Tierra de promisión/Tercera parte
TERCERA PARTE
I
- De pie sobre la cúpula del farallón lejano,
- mi espíritu con toda la inmensidad confina;
- y abriendo al infinito su clámide argentina,
- la inspiración se tiende sobre la luz del llano.
- Y avanza, y a los giros del vuelo soberano,
- del horizonte surgen, en serie paulatina,
- palmeras y vacadas, el río, la colina,
- y sigue ante mis ojos creciendo el meridiano.
- ¡Todo lo vi! Y entonces el pensamiento mío
- estrecha halló la atmósfera y el ámbito sombrío.
- Mas en el propio instante que mi rebelde anhelo
- soñó violar los soles silentes de otro mundo,
- desde la pampa intérmina vino un viento iracundo
- y elevó, con gran ruido, mis dos alas al cielo.
II
- Corneando el fresco matorral, arranca
- partidos gajos que al testuz entrega;
- y azotando el ijar, la cola juega
- como un cordón indócil sobre el anca.
- Luego asoma a la altísima barranca,
- tiende, lento, los ojos por la vega,
- y la humeante nariz de pronto riega
- un grato olor en la mañana blanca.
- Lo envuelve el sol en su vislumbre de oro;
- solemnemente lo contempla el toro.
- Y al ver que con gradual prolongamiento
- su móvil sombra en el gramal se estampa,
- al golpe de un bramido, con su aliento
- inciensa las novillas de la pampa.
III
- Atropellados, por la pampa suelta,
- los raudos potros, en febril disputa,
- hacen silbar sobre la sorda ruta
- los huracanes en su crin revuelta.
- Atrás dejando la llanura envuelta
- en polvo, alargan la cerviz enjuta,
- y a su carrera retumbante y bruta,
- cimbran los pindos y la palma esbelta.
- Ya cuando cruzan el austral peñasco,
- vibra un relincho por las altas rocas;
- entonces paran el triunfante casco,
- resoplan, roncos, ante el sol violento,
- y alzando en grupo las cabezas locas
- oyen llegar el retrasado viento.
IV
- Cuando apagan los vientos su arrebol de verano
- desfallece mi alma con la luz vespertina;
- y al mugir de los toros en la loma vecina,
- me contagia sus viejas pesadumbres el llano.
- Entre azules luciérnagas fosforece el pantano;
- a la diestra mi sombra vacilante camina,
- y ante el santo lucero de la tarde se inclina
- una palma, en la ceja del poniente lejano.
- Ya se quejan las ranas... El paisaje se esfuma,
- y en mi ser y en los campos va cayendo la bruma;
- sobre el cerro columbro de una hoguera el fanal,
- y al sentir que algo inmenso y angustioso me llena,
- lanzo un grito!... Y entonces, compartiendo mi pena,
- se remonta una garza del borroso juncal.
V
- Lóbrego, en alta noche, a paso lento
- regresa un toro por la pampa umbría
- y, husmeando el mustio pajonal, confía
- vagos mugidos al miedoso viento.
- Torvo, bajo el moriche corpulento
- afilando las astas, extravía;
- y al fin en la estrellada lejanía,
- surge como borroso monumento.
- Absorto en las ilímites sabanas,
- mira radiar las pléyades cercanas
- sobre las sienes del palmar suspenso...
- Después, hondo bramido de amargura,
- brusco silencio en la majada oscura,
- temblor de estrellas en el orbe inmenso!
VI
- El potro semental que se enlozana
- de campo y sol, en caluroso brote
- lanza a las yeguas del abierto lote
- su relincho, triunfal como una diana.
- Piafando por la estepa comarcana,
- tiende la crin para que el viento flote,
- enarca el cuello y al golpear del trote
- vibra en el pajonal la resolana.
- Radiante el ojo y el ijar convulso,
- gallardas curvas en el aire traza
- su dócil cola con febril impulso;
- y elevando las manos placenteras,
- cuando sobre la hembra se adelgaza,
- fecunda las olímpicas praderas.
VII
- Revestido con púrpuras de ocaso,
- voy, bajo un cielo de vibrante domo,
- como un rajah, sobre el paciente lomo
- de un tardo buey de elefantino paso.
