Al asomarse a la ventana de su casa, Isabelita Espinosa queda absorta, deslumbrada, casi ciega.

¡Todo arde, todo brilla, todo es luz! Todo parece que palpita y gime bajo los rayos de un sol fogoso y casi bravío que, abriéndose paso a través de las nubes, señorea por los espacios su deslumbradora fiereza. Nada detiene su invasión: después de incendiar la atmósfera llega a la cumbre de la montaña, y la montaña adquiere cárdenos resplandores de volcán; hace de la llanura un océano de fuego; espanta las sombras de la campiña, que van despavoridas a esconderse no se sabe dónde; entra en los patios, en los jardines, en los corredores mismos de las casas; relampaguea en los tejados, inflama las paredes; arranca vivos, sangrientos centelleos de las piedras del arroyo, y al revolcarse, despiadado y frenético, sobre la tierra desnuda, la tierra se estremece, abre su seno voluptuoso y exhala un tibio y prolongado soplo de lujuria...

Herida de súbito por tan violentos resplandores, la señorita que acababa de asomarse a la ventana pestañea con precipitación dos o tres veces: se lleva instintivamente una mano a los ojos, a guisa de pantalla, y explora con ansiedad la calle.

La calle está desierta, a pesar de ser una de las más céntricas de la población y de formar su más ancha y renombrada vía, entre la vieja catedral y la Plaza Nueva, que acaba de inaugurarse.

A esta plazuela, destinada a la venta de flores y de pájaros, miran tres de las cinco ventanas que cuenta la casa de don Anselmo Espinosa; las otras dos caen sobre un callejón sucio, estrecho y mal empedrado, que sirve generalmente de refugio a los pilluelos, y donde resuena a la sazón, entre mil zumbidos de invisibles insectos, un lejano canto de mujer, que trae de los corrales vecinos una que otra ráfaga de aire.

El calor es cada vez más sofocante y la luz del sol cada vez más intensa. Pero la señorita resiste aún a pie firme la intensidad del medio día. Sin embargo, dijérase que va cansándose de su larga investigación, que empieza a ceder. Por lo menos ya no oculta su inquietud; se mueve incesantemente de este o de aquel lado; dirige la vista a todas partes: hacia la plazoleta, hacia la esquina, y calle arriba, calle abajo, pasea su inspectora e impaciente mirada.

Por fin, esta impaciencia tórnase en disgusto, y, no encontrando lo que busca en la incendiada travesía, se retira de la ventana, dejándola entreabierta.

Momentos después un joven asoma por el fondo de la plaza; la atraviesa a pasos rápidos, cruza la calle de igual modo y se acerca, decidido, a la casa de Espinosa. Allí se detiene o lo detiene un tropel de notas mágicas que, desprendidas de un piano, salen violentamente por la ventana. Son los preludios raros, fantásticos a ratos y a ratos insurrectos, del Lohengrin, que vienen a buscar espacio a su grandeza en sitio más amplio del que pretenden encerrarle. La música wagneriana no debe hacer muy buen efecto en el espíritu del parado caballero, a juzgar por la cara que pone.

No obstante, permanece inmóvil, atento al ruido de la vibrante partitura. El sol cae de plano sobre su cabeza, pero tampoco se da por entendido. La enfadosa creación le paraliza todos los movimientos.

Después de un rato de audición... y de sol, se acerca más a la ventana, introduce resueltamente un brazo a través de los espaciados balaustres y golpea con los nudillos dos veces repetidas sobre las entornadas hojas.

Inmediatamente cesa el preludio y aparece de nuevo Isabel, poseída, no ya de anhelante curiosidad, sino de extraña y visible turbación.

-¡Julián! -exclama al reconocer al joven-, creí que no venías. Te esperé mucho tiempo, y viendo que pasaba la hora, entré y me puse a estudiar.

El nombrado Julián, en vez de contestar a estas sencillas palabras, clava en el rostro de la muchacha una intensa mirada de reproche.

Es un mozo de regular estatura, delgado, pero recio y fuerte; trigueño, pronunciadamente trigueño, casi cetrino. Viste de negro y no del todo mal, aunque podía vestir mejor, con traje menos amplio y más adaptable a su edad. Unos ojos escudriñadores, insistentes, como los ojos de los miopes, juntamente con un pelo negro indómito, y un bigote también negro y un poco alborotado, completan su fisonomía física.

Hay algo más, algo que caracteriza y ensombrece a esa cara alegremente fea; y ese algo, que surge violento y duro del entrecejo, es una herida vieja, ya curada, una herida que, vista de perfil, creyérase una marca hecha con un hierro encendido.

La turbación de la muchacha crece ante la silenciosa persistencia del joven, y agrega como si contestara a una pregunta:

-Pero, ¿qué quieres tú, Julián; si papá se empeña en que yo figure en esa fiesta de caridad? Él es uno de los miembros de la junta, y ya sabes con el calor que toma papá las fiestas benéficas.

-Sí, ya lo sé -responde el joven, esforzándose en suavizar la entonación de su voz, algo alterada por la contrariedad que estas palabras le producen-; ya lo sé. Con demasiado calor. Por eso cree él que es un deber tuyo contribuir a sus éxitos tocando trocitos de ópera.

-Cosa que, después de todo, no tiene nada de particular.

-Sí tiene. Por lo menos es una ridiculez andar a todas horas cantando en los coros de las iglesias y saliendo a los escenarios a divertir al público.

-Pero yo no lo hago por mí gusto.

-A disgusto tuyo o no, lo haces.

-Me lo imponen.

-De modo que si a ti te imponen que te vistas de mamarracho, ¿te vistes?

-¡Ah, no, eso no! -contesta, muy decidida y con mucha ingenuidad, la señorita.

-¡Pues es lo mismo, mujer, lo mismo! ¿Crees tú que honra y enaltece mucho eso de figurar en las crónicas de los periódicos, después de cada fiesta, siempre bajo el mismo cliché? «La bella y espiritual Isabel, la hija de nuestro amigo el acaudalado banquero don Anselmo Espinosa, arrancó al piano por manera magistral la partitura del Caballero del Cisne.» Esto quisiera tu padre: ¡ser el Caballero del Cisne!

-¡Qué cosas tienes, Julián, qué exagerado eres!

-Me calificas de exagerado porque te rezo el Evangelio; bueno, no me importa. Lo que me importa es otra cosa: que no tomes parte en esa velada. Anoche me ofreciste obedecerme, y ahora sales con que si papá se enoja... ¡Qué se enoje! No irás. Puedes decírselo.

-¡Dios mío! ¡Y cómo le digo yo eso a papá! -exclama la muchacha, con angustia-. Se va a poner furioso; eso no puede ser.

-¿Qué no puede ser? -pregunta éste, frunciendo el ceño-. ¿Es que no quieres?

-Sí, quiero; pero no puedo.

-Podrás, ya lo creo que podrás. Busca un pretexto.

-¿Cuál?

-Cualquiera. ¡Qué sé yo! Te duele la cabeza, el corazón... En último caso te resistes. Cueste lo que cueste y suceda lo que suceda, faltarás ¿Quedamos en eso, sí o no? Responde.

Isabel no responde. Acometida de súbita tristeza, inclina la cabeza sobre el pecho y deja caer los brazos con desaliento, en actitud resignada Mientras, Julián, con su ceño habitual más profundamente pronunciado, ahora permanece impasible.

La pausa es larga y embarazosa.

Al cabo de un rato la muchacha balbucea una súplica, y esta súplica, que no tiene bastante vigor para salir clara y robusta de sus labios, se le asoma a los ojos transformada en lágrimas.

Julián, que la espía, levanta a su vez la mirada sorprendida hacia el rostro de la joven.

-¿Cómo, lloras? ¿Por qué lloras? ¿Es que te ofendo pidiéndote que me cumplas lo ofrecido?

-No, no es eso. Bien sabes que quiero lo mismo que tú quieres. Te digo que no es eso...

-Y ¿qué es entonces?

Isabel vacila un instante; después, con voz entrecortada, dice:

-¡Es que mamá, la pobre, está tan enferma! ¿Qué me importa a mí el sacrificio tratándose de ti? Pero ella, ella es la que sufre todas las intemperancias de mi padre...

Y luego, revelando en el acento, en la misma frase que pronuncia, toda una historia de dolor, añade:

-¡Ah, Julián, si tú supieras!

Quédase éste un tanto suspenso al oír las melancólicas frases de la hija que evoca las tribulaciones de la madre y, sintiendo que allá, en el fondo de su alma, se despierta de pronto el dormido recuerdo de la suya, tiene un rasgo de nobleza, que se traduce de este modo:

-Mira, tienes razón; soy un terco insoportable. No había pensado en la pobre Juana, que tanto nos quiere... Pero me indigna, ¿sabes? me subleva don Anselmo. ¡Ojalá pudiera decirle!...

-¡No le dirás nada, rebelde! -le interrumpe, ya repuesta de su pena, Isabelita, haciendo ademán de taparle la boca-. ¡Rebelde!

El exaltado joven se sonríe; arrepiéntese de lo que va a decir, y cambiando de entonación deja escapar una interminable serie de incoherencias entremezcladas de ternezas.

-Perdóname, Isabel... No sé, a veces, ni lo que hablo. Y es que me vuelvo loco cuando me acuerdo de las intransigencias de tu padre. Me enfurezco, no lo puedo remediar. Ya ves tú: ahora mismo te iba a dar un gran disgusto, por contrariarlo a él... Pero tú me perdonarás; ¿es verdad que me perdonarás? ¡Tú que eres la más buena, la más bonita de las mujeres!

En vano ha querido imprimir el caballero apasionado acento a sus palabras: resultan frías en sus labios y hasta impropias.

Isabel es algo más que buena; es algo más que bonita: un verdadero prodigio de hermosura. Tiene diez y ocho años y tiene además, para realce de su rozagante y espléndida juventud, una infinidad de admirables y sugestivos encantos físicos, tales como sus grandes ojos garzos, velados por largas pestañas; su pelo ondeado y rubio, como el oro; sus mejillas frescas, y su boca pequeña y húmeda, que es un verdadero nido de sonrisas.

Y para complemento de hermosura, un cuello hecho a torno, un seno arrogante, decidido, de firmes y punzadores atractivos, y un talle esbelto y muy bien formado, de donde arrancan en fugitivas y magníficas curvas unas opulentas y redondas caderas de estatua griega.

Isabel y Julián, sobre ser novios, son parientes muy cercanos: él, hijo de José Andrés Hidalgo -malamente asesinado hace dos años, a la vuelta de una esquina-, y ella, hija de don Anselmo Espinosa y Juana Méndez Hidalgo, prima del difunto José Andrés.

Los jóvenes negaban que el vínculo de la sangre hubiese alcanzado entre ellos el excelso grado de la jerarquía amorosa. Más recio de convencer el intransigente padre; creyó siempre en un enigmático y no muy disimulado cariño, que encubría mal la parentela y que a menudo lo ponía fuera de sí, dándole margen a acaloradísimas disputas con su mujer sobre los fatales enlaces y funestísimos cruzamientos de familia. Juana, no obstante las reyertas y enfermedades que el noviazgo de la hija y el pariente le proporcionaban casi a diario, lo consentía y lo alentaba, en lucha con la hostilidad de su marido.

De aquella fiera persecución paternal se desprendían los furtivos coloquios, las citas azarosas, los apretones de manos al paso, a las salidas de los teatros, de los bailes, de las reuniones en que por casualidad se veían.

En Isabel el cariño fue como una espontánea y natural eflorescencia; brotó de su corazón bello y hermoso; tomó cuerpo, creció y creció cada día más; amó en Julián el contraste, la energía de carácter, la rebelión, la fuerza.

En Julián puede decirse que el amor estaba sostenido por la contrariedad de un padre arisco: el señuelo más eficaz para los cariños que vacilan.

Y aun así y todo se veía que luchaba a brazo partido con un sentimiento extraño, inexplicable; y que por ende su amor, no estando completamente definido, más bien que pasión de enamorado parecía satisfacción de rebelde que triunfaba.

De aquí que las frases brotaran de sus labios ahora bruscas y tiernas juntamente, mezcladas de imposiciones y de afectos.

Isabel se ruboriza oyéndose llamar por él buena y bonita. Esto te basta para juzgarse feliz. Una sola expresión de su afecto la sugestiona; un llamamiento suyo la atrae, y confusa, temblorosa de dicha, se inclina sobre el alféizar.

Él, olvidando su disgusto, olvidado del sitio en que se halla, viendo que la alegría se refleja en la cara de su novia, se apodera de una de sus manos, y mano sobre mano comienza entre los dos un diálogo suave, discreto, que flota como un vago y desmayado murmullo en aquel ambiente cargado de luz y de bochorno.

Mas cuando ya se entregan por entero a su deliquio, cuando Julián empieza a ser amante e Isabel a ser dichosa, se oyen dentro, en la sala, los pasos precipitados y enérgicos de un hombre que se acerca a la ventana.

Isabel apenas tiene tiempo para incorporarse y decirle con angustiosa voz a su novio:

-¡Vete, vete!... Es papá.

Aún no lo acaba de decir cuando aparece detrás de ella la terrible, enorme y apoplética figura de don Anselmo Espinosa. Isabelita se vuelve, aterrada, muda de miedo y de vergüenza. A Julián la sorpresa lo deja clavado en la acera.

El irritado y cejijunto padre ni siquiera pronuncia una palabra; pero agarra brutalmente a la hija por un brazo y la sacude con tal fuerza, con tal ferocidad, que la muchacha vacila, da un traspiés y tiene que apoyarse en la ventana para no caer.

Vuelto entonces de su estupor, indignado de aquella acción inicua, loco de pena y de ira, con las mejillas inflamadas, con los ojos fulgurantes de odio, con las manos crispadas y cogidas rabiosamente a los balaustres, Julián Hidalgo se levanta sobre la punta de los pies y vomita, más que profiere, estas palabras:

-¡Cobarde!... ¡Es usted un cobarde, señor Espinosa!...

A este estentóreo grito de furor contesta don Anselmo cerrando de un golpazo formidable la ventana. Y el sol, aquel sol fogoso y bravío que señorea por las espacios su deslumbradora fiereza, que incendia la atmósfera y relampaguea en los tejados y arranca vahos de inmensa lujuria al seno hinchado de la tierra, dijérase que se revuelve también y se enrojece aún más y golpea furioso, despiadado, frenético, con sus sangrientos rayos, la ventana que acaba de cerrarse.