- XXIX - editar

También ejerció su rápida y decisiva influencia en el alterado organismo de Susana el hálito fecundo que brotaba sin cesar de las entrañas del bosque.

La naturaleza triunfaba sola, sin ayuda del régimen facultativo, sin el apoyo, más o menos eficaz, de los farmacéuticos menjurjes con que pretendieron combatir, en la ciudad, los terribles achaques de la enferma.

La salud acudió pronto, y con la salud del cuerpo vino la animación del espíritu; y a la habitual pereza de Susana, sucedió una actividad extraordinaria, desbordante, ruidosa... La finca entera se estremecía cuando ella entonaba como un pájaro alegre sus cantos de felicidad reconquistada.

Levantábase temprano, al rayar el alba, y en vistiéndose íbase al establo con el muchacho que cuidaba las vacas, a darse trazas de ordeñadora, soltando las crías, recogiéndolas, luchando con ellas para arrancarlas de las ubres de la madre y obtener al fin, con no poco trabajo, algún jarro de espumosa leche, que bebía con ansia.

Luego, regaba el jardín, que era poco menos que un bosque en pequeño; surtía de agua el abrevadero de las aves; arreglaba los tiestos de las plantas del vestíbulo, y terminada esta faena, se salía al campo a corretear, como una chiquilla, por los cercanos prados, hasta caer rendida de gozoso cansancio sobre el musgo.

Regresaba a las diez, cargada de montones de florecillas húmedas, de manojos de olientes hierbas, de frutas maduras; y en seguida volvía al trabajo, ayudando a la limpieza de la casa o metiendo mano diligente en los preparativos del almuerzo de Julián.

Y como éste se fuera de caza ella aprovechaba la soledad durmiendo reparadoras siestas en su hamaca, tendida a lo largo del corredor. Después salía al camino a esperarlo, y esperándolo, muchas veces la sorprendía la hora del crepúsculo, y se sentaba en un ribazo a contemplar con deleitosa fruición el sugestivo, melancólico espectáculo que ofrece toda selva a la caída de la tarde. Por la noche, ayudada del viejo Mateo, desencadenaba los dos grandes y fieros mastines que guardaban la finca. Llamaba a Julián para jugar a los naipes, y con Julián solía acercarse la servidumbre a formar corro, a mirar lo que hacían los señores, a entablar franca y regocijada plática con ellos, como en familia.

Dos meses llevaban en esta vida apacible, dos meses de regalada, dulcísima existencia, sin que una zozobra viniese a turbar la encantadora paz de que gozaban. Pero estaba de Dios que esta encantadora paz se interrumpiese.

Cierta tarde, echándose ya la noche encima, el formidable ladrido de los perros anunció la presencia de un extraño en la terraza. Era un posta que venía de Villabrava. Sin saber por qué, Susana se echó a temblar. El posta traía una carta, y la carta era de don Anselmo Espinosa.

Madre e hijo se miraron con extrañeza. ¡Una carta de Espinosa! Ninguno de los dos se atrevía a abrirla. Le dieron vueltas y más vueltas; la examinaron una y otra vez, como si bajo su endeble envoltura se ocultara la próxima ignorada desgracia.

Al fin Julián rasgó el sobre.

Noticiaba Espinosa una gran pena suya, un gran dolor... Su pobrecita hija Isabel estaba anémica, y la anemia amenazaba degenerar en tisis. Y a vuelta de la triste noticia, venía una reseña quejosa de sus zozobras de padre amantísimo, de padre solitario; sin saber qué partido tomar, vacilaba en enviarles la muchacha a ver si se curaba. Él no podía atenderla ni dejarla al cuidado de una familia extraña.

Al fin ellos eran parientes, y a ellos acudía; sobre todo necesitando la anemia de Isabel atmósfera sana, hálitos de montañas confortantes como las del Guajiral. La pobre chica, ignorando el mal que la destruía, se empeñaba en quedarse en la ciudad; pero él, antes que todo, era padre, y consideraba aquello como caso de conciencia. De suerte que, sin pensarlo más, sin darle vueltas, decidía llevarla a la finca... ¿Le negarían ellos un rincón, un refugio a su querida enfermita?...

Susana y Julián se quedaron perplejos, no sabiendo qué contestar al pronto, mirándose, interrogándose en silencio. Diríase que algo muy extraordinario y penoso, algo que tenían miedo de saber o de explicarse, les paralizaba el pensamiento y la expresión.

Tres días después del repentino aviso, don Anselmo se presentó con Isabel en la posesión de los Hidalgo.