- Franjada nube de mullido raso
- copia en las charcas su extenuado cromo;
- y las llanuras, de color de plomo,
- se van muriendo al resplandor escaso.
- Del buey solemne el asta inofensiva
- con los celajes últimos se aviva;
- bórranse las palmeras suplicantes,
- y lleno de feliz presentimiento,
- como los Magos, en la noche errantes,
- hacia la estrella del confín me oriento.
VIII
- Dando toques de alarma, se apresura
- a convocar la grey despavorida;
- y en la tremenda noche, su embestida
- rechaza al tigre en la maleza oscura.
- Amanece batiendo la espesura;
- y mientras torna con la nuca herida,
- se despeja el confín, y agradecida
- muge la gran vacada en la llanura.
- Llena de ardor, sobre la oliente grama
- opulenta novilla lo reclama;
- y cuando ante el asombro de los montes
- en un fecundo salto la violenta,
- refulge entre su enorme cornamenta
- el sol de los lejanos horizontes.
IX
- Con pausados vaivenes refrescando el estío,
- la palmera engalana la silente llanura;
- y en su lánguido ensueño, solitaria murmura
- ante el sol moribundo sus congojas al río.
- Encendida en el lampo que arrebola el vacío,
- presintiendo las sombras, desfallece en la altura;
- y sus flecos suspiran un rumor de ternura
- cuando vienen las garzas por el cielo sombrío.
- Naufragada en la niebla, sobre el turbio paisaje
- la estremecen los besos de la brisa errabunda;
- y al morir en sus frondas el lejano celaje,
- se abandona al silencio de las noches más bellas,
- y en el diáfano azogue de la linfa profunda
- resplandece cargada de racimos de estrellas.
X
- El toro padre –cuando sorda increpa
- la tempestad– con su pulmón vibrante,
- avanza, ronco, hacia el confín distante
- sorbiendo ventarrones en la estepa.
- Parte macollas de profunda cepa;
- reta las intemperies del Levante,
- y tras la brava nube retumbante
- los altos morros, rezongando, trepa.
- Después, ante la absorta novillada,
- revoluciona el polvo en la planada;
- se envuelve en nubes de color pardusco,
- y creyéndose el dios de los inviernos,
- brama, como tronando, y traza brusco
- un zig-zag de centellas con los cuernos.
XI
- Viajera que hacia el polo marcó su travesía,
- la grulla migratoria revuela entre el celaje;
- y en pos de la bandada, que la olvidó en el viaje,
- aflige con sus remos la inmensidad sombría.
- Sin rumbo, ya cansada, prolonga todavía
- sus gritos melancólicos en el hostil paisaje;
- y luego, por las ráfagas vencido su plumaje,
- desciende a las llanuras donde se apaga el día.
- Huérfana, sobre el cámbulo florido de la vega,
- se arropa con el ala mientras la noche llega.
- Y cuando huyendo al triste murmullo de las hojas
- de nuevo cruza el éter azul del horizonte,
- tiembla ante el sol, que, trágico, desde la sien del monte,
- extiende, como un águila, sus grandes alas rojas.
XII
- Hay una brisa de inefable ruido,
- que al bajar de la fértil serranía,
- por anunciarme su llegada, envía
- gratos perfumes de maizal florido.
- Disuelta sobre el llano estremecido,
- cual un extraño espíritu, me espía;
- y aunque mis ojos no la ven, podría
- reconocerla entre el palmar mi oído.
- Como un suspiro de la selva ausente,
- por disipar mis íntimas congojas,
- despeinando mi sien, besa mi frente;
- y a su blanda caricia femenina,
- tiembla de placidez, como las hojas,
- mi ser en la frescura matutina.
XIII
- La gentil calentana, vibradora y sumisa,
- de cabellos que huelen a florido arrayán,
- cuando danza bambucos entristece la risa...
- y se alegra el susurro de sus faldas de olán.
- Es más clara que el agua, más sútil que la brisa;
- el ensueño la llena de romántico afán,
- y en los llanos inmensos, a la luz imprecisa,
- tras las garzas viajeras sus miradas se van.
- Siempre el sol la persigue, la sonroja y la besa;
- con el alma del río educó su tristeza
- al teñir los palmares el postrer arrebol.
