- XIV - editar

Pequeña, metida en carnes, pero garrida, aun en medio de esa adorable pequeñez y de esas carnes admirablemente distribuidas en curvas y ondulaciones de tornátil suavidad, Susana Pinto era el prototipo de la criolla en plena y seductora florescencia.

Se hallaba en la edad de esas mujeres de hermosuras triunfantes que con la sola esplendidez de sus formas eclipsan la belleza de sus hijas.

Más que madre parecía hermana de Julián.

Acaso su infecundidad, resultante inmediato de aquel heroico alumbramiento que desgarró sus entrañas siendo niña, contribuyó a conservar la bizarría de su juventud.

Y así como la juventud se desprendía espontánea de las ondas de sus cabellos y del color de sus mejillas salpicadas de lunares y de hoyuelos, así la lujuria, una lujuria involuntaria, pero violenta y tentadora, se asomaba sin querer, entre relámpagos de pasión, a sus grandes ojos negros; se deslizaba a través de sus pestañas, tenía temblores, palpitaciones y olfateos en su nariz, vagaba como un soplo tibio y alentador en sus labios siempre entreabiertos, siempre húmedos; y surgía, en una palabra, de su andar elástico, que bastaba para incendiar los sentidos de los hombres.

Y no obstante estas manifestaciones de voluptuosidad inconsciente, Susana fue respetada, mejor dicho aún, sagrada para toda aquella sociedad dispuesta a caer a todas horas, con la velocidad de un rayo, sobre toda sospecha. Tal respeto, a no dudar, vino a ser la prueba irrebatible de su honradez, excitante, sí, pero honradez que tenía todo el orgullo de una conciencia bien puesta, y todo el valor, toda la fuerza, toda la energía de una fe...

De aquí que siendo propicia a las pasiones impetuosas y capaz de irritarlas con su sonrisa inocentemente «diabólica», Susana fuera, en la más completa acepción de la palabra, una hembra irresponsable.

Esta irresponsabilidad de hembra que fluía de su ser violentamente, se puede apreciar ahora en la actitud que acaba de adoptar para arrellanarse en una de las mecedoras de su gabinete.

Son las cinco de la tarde. Una ligera cortina de encajes, extendida sobre la puerta de la estancia, desvanece en parte la discreta luz del día; pero sus resplandores bastan para alumbrarla.

Y así se ven esclarecidos todos los objetos, resaltando entre ellos por el bruñido de su grueso y sólido marco el retrato de José Andrés Hidalgo. Debajo del retrato hay un sofá, y junto al sofá, la mecedora donde, arrellanada y envuelta en una amplia bata de percal, está Susana.

Tiene las mejillas encendidas, la respiración nerviosa y fuerte, esa fuerte y nerviosa respiración que sucede con frecuencia a las discusiones violentas; en sus ojos, sombreados por círculos violáceos, brilla como un relámpago de cólera, y por sus labios húmedos y entreabiertos vaga aún el resto doloroso de la frase que acababa de pronunciar. Enfrente de ella, inquieto, pálido, don Anselmo Espinosa pasea con torpeza las manos por los anchos regazos del asiento donde se halla.

Por esta silenciosa, pero tirante actitud, es fácil adivinar la escena que se desarrolla entre ambos personajes: una escena que debe haberse repetido muchas veces.

En don Anselmo no había muerto el deseo vehementísimo de poseer a Susana. La contrariedad, y sobre la contrariedad la virtud irreductible de aquella mujer, habían excitado su apetito. Un suceso inesperado -la prisión de Julián Hidalgo a causa del duelo de Acosta y Canelón, que conocerá el lector en su debida oportunidad- lo arrastró de nuevo hacia la madre. Nunca gozo más infernal se alojó en el alma de un ser humano, que el gozo recibido por la de don Anselmo cuando supo que a su pariente lo llevaban a la cárcel.

Vio el cielo abierto, es decir, vio su senil aspiración alboreada de esperanzas, porque siendo Julián un estorbo para sus planes de conquista, suprimido el estorbo, aquello, según él y según los medios escogidos para su inmediata realización, era «cosa hecha».

Desde este instante, el deseo transformado en pasión le llenó la vida toda al enorme señor. Y turbado por ella, poseía mentalmente a Susana, o creía poseerla; la poseía con furia, con frenesí de bestia, a través de saciedades silenciosas imaginadas hasta en los diálogos con ella, en que siempre se veía rechazado. Cuanto más lo rechazaban, más se aferraba a su delirio aquel hombre, consagrándole todas las humillaciones de que él era capaz.

En medio de una de estas crisis espantosas lo hallamos: implorando la satisfacción de su carnal codicia, y ofreciendo en cambio de ella la libertad de Julián, que él podía alcanzar con sus influencias, hablando con el gobernador, con el ministro, con el presidente si hacía falta.

Irá a todas partes, adonde Susana quiera.

Lo suplica, lo repite conmovido cien veces, cien veces lo jura. Susana permanece inflexible; prefiere sufrir ella y saber el sufrimiento de su hijo antes de permitir que le toquen la punta de los dedos. ¡Eso, nunca!

Ella sabe también que las súplicas de don Anselmo envuelven una amenaza: el rompimiento de las relaciones de familia, que la gente comentaría en detrimento suyo.

Todo eso lo comprende Susana, por desgracia, y todo eso la encoleriza, la desespera, la pone en un estado de exaltación próximo a la locura. ¡Ah, no, no! ¡Eso es inicuo, abominable, espantoso; el dolor mismo de Julián no tiene derecho a su deshonra! ¡No!

En vano solicita don Anselmo compasión; en vano se arrastra, se revuelve en su asiento como un condenado, se arrodilla casi a los pies de Susana, en vano promete terminar las desavenencias con Julián y darle, si quiere, la mano de Isabel. Aquel hombre que no permitía a Julián un diálogo inocente con su hija, a través de la ventana de la calle, llega hasta ofrecer su existencia entera en cambio de un abominable y oprobioso deseo.

A Susana le produce asco todo esto; hace un esfuerzo para reprimirse, y no puede; se indigna, se subleva, se levanta del sillón violentamente; pero abrumada por el exceso de tantas agudas sensaciones sufridas en tan poco tiempo, opérase de repente una revolución en todo su organismo, y se deja caer de nuevo en el asiento, donde, vencida por la pena, se pone a llorar, ocultando el rostro entre las manos.

Sollozando de esta suerte, en medio de una gran desesperación en que ocupa sitio doloroso el recuerdo de Julián, la pobre mujer no se da ya ni cuenta de la presencia de Espinosa. Y éste, aprovechando aquel instante de suprema angustia, se le acerca tímidamente para prodigarle consuelos, que ella no oye.

Sólo cuando él, engañado por el silencio de la viuda, se atreve a acariciar su cabeza con mano trémula, diciéndole en voz baja y llena de temor: «Vamos, Susana, no te desesperes», ésta se levanta de nuevo, da un salto, como una fiera mal herida, y con la osadía de la mujer ultrajada por el tuteo precoz, ofendida en su orgullo, le arroja un mundo de insultos a la cara.