántico sonoro,
Cuyo pintado color,
Presten al aire armonía
Mientras en baño de olores
Dormita, soñando amores,
El opulento señor.
No hay una edad de placeres
Como fue la edad moruna;
Igual a aquella ninguna,
Porque no puede haber dos;
Pero hay en gótica torre
De parda iglesia cristiana
Una gigante campana
Con el acento de un Dios.
Hay un templo sostenido
En cien góticos pilares,
Y cruces en los altares,
Y una santa religión;
Y hay un pueblo prosternado
Que eleva a Dios su plegaria
A la llama solitaria
De la fe del corazón.



Hay un Dios cuyo nombre guarda el viento
En los pliegues del ronco torbellino,
A cuya voz vacila el firmamento
Y el hondo porvenir rasga el destino.
La cifra de ese nombre vive escrita
En el impuro corazón del hombre,
Y él adora en un árabe mezquita
La misteriosa cifra de ese nombre.