- ¡Oh, daré mis caricias a su boca sonriente,
- y los vivos rubores borrarán de su frente
- esa pálida huella de los besos del sol!
XIV
- El sordo escarabajo esmeraldino
- se dora en un matiz multicoloro:
- almendra de metal, ascua de oro,
- amatista de oriente solferino.
- Irisada la antena de platino,
- hace zumbar el élitro sonoro
- y raya, como flavo meteoro,
- con su vuelo el ambiente cristalino.
- Rozando la enrejada claraboya,
- brilla otra vez, cual vagabunda joya,
- y, cegado en su luz, se hunde en la viga;
- mas, tenuemente, al ocultarse, miro
- surgir desde la celda en que se abriga
- lampo sutil de nácar y zafiro.
XV
- Dejando en la resaca mi barqueta,
- bajo los platanales me extravío;
- y, echado en el silencio del sombrío,
- mi ser se aclara como el agua quieta.
- Perfumo mis nostalgias de poeta
- en el sagrado ambiente del plantío;
- recojo ensueños, y al tornar al río,
- queda vertiendo lágrimas la grieta.
- Con el alma impregnada de poleo,
- oigo gemir la triste chilacoa;
- humilde y solo en el playón me veo,
- y ya cuando al crepúsculo me embarco,
- por donde va pasando mi canoa,
- florecen las estrellas en el charco.
XVI
- La casa, llena de hongos y de esparto,
- vetusta rinde el paredón ruinoso;
- envejece el portal, y en el verdoso
- suelo, persigue arañas el lagarto.
- La carcoma termina su reparto;
- duerme en la viga un búho silencioso,
- y de noche, con eco pavoroso,
- muge una vaca lóbrega en un cuarto.
- Después arde el entierro... En el oscuro
- rincón, la llama azul tiembla en el muro;
- pasos entre la sombra... Con lejano
- rumor, rezan fantasmas lastimeros...
- y cuando el alba eclipsa los luceros,
- sale huyendo una niebla por el llano.
XVII
- Escueto y solo, donde el llano empieza,
- se tiende el cementerio campesino;
- y en la santa penumbra el vespertino
- viento, suspira... y la colmena reza.
- Nadie viola su mística tristeza,
- nadie! Y en el invierno peregrino
- se dobla alguna cruz ante el camino
- y amanece llorando la maleza.
- Ya de noche, unas vacas compasivas,
- haciendo misteriosas rogativas,
- se echan por calentar las sepulturas;
- y, convirtiendo al cielo sus ojazos,
- ven una cruz de estrellas, cuyos brazos
- se abren sobre las huérfanas llanuras.
XVIII
- Hay un agua salobre y solitaria,
- que al volcarse la rica cornucopia
- de la noche lunar, apenas copia
- borrones de celeste luminaria.
- Soñando en una fuente tributaria,
- huérfana vive en desolada inopia,
- y alza débil rumor, con esa propia
- humildad que enaltece a la plegaria.
- Entonces, bajo el oro del ocaso,
- alguna vaca de solemne paso
- atraviesa el yerbal de la comarca;
- y, adormeciendo la pupila oscura,
- besa con melancólica ternura
- la inconsolable linfa de la charca.
XIX
- Vibradora cigarra: con tu lírico empeño
- los veranos cantabas en la azul lejanía,
- y al temblor de tus alas resonantes, fulgía
- todo el sol en mis ojos y en el valle risueño.
- Y callabas al verme por el linde pampeño
- divagar, cuando el rayo moribundo del día,
- con las blondas palmeras que la tarde mecía
- tuve amores, y el llano me enseñaba el ensueño.
- Hoy que lánguidas brumas se vistió la pradera,
- algo espera mi alma sin saber lo que espera:
- que el sol brille, que vuelvas y en la luz te remontes.
- Ni siquiera un celaje sobre el páramo eterno...
- Como tú ya no cantas, ha venido el invierno
- y las mudas neblinas encanecen los montes.
XX
- Tornando de la zona ultramarina,
- sobre la leve ráfaga de enero,
- hoy ante el muro de pajizo alero
- empezó a revolar la golondrina.
- Trémula, en vano, con el ala endrina
- roza las grietas, y, al fulgor postrero,
- eleva su reclamo lastimero
- en la oquedad de la ventana en ruina.
