Tipos y paisajes/Prólogo
Prólogo, advertencia, preludio... o lo que ustedes quieran
El asunto es que algunos de mis paisanos, muy pocos, afortunadamente, han creído hallar en más de una página de mis Escenas montañesas motivo suficiente para que se sobrexcite y alarme su amor patrio; y que yo, que me guardaría muy bien de rebelarme contra el fallo del más incompetente crítico, a quien se le antojase apreciar aún en menos de lo poco que vale mi chirumen, como buen montañés, amante fervorosísimo de mi bella patria, no puedo, ni debo... ni quiero prescindir de oponer algunos reparos a los escrúpulos patrióticos de los mencionados señores, antes de darles a conocer esta segunda serie de Escenas, en las cuales, juzgándolas con el criterio con que juzgaron a las primeras, han de hallar nuevas causas de resentimiento contra mi pluma, y, por consiguiente, contra la intención que la ha guiado.
El cargo que se me hace (y, por cierto, entre piropos que siento no merecer) es la friolera de haber agraviado a la Montaña, presentando a la faz del mundo muchos de sus achaques peculiares, y hasta en son de burla algunos; es decir, con delectación pecaminosa.
Confieso que no ha podido hacérseme una imputación más cruel, ni más injusta, ni que más me lastime. Cruel, porque lo fuera, aun siendo muy notoria la perversidad del alma de un hijo, acusarle de ser capaz de hallar deleite en burlarse de su propia madre; injusta, por lo que vamos a ver.
De dos maneras puede representarse a los hombres: como son, o como deben ser. Para lo primero, basta el retratista; para lo segundo, se necesita el pintor de genio, de inspiración creadora. Concedo sin esfuerzo que el mérito de éste es superior, en absoluto, al de aquél; pero que, tratándose de dar a conocer a un individuo, haya de representársele como debe ser y no como es, no lo concedo aunque me aspen.
Retratista yo, aunque indigno, y esclavo de la verdad, al pintar las costumbres de la Montaña, las copié del natural; y como éste no es perfecto, sus imperfecciones salieron en la copia.
A este modo de pintar es a lo que se ha llamado, por algunos montañeses, delito de lesa patria.
Un pintor del riñón de Castilla se decide un día a copiar en el lienzo a su país; pero tiende por él la vista, y observa que el suelo es árido y monótono; que no le cruza un mal arroyo, ni le sombrea un árbol, ni le limita una montaña; teme que la representación de aquella sábana de tierra calcinada y de cardos agostados infunda un sentimiento de repulsión en el ánimo del observador del cuadro, y que por éste se adquiera mala idea de la poesía del famoso granero de España; y sin pararse en barras, copia, de todo lo que ve, un grupo de casas que no ofrecen mal aspecto, dos recodos de una era, media docena de borregos y una mula, y echa por enmedio un río como el Missisipí que baja de unas montañas como los Andes, y adorna las orillas con sauces y naranjos, y tapiza el suelo con flores y césped, y hasta le puebla de zagales, cuyos modelos busca en un abanico. En seguida escribe debajo: «Panorama de Amusco», y expone el paisaje al público como un cuadro de costumbres castellanas. ¿Sería este sistema de retratar la naturaleza más patriótico que el mío? Sería lo que ustedes quieran; pero el sentido común siempre vería en un cuadro tal, con semejante rótulo, un embuste ridículo, una mentira bien ociosa.
Otro caso. Un señor, que sería el tipo de la hermosura si no tuviera un ojo huero, y una verruga en la nariz, y un lobanillo en la frente, y una cicatriz en los labios, va a retratarse; pero el retratista, por amor al modelo, o por adularle quizá, no reproduce en el lienzo ni el ojo huero, ni la verruga, ni el lobanillo, ni la cicatriz: antes al contrario, pinta dos ojos como dos luceros, y hasta exagera la corrección de los demás detalles de la cara. Concluida así la obra, quiere sorprender con ella a los deudos y amigos del retratado: examínanla atentamente, admiran todos la belleza del modelo; pero ninguno de ellos le conoce. ¿Puede el retratado, sin ser tonto de remache, deleitarse contemplando la supuesta imagen suya?
Pues bien: supongamos ahora que yo hubiera tenido ingenio bastante para componer un libro de leyendas poéticas y edificantes, llenas de madres resabidas y sentimentales, de padres eruditos y elocuentes, y de hijos galanes, trovadores y sensibles como los pastores de la Galatea; quiero imaginarme que, al pintar el concejo de mi tierra, hubiera arrojado de él al tío Merlín, y puesto por tema de discusión, en vez del que allí se ventiló bajo la impresión de una suspicacia casi estúpida y de una malicia lamentable, tal cual égloga de Virgilio o artículo del Código Penal, como para una asamblea de académicos escrupulosos o de sabios legisladores; supongamos que, en lugar de exhibir a la familia del tío Nardo vendiendo hasta las tejas para echar a América al niño Andrés con la esperanza de verle tornar un día rico e influyente, sin hacerse cargo de los infinitos ambiciosos montañeses que han perecido hambrientos y abandonados en aquellas regiones, hubiera pintado un indiano poderoso en cada casa, arrojando sin cesar talegas de onzas por la ventana y atando los perros con longaniza; supongamos también que, en vez del sencillo mayorazgo Seturas, hubiera presentado un patriarca venerable explicando, bajo los bardales de una calleja, las maravillas de la botánica y de la astronomía, deteniéndose extáticos, ante la majestad de su palabra, los tardos bueyes, los fieles canes y los rizados borregos; supóngase asimismo que, en lugar de admitir como base del carácter del campesino montañés el puntillo y la suspicacia, causa de tantos males en este país, donde todos los días es una verdad el paso de Las Aceitunas del buen Lope de Rueda le hubiese poblado de hombres infalibles y longánimos, sin más tribunales que el de la penitencia, ni otras leyes que las del Decálogo; supongamos, además, que, en lugar de Cafetera y de la nuera del tío Bolina, y de otros personajes ejusdem farinae que andan por el libro, hubiera presentado algo parecido a los marineritos que bailan en el teatro la tarantela napolitana, y a las bateleras del demimonde en las regatas del Sena; supongamos, en fin, que yo hubiera sido capaz de crear un país y un paisanaje con todos los primores que caben en la naturaleza y en la humanidad, y de sacar a la plaza pública esa creación con el título de Escenas Montañesas: ¿qué hubieran dicho entonces de ella esos mismos señores a quienes dedico estas líneas? De fijo: «Hombre, esto es muy bueno sin duda; pero tiene tanto de montañés como nosotros de turcos.»
Supongamos, si no, que, sin añadir en el retrato una sola belleza a las que tiene el original, me hubiera limitado a presentar las más libres de toda mácula local y, por ende, semejantes en todo a las de todos los pueblos sometidos al régimen estricto de la nueva civilización. Entonces hubieran dicho mis escrupulosos censores: «No encontramos en este libro a nuestro vecino, ni a nuestro concejo, ni la escuela en que aprendimos a leer, ni las fiestas de nuestros santos patronos, ni la rioja de nuestras tabernas, ni a los pescadores de nuestra costa, ni el maíz de nuestras mieses, ni las deshojas del maíz, ni el aire, ni el sol de nuestra hermosa campiña... Lo que aquí pasa, pasa también en cualquiera otra provincia de España, y estas costumbres lo mismo pueden llamarse montañesas que manchegas.»
Y en ambos casos habrían desdeñado el libro, y éste no hubiera corrido de mano en mano todos los rincones de la Montaña, ni a sus personajes se les hubiesen abierto todas las cocinas montañesas, como a gente de la casa, señal infalible de que es bueno el retrato en cuanto al parecido, por más que, como obra mía, no luzca primores de arte.
Pero supongamos ahora, y no es poco suponer (¡y vuelta a las suposiciones!), que los susodichos mis paisanos me conceden que todas las imperfecciones fisonómicas que aparecen en el cuadro existen en el original, y que al copiarle, con la mejor intención del mundo, me limité a cumplir estrictamente mi cometido de retratista escrupuloso; todavía me dicen: «Si creías que no podía hacerse de la Montaña un retrato de color de rosa, ¿para qué la retrataste? Y si la retrataste, ¿para qué expusiste al público el retrato?»
