Tierra de promisión/Primera parte
PRIMERA PARTE
I
- Esta noche el paisaje soñador se niquela
- con la blanda caricia de la lumbre lunar;
- en el monte hay cocuyos, y mi balsa que riela
- va borrando luceros sobre el agua estelar.
- El fogón de la prora con su alegre candela
- me enciende en oro trémulo como a un dios tutelar;
- y unos indios desnudos, con curiosa cautela,
- van corriendo en la playa para verme pasar.
- Apoyado en el remo, avizoro el vacío,
- y la luna prolonga mi silueta en el río;
- me contemplan los cielos, y del agua al rumor
- alzo tristes cantares en la noche perpleja,
- y a la voz del bambuco que en la sombra se aleja,
- la montaña responde con un vago clamor.
II
- Un guadual que rumora mientras duerme el plantío;
- y en el cauce arenoso de corriente salvaje,
- solitaria en un tronco donde el tumbo hace encaje,
- una garza que sueña con las ondas del río.
- En sus plumas de raso se abrillanta el rocío;
- y después, cuando escruta, maliciosa, el paraje,
- alargando su cuello sobre el limpio oleaje,
- clava, inquieta, los ojos en el fondo sombrío.
- Es un pez nacarino que irisándose juega
- en la diáfana linfa del remanso callado;
- la enemiga acechante los plumones despliega,
- con asalto certero del cristal lo arrebata,
- y se eleva oprimiendo con el pico rosado
- un estuche de carne guarnecido de plata.
III
- Cerca del ancho río que murmura,
- en las arenas que el cenit rescalda
- vela el caimán, cuya rugosa espalda
- parece cordillera en miniatura.
- Viendo nadar sobre la linfa pura
- lustroso pato de plumaje gualda,
- como túrbido grano de esmeralda
- agranda el ojo entre la cuenca dura.
- Pérfidamente sumergido un rato
- en la líquida sombra, de repente
- aprietan sus mandíbulas al pato;
- entonces flota la dispersa pluma,
- abre un círculo enorme la corriente,
- y tiembla, sonrojándose, la espuma.
IV
- La selva de anchas cúpulas, al sinfónico giro
- de los vientos, preludia sus grandiosos maitines;
- y al gemir de dos ramas como finos violines
- lanza la móvil fronda su profundo suspiro.
- Mansas voces se arrullan en oculto retiro;
- los cañales conciertan moribundos flautines,
- y al mecerse del cámbulo florecido en carmines
- entra por las marañas una luz de zafiro.
- Curvada en el espasmo musical, la palmera
- vibra sus abanicos en el aura ligera;
- mas de pronto un gran trémolo de orquestados concentos
- rompe las vainilleras!... y con grave arrogancia,
- el follaje embriagado con su propia fragancia,
- como un león, revuelve la melena en los vientos.
V
- Cuando ya su piragua los raudales remonta,
- brinca el indio, y entrando por la selva malsana,
- lleva al pecho un carrizo con veneno de iguana
- y el carcaj en el hombro con venablos de chonta.
- Solitario, de noche, los jarales trasmonta;
- rinde boas horrendos con la recia macana,
- y, cayendo al salado, por la trocha cercana
- oye ruido de pasos... y al acecho se apronta.
- Ante el ágil relámpago de una piel de pantera,
- ve vibrar en lo oscuro, cual sonoro cordaje,
- los tupidos bejucos de feroz madriguera;
- y al sentir que una zarpa las achiras descombra,
- lanza el dardo, y en medio de la brega salvaje
- surge el pávido anuncio de un silbido en la sombra.
VI
- Amorosa y fecunda como el monte nativo,
- en la hamaca se mece bajo frescos palmares;
- o tendida en las pieles de lustrosos jaguares
- la perfuman los vientos del sonoro cultivo.
- Acendrando la magia de su ardiente atractivo,
- en el cuerpo se pinta voluptuosos lunares;
- y en sus sienes, al ritmo de los raros collares,
- juegan lánguidas plumas su reflejo más vivo.
- Afligida, en la loma, con los serios desnudos,
- la sorprenden las noches esperando al indiano
- que en las chambas acecha los tapires membrudos.
- Y hacia allá, mientras siente despertar los sinsontes,
- ve que algún meteoro rasga el éter lejano
- como lívida flecha que ilumina los montes.