- Punzada por la triste cantilena
- vi que la tarde se nubló de pena;
- y cuando el ave tras el bien perdido
- rasgó el azul del horizonte claro,
- contagiada del mismo desamparo
- mi alma también atardeció de olvido.
XXI
- Sintiendo que en mi espíritu doliente
- la ternura romántica germina,
- voy a besar la estrella vespertina
- sobre el agua ilusoria de la fuente.
- Mas cuando hacia el fulgor cerulescente
- mi labio melancólico se inclina,
- oigo como una voz ultradivina
- de alguien que me celara en el ambiente.
- Y al pensar que tu espíritu me asiste,
- torno los ojos a la pampa triste;
- ¡nadie!... Sólo el crepúsculo de rosa.
- Mas, ¡ay!, que entre la tímida vislumbre,
- inclinada hacia mí, con pesadumbre,
- suspira una palmera temblorosa.
XXII
- Bajo los gualandayes el remanso circula;
- y en la paz en que vibra la cigarra su antena,
- unas vacas solemnes entre el agua serena
- se han dormido al murmullo de la onda que ondula.
- El cristal transparente con sus sombras se azula;
- y entreabriendo los ojos mientras fulge la arena,
- ven girar una espuma de color de azucena
- que al redor de sus flancos besadora modula.
- Con la mansa caricia de su belfo cetrino
- desvanecen los copos en ligero naufragio;
- pero luego, en la hora del dolor vespertino,
- cuando en todas las playas el silencio se aumenta,
- ven, mugiendo, que flota como triste presagio
- un fulgor moribundo sobre el agua sangrienta.
XXIII
- Grabando en la llanura las pisadas,
- y ambos, uncida al yugo la cabeza,
- dos bueyes de humillada fortaleza
- pasan ante las tímidas vacadas.
- Por el pincho las pieles torturadas
- fruncen con una impávida entereza;
- y al canto del boyero, con tristeza
- revuelven las pupilas agrandadas.
- Mientras llora la rueda, el correaje
- chirría en los cuernos, y la ruta queda
- bordada, a trechos, de espumoso encaje;
- y ellos, bajo el topacio vespertino,
- parecen en la errante polvareda
- dos tardas pesadumbres del camino.
XXIV
- Sereno de humildad, la tarde gasto
- en rodear el potrero y la cañada,
- y al trote desigual de la vacada
- suena la seca amarillez del pasto.
- Braman luego las crías en el vasto
- corral, ante la puerta reforzada,
- y las vacas les tienden la mirada
- con un anhelo maternal y casto.
- Ya cuando acaba de morir la lumbre,
- siente el ganado ignota pesadumbre;
- y, echado en melancólica postura,
- advierte en el ápice del cerro,
- con agudos clamores, un becerro
- da el toque de silencio en la llanura.
XXV
- Mientras las palmas tiemblan, un arrebol ligero
- en solitarias ciénagas disuelve su rubí;
- todo se apesadumbra, y hacia lejano estero,
- sonroja en el crepúsculo sus alas un neblí.
- Algo desconocido del horizonte espero...
- ¡Vana ilusión! Nublóse la franja carmesí;
- ya suspiró la tierra bajo el primer lucero,
- y siento que otros seres lloran dentro de mí.
- Me borrará la noche. Mañana otro celaje;
- ¿y quién cuando yo muera consolará el paisaje?
- ¿Por qué todas las tardes me duele esta emoción?
- Mi alma, nube de ocaso, deja lo que perdura;
- y como es mi destino sufrir con la Natura,
- se apagan los crepúsculos entre mi corazón.
XXVI
- Cubre el silencio la bruñida arena
- que el ancho cauce al horizonte explaya;
- y allá en las selvas de azulina raya
- sube un cantar bajo la luna llena.
- Mientras la linfa su rumor serena,
- al par que el astro, la canción desmaya;
- y dulcemente en la brumosa playa
- se inunda el aire de ignorada pena.
- Junto al reflejo que la hoguera enciende,
- están los bogas con atento oído;
- ¡nadie escuchó lo que la noche entiende!
- Todos me ven con estupor, y en tanto
- que no perciben ni el menor ruido,
- sigue en mi absorto corazón el canto.