Toíto te lo consiento

Toíto te lo consiento
de Arturo Reyes


-¡O tu madre o yo! -díjole con acento iracundo Dolores la Descarada a Pepe el Betunero, al par que balanceaba el busto arrogante y tentador, con los brazos colocados en jarra, y taconeando al par nerviosa y acompasadamente con un pie sobre el limpísimo suelo de la estancia.

Pepe contempló con sombría fijeza a la mujer querida; su rostro juvenil y simpático delataba la tremenda lid que libraban en su corazón su amor a Lola y el amor a su viejecita, a aquella que había tenido la mala ocurrencia de echarlo al mundo tan de malas con su ángel guardián y con la buena fortuna.

Dolores miró a su vez a Pepe, y añadió con voz cada vez más acre y más incisiva:

-Ya lo oyes: ¡tu madre o yo! Yo no quiero hombres ni quereles a medias. Y si vienes esta noche de palique a mi ventana, ya sabes cómo es y con el conque con que yo te lo premito.

Y dicho esto, dio media vuelta y penetró en la segunda habitación, mientras Pepe, plantado al pie de la reja, sentía que la rabia y la angustia le anudaban la voz en la garganta.

Pepe se alejó lentamente; tenía ganas de morder y de llorar. Lo que pretendía Dolores era imposible: que, al casarse, plantara en la del rey a la que tantas duquitas de muerte había pasado por él, a la que se había quitado la vida trabajando como una negra para hacerlo un hombre, a aquella pobretica vieja con el pelito más blanco que la nieve, que no vivía más que para mirarse en sus ojos, a su madre, en fin, a la que lo había parido y le había dado su sangre. No, aquello no podía ser; para hacer aquello se necesitaba tener corazón de hiena; antes de hacer aquello se arrancaría él de las entrañas el cariño a Lola y no volvería a verla... Pero ¿y si Antonio el Lamparones, que estaba por ella que bebía los vientos, se aprovechaba de la ocasión, y Lola, rabiosa, aunque no fuera más que por vengarse, lo admitía y se casaba con él?... ¡Dios de Dios! Su Lola del Lamparones; su Lola, aquella hembra tan bonita..., porque cuidado que era bonita Lola, y además que con razón pasaba por la más buena y más ocurrente del barrio... ¡Su Lola de otro!... ¡De otro!... ¡Ca!..., aquella mujer no podía ser más que suya, y sí el Lamparones se metía en su terreno ya se cuidaría él de que su cachicuerna lo colocara en la más cómoda de las posturas...

Pero si hacía esto, ¿qué conseguía? Proteger a cuatro pitejos y que a él lo pusieran a la sombra algunos años, y que su madre tuviera que morirse de hambre y de pena..., y que Dolores a los tres meses no se acordara ni del muerto ni del encerrado, y se casaría con otro y... No; aquello era una barbaridad.... aquello era una barbaridad, y otra barbaridad pensar en abandonar a su vieja, y el delirio pensar en abandonar a Dolores.

Cuando llegó a su casa iba febril, nervioso, desesperado, y cuando su madre, sentándose frente a él, después de haberlo besado con maternal ahínco, hubo de preguntarle la causa de su malestar, encogióse de hombros y exclamó bruscamente:

-¡Na, no tengo na, madre, na tengo, no tengo naíta!

La señora Rosario lo contempló con profunda expresión de cariño y díjole sonriendo tristemente:

-A mí no me engañas tú, prenda mía; yo sé lo que a ti te pasa. No lo he de saber, si ca veinte y cuatro horas le da dos cuartos al pregonero tu Lola y lo que ella quiere lo saben ya jasta en el Callao de Lima.

-Es que también usté le tiée manía a Lola, es que usté tampoco la puée ver ni en pintura.

-¿Yo? ¿Por qué, hijo? No; yo la quiero, hasta que tú la quieras pa que la quiera yo y eso que no la debía querer, ¡porque eso de querer a la que me quiere quitar tu cariño, que es ya lo único que me quea en este mundo...!

Y la señora Rosario pugnó en vano por contener el sollozo y por evitar que las lágrimas surcaran como por resecos cauces por sus arrugadas mejillas.

-¡Me vais a quitar entre dambas la vía! -gritó Pepe con tal acento de verdad y desesperación, que la señora Rosario, condoliéndose de él, recobró la perdida serenidad y díjole con acento emocionado:

-No te pongas asín. Mira tú, yo me conformo con to: tú te casas y yo me queo aquí. Yo pueo trabajar entoavía... Mira tú, en cuantito yo se lo boquée, el señó Paco el Garibaldino, y la Comadre y el señó Toño el Belonero me dan a mí la ropa a lavar, y yo, con poco que gane, vivo, y tú, tú vendrás a verme de cuando en cuando, y... ¿Verdá que vendrás a verme?

-¡Yo qué me he de ir de la vera de usté! -gritó Pepe, llenos los ojos de lágrimas, abalanzándose a su madre y levantándola casi en vilo al abrazarla-. ¡Yo dejarla a usté solita! Antes me subo a la Catedrá y me tiro a la calle de cabeza.


Cansada de esperar a Pepe, cerró Dolores la ventana y, sombría y cejijunta, sentóse en la silla de la costura.

-Qué, no ha venío, ¿verdá? -preguntóle su madre, acariciándole el terso semblante con la rugosísima mano.

Dolores rehuyó brusca y nerviosamente la caricia, y

-No, no ha venío -murmuró con acento en que la ira y la pena habían puesto sus más rudas inflexiones.

-Pos no te apures tú por eso, que ya vendrá... Pepe está por ti más loco que un cencerro.

-Sí, pero es nobletón y testarúo, y que..., sí, ¡por qué no decirlo!, le sobra la razón... Su madre es su madre, tan su madre como usté lo es mía, y eso de que la tire a la calle..., ¡eso es más grande que el día del Corpus!

-Pos no haberlo ersigío.

-¿Y, entonces, usté por qué me lo ha ersigío a mí?

-Yo por tu bien, na más que por tu bien, hija mía. ¡Por tu tranquiliá!

Dolores se dirigió a la alcoba y se echó vestida en la cama, en tanto su madre sentábase al calor del encendido brasero.

Transcurrieron algunos minutos. Dolores lloraba silenciosamente pensando en Pepe, en el hombre de sus amores, y llorando y pensando en él seguía, citando los rítmicos acordes de una guitarra diestramente tañida llegaron a sus oídos; era Antonio el Casero el que la tocaba; Antonio el Casero, que, acompañándose a maravilla, cantó con acento dulce y bronco y primoroso estilo:

Toíto te lo consiento
menos faltarle a mi mare,
que a una mare no se encuentra
y a ti te encontré en la calle.