VII
- Por saciar los ardores de mi sangre liviana
- y alegrar la penumbra del vetusto caney,
- un indio malicioso me ha traído una indiana
- de senos florecidos, que se llama Riguey.
- Sueltan sus desnudeces ondas de mejorana;
- siempre el rostro me oculta por atávica ley,
- y al sentir mis caricias apremiantes, se afana
- por clavarme las uñas de rosado carey.
- Hace luna. La fuente habla del himeneo.
- La indiecita solloza presa de mi deseo,
- y los hombros me muerde con salvaje crueldad.
- Pobre... ¡Ya me agasaja! Es mi lecho un andamio.
- mas la brisa y la noche cantan mi epitalamio
- y la montaña púber huele a virginidad.
VIII
- En la tórrida playa, sanguinario y astuto,
- mueve un tigre el espanto de sus garras de acero;
- ya venció a la jauría pertinaz, y al arquero
- reta con un gruñido enigmático y bruto.
- Manchas de oro, vivaces entre manchas de luto,
- en su felpa ondulante dan un brillo ligero;
- magnetiza las frondas con el ojo hechicero,
- y su cola es más ágil y su ijar más enjuto.
- Tras las verdes palmichas, distendiendo su brazo,
- templa el indio desnudo la vibrante correa,
- y se quejan las brisas al pasar el flechazo...
- Ruge el tigre arrastrando las sangrientas entrañas,
- agoniza, y al verlo que yacente se orea,
- baja el sol, como un buitre, por las altas montañas!
IX
- La resaca se extiende como fino damasco
- donde brillan los oros de la luz que despunta,
- y aquí, bajo las frondas que el guadual descoyunta,
- pescadores alegres, machacamos barbasco.
- Y de las atarrayas al ruidoso chubasco,
- bocachicos y pejes, el pavón, la corunta,
- van boqueando dispersos... pero el agua los junta
- y la fila plateada se recuesta al peñasco.
- Irguiendo, moribunda, las aletas dorsales,
- rasga la sardinata los sonoros cristales;
- y cuando se voltea bajo el rayo de sol,
- se enciende, como un cirio, el rubí de la escama,
- y entre peces flotantes, esa trémula llama
- contagia las espumas de un matiz tornasol.
X
- Pescadora de estrellas, una nutria recata
- en la noche sus ojos de fulgente berilo;
- y al bucear en el cauce de recóndito asilo,
- suena el agua profunda que los cielos retrata.
- Bajo círculos lentos, la furtiva pirata
- se sumerge en las grutas con nervioso sigilo;
- y al instante, robado del espejo tranquilo,
- un lucero diluye sus temblores de plata.
- Cuando al brillo del orto se encamina la estela,
- hiende líquidas franjas en la débil penumbra
- con su fino peluche de color de canela;
- y encendiendo matices sobre el tubo sonoro,
- un lingote de nácar en su boca relumbra
- como lánguida estrella de zafir y de oro.
XI
- Bajo el sol incendiario que los miembros enerva
- se abrillanta el estero como líquido estuco;
- duerme el bosque sonámbulo, y un ramaje caduco
- pinta islotes de sombra sobre un lienzo de yerba.
- El bochorno sofoca. Y en la grata reserva
- de un pindal enmallado, por florido bejuco,
- rumia un ciervo con vagas indolencias de eunuco
- mientras lame sus crías azoradas la cierva.
- Plegando los ijares, en la seca maraña,
- los acecha un cachorro de melena castaña;
- rápidos lo ventean y huyen por el rastrojo;
- yergue el león, rugiendo, la cerviz altanera,
- y humilde la montaña, por calmarle su enojo,
- tiende graves silencios a los pies de la fiera.
XII
- Entre el eco iracundo de ladridos violentos,
- sobre un rastro de dantas va la ronca jauría,
- por raudales trementes, por la chamba sombría,
- revolcando los montes y mordiendo los vientos.
- Son mis perros, veloces y de sangre sedientos,
- que iniciando, furiosos, su carrera de un día,
- pronto al sol alcanzaron en la azul serranía
- y en las sombras hundieron los hocicos sangrientos.
- Ya de noche, sacuden la maraña tupida;
- dan medrosos aullidos; a la danta rendida
- le devoran el vientre con titánica brega;
- y al tornar, silenciosos, por las breñas oscuras,
- perfumando sus pieles, todo el monte les riega
- una gran tufarada de piñuelas maduras.
XIII
- Persiguiendo el perfume de risueño retiro,
- la fugaz mariposa por el monte revuela,
- y en los aires enciende sutilísima estela
- con sus pétalos tenues de cambiante Zafiro.
- En la ronda versátil de su trémulo giro
- esclarece las grutas como azul lentejuela;
- y al flotar en la lumbre que en los ámbitos riela,
- vibra el sol y en la brisa se difunde un suspiro.
- Al rumor de las lianas y al vaivén de las quinas,
- resplandece en la fronda de las altas colinas,
- polvoreando de plata la florida arboleda;
- y gloriosa en el brillo de sus luces triunfales,
- sobre el limpio remanso de serenos cristales
- pasa, sin hacer sombra, con sus alas de seda.
XIV
- Soy un hijo del monte! Por su sitio más fresco
- busco, siempre cantando, la sonora colmena;
- y en las grutas silentes mi garganta se llena
- de panales nectáreos y de almendras de cuesco.
- Al salir de las ondas, con placer me adormezco
- sobre las hojarascas que mi perro escarmena;
- y al través de las ramas, en mi cara morena
- pone el sol de la tarde su movible arabesco.
- Inspirado en un sueño de ternuras lejanas,
- acaricio las flores; me corono de lianas,
- y los troncos abrazo con profunda emoción;
- que después, cuando a solas mi pensar reconcentro,
- busco el premio del monte, y en mi espíritu encuentro,
- el retoño florido de una dulce ilusión.
XV
- Sordo vuelo de abejas resplandece en la copa
- del follaje, agobiado por el boa sombrío;
- y meciendo las ramas, con procaz vocerío
- se desbandan los monos en elástica tropa.
- De la fértil mimbrera que los dindes arropa
- gruesos gajos desgránanse cual sonoro rocío;
- y en su busca, saliendo de las quiebras del río,
- gruñidora manada por la selva galopa.
- Coruscantes los ojos y la cola rastrera,
- un jaguar convulsivo tras los troncos espera
- replegando los nervios de la zarpa brillante;
- y con súbito golpe, bajo el salto violento,
- hace presa, y al trueno del rugido triunfante
- corre sobre los montes hondo estremecimiento.
XVI
- Sobre el musgo reseco la serpiente tranquila
- fulge al sol, enroscada como rica diadema;
- y en su escama vibrátil el zafiro se quema,
- la esmeralda se enciende y el topacio rutila.
- Tiemblan lampos de nácar en su roja pupila
- que columbra del buitre la asechanza suprema,
- y regando el reflejo de una pálida gema,
- silbadora y astuta, por la grama desfila.
- Van sonando sus crótalos en la gruta silente
- donde duerme el monarca de la felpa de raso;
- un momento relumbra la ondulante serpiente,
- y cuando ágil avanza y en la sombra se interna,
- al chispear de dos ojos, suena horrendo zarpazo
- y un rugido sacude la sagrada caverna.
XVII
- Un crepúsculo inmenso la imponencia realza
- de este río letárgico que en los montes se interna
- van silbando los bogas una música tierna
- y a sentir el paisaje, me reclino en la balsa.
- Entregado a la brisa, mi cabello se alza;
- en el agua un reflejo con las sombras alterna,
- y en el seno purpúreo de la linfa materna
- formo círculos amplios con mi planta descalza.
- Al pasar bajo un palio de flexibles guaduales,
- le disparo a una ardilla, que en los turbios cristales
- viene a dar, desgalgada de las trémulas frondas;
- listo un pez reluciente la sepulta en el charco,
- y al momento una guadua, doblegándose en arco,
- afligida se queda santiguando las ondas.
XVIII
- Embozado en la sombra se destaca
- el farallón: y la espesura inmensa,
- al borrarse el crepúsculo, condensa
- un rumor perfumado de albahaca.
- Algo se muere entre la fronda opaca;
- gime el paujil, la guacamaya piensa;
- lloran lánguidas voces, y en la densa
- quietud, boga un lucero en la resaca.
- Rendido ante el dolor de la penumbra,
- mi ser, que es una luz, se apesadumbra;
- después, con los murientes horizontes
- me voy desvaneciendo, me evