- XVI -

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A través de los numerosos grupos de hombres que charlaban en el vestíbulo de la residencia presidencial, un edecán condujo a Susana hasta el «salón de espera».

En este salón espacioso, sin alfombras, mal decorado y peor dispuesto, con pocos muebles y muchos cuadros de un gusto artístico verdaderamente detestable, aguardaban también algunos otros hombres pegados a las paredes, humildes, taciturnos, como avergonzados de encontrarse en aquel sitio; firmes en sus asientos, espiando el instante en que el oficial de guardia dijera: «¡El general!», para ponerse de pie y echarse a temblar en su presencia.

Los privilegiados, como si dijéramos los de casa, los que entraban y salían allí con sus sombreros puestos y con aire desenfadado y de confianza, miraban a los infelices del salón de espera por encima del hombro.

En su mayoría eran los favorecidos pretendientes, empleados, militares, comerciantes, algunos clérigos aspirantes a obispos, amigos particulares, diputados, magnates, muchos lumbreras de la política al uso y muchos «salvadores del país» que en Villabrava abundan de manera prodigiosa. Estos representantes de la politiquería villabraveña, que tenían la dignidad por apariencia y el servilismo por culto, y cuyo único oficio era el de mentirse y engañarse a todas horas, formaban frecuentemente corros en el comedor y en el patio: hablaban mil majaderías y se dispensaban mil demostraciones de afecto, odiándose, en el fondo, todos ellos.

Si a la casualidad pasaba «el general» y les repartía unos cuantos apretones de manos, y les preguntaba por la familia, se volvían locos de contento, y dándose por satisfechos, desfilaban hinchados, radiantes, mirando con orgullo a los demás, como diciéndoles: «¡Eh, qué os parece! ¿Habéis visto cómo me apretó la mano el general?»

El espectáculo era desconsolador, pero cierto, rigurosamente cierto.

Hacía poco menos de diez minutos que Susana esperaba, y ya se sentía humillada, en términos que le costó hacer un grande esfuerzo para no levantarse y salir sin ver al presidente. Pero en este momento llegaron, obstruyendo las puertas, varios generales: ¡como veinte! Entre ellos venia uno a quien llamaban «Maquiavelo», porque era hombre de mucha trastienda y mucha mano izquierda, como dicen los españoles de los toreros prácticos.

Al ver a Susana este Maquiavelo tropical, cuya finura y melosidad con las damas no se compadecía de sus trasteos políticos, se ofreció espontáneamente a anunciar su visita al jefe del Estado, no sin condolerse en alta voz, y con cierto énfasis, de que a señora tan distinguida y tan hermosa no la hubieran hecho pasar al salón que le correspondía.

Así fue como al poco rato, acompañado del invicto Maquiavelo, apareció el general a la puerta de su estancia e invitó a Susana a entrar a su despacho.

El general era un hombre moreno, rollizo, de recio aspecto, de gigantesco porte. Se encontraba en toda la fuerza de su edad y descubríase a primera vista, en su cara fresca y lustrosa, redondeada por una barba negra y abundante, al hombre sano de cuerpo, quitado de placeres y agitaciones mundanas.

Tenía fama de reservado y receloso; y no era bien querido en Villabrava porque, habiendo llegado al Poder con gran prestigio, gracias a su legendario valor y a sus triunfos de militar afortunado, fue harto débil y complaciente con una chusma de amigos que, manejando el Tesoro público a la diabla, entre este fraude y aquel contrato leonino, en tal combinación y en cual negocio fraudulento, la dejaron limpia y maltrecha en menos de dos años. Pero en punto a política rural, sabía el presidente más que todos sus colaboradores juntos.

Tenía un profundo conocimiento de los hombres que lo rodeaban, y aprovechaba de ellos lo que mejor le parecía, dejándoles luego todas las responsabilidades a cuestas.

Necesitando un día redondear un importantísimo negocio, nombró administrador de Aduanas a don Anselmo Espinosa, cuyo prestigio de banquero le facilitó llegar al fin que se proponía.

Le interesaba, por ejemplo, desarrollar una intriga: pues nadie mejor que «Maquiavelo», sujeto hábil en enredos, flexible, dúctil, jesuita y gitano en una sola pieza, hombre necesario a casi todos los gobiernos.

Poseía un don absolutamente felino: cual era el caerse al suelo del alero de un tejado y caer siempre de pie.

Por aquellos días el viejo Canelón era el personaje en alza. Sin convicción ni creencia algunas, y aunque era emprendedor y animoso, no sabía como Maquiavelo cuándo debía arrodillarse ni cuándo debía levantarse de tan triste postura.

Una combinación arriesgada le dio acceso en el Gobierno, y por ende gozaba a la sazón de grandes «facultades» y extensos privilegios.

De aquí que las súplicas de Susana no hicieran mella en el corazón del general, que no quería disgustar, por ningún respecto, al viejo Canelón.

La pobre mujer habló como hablan las mujeres que abogan por sus hijos: con esos acentos tiernos impregnados de amor y de lágrimas, que ablandaban las piedras; con esa expresión única y sublime que pone Dios en los labios de las madres que suplican.

El general le negó de manera terminante, y sin réplica, sin excusa, la libertad del hijo.

Precisamente cuando formulaba tan rotunda negativa asomó por entre el espeso cortinaje de la puerta principal del despacho la desgreñada cabeza de un chalán:

-General, ahí traen el caballo negro que usted encargó.

Y el general, que se olvidaba de los más transcendentales problemas políticos y de los asuntos más urgentes en cuanto le hablaban de un animal, o cosa así, dejó a la madre con la sollozante súplica en los labios y se fue con el chalán a ver el caballo.

Susana se inmutó primero, se puso luego roja de vergüenza y estuvo a punto de desmayarse.

Mas por un movimiento de reacción súbita, de la cual ella misma no se daba cuenta, se levantó sin pronunciar una palabra y salió digna, majestuosa, con paso firme, pero con los ojos llenos de lágrimas, por entre los grupos de hombres que, taciturnos y encorvados, esperaban en el vestíbulo la hora de echarse a temblar en presencia del general.