La retraté, señores míos, cediendo a una tentación más fuerte que mi voluntad; la misma que obliga al poeta a cantar a la naturaleza, y al músico a robarle sus dispersas armonías; impulso irresistible, incontrarrestable, quizá más que el que lanzó a algunos de vosotros hasta el otro lado del Atlántico en busca de soñados torrentes de acuñadas peluconas. Y le expuse al público, porque no juzgué ni juzgo a ningún español tan mentecato, que fuese ni sea capaz de creer a su país exento de achaques tan gordos como los que yo cito del mío, ni tan tonto que, si se los concediera, se forje la ilusión de que el vecino no los ha visto; le expuse al público, porque muchos de los vicios que pregona apenas excitan la compasión, algunos la risa, y los más, el escasísimo interés que haya podido prestarles el esmero, ya que no la destreza del pintor, y porque el más grave de ellos es, a Dios gracias, mucho más leve que el más insignificante de los consignados en la estadística viciosa de cualquier otra provincia de España; le expuse al público como se expone un cuadro de fotografías que ni son obscenas ni injurian a nadie: para que las vea aquel caballero y las juzgue... y las compre, si es posible; le expuse al público, en fin, en la confianza de que, aun en el caso de tropezar con jueces tan aprensivos, tan quisquillosos... tan montañeses como ustedes, podría responder, en abono de mi intención inmejorable: «Creo, con la mano sobre mi corazón, que exhibiendo resabios y picardías como las de tío Merlín, desdichas y miserias como las de la familia del Tuerto, preocupaciones funestísimas como las de la de tío Nardo, etc., etc., y poniendo a su lado estimables cualidades y méritos que no faltan en otros personajes del libro, se prueba mejor el patriotismo que con ostentosos vanos alardes de tan noble virtud; y que la Montaña perdería menos oyendo a los que, como yo, entre himnos entusiásticos a sus bellezas, dedican una cariñosa censura a muchas de sus curables imperfecciones, que a los que transigen con todas ellas a trueque de que nadie las vea.»
En cuanto al estilo más o menos irónico, más o menos alegre de la obra, ¡qué diablo! no es ella ninguna colección de elegías ni de sermones de Ánimas; a más de que cada hombre tiene el que Dios le concedió, y yo, al usar el que bajo este título me pertenece, malo y todo, le he creído preferible, por mío, al mejor de los prestados.
Y aquí debiera poner fin a este proemio, asaz enojoso para mí por el fin que lleva; mas no quiero dejar la pluma sin resarcirla del disgusto de escribirle, dedicándola un instante a más placentera ocupación. Sírvame, pues, en este momento, no del todo inoportuno, para dar un público testimonio de mi gratitud profunda a mi querido amigo Antonio de Trueba, cuyo solo nombre, puesto al frente de mi libro, embelleció sus innumerables defectos al ser admitido, no de mala gana, en la república literaria española; al inimitable autor de las Escenas Matritenses; al insigne poeta y sabio crítico, D. Juan Eugenio Hartzenbusch; al malogrado ingenio que dejó, por huella de su paso por el mundo, el monumento literario Ayer, Hoy y Mañana, y a otros escritores no menos discretos, y a la prensa periódica en general, cuyas felicitaciones conservo como prendas de inestimable valor; no porque de ellas me juzgue digno, sino porque las considero como otras tantas manos cariñosas que estrecharon la mía al acercarme por primera vez a una región donde la censura de los doctos enerva y el desdén mata.
Otra deuda no menos sagrada, que también quiero pagar, tengo con el público, especialmente el de la Montaña, que, aceptando mi buena intención y dispensándome los pecados de inexperiencia o de incapacidad, acogió las Escenas con una benevolencia que yo jamás me hubiera atrevido a esperar.
¡Quiera Dios que, al dar a luz esta segunda serie, no se arrepientan, público y escritores, de haberme aplaudido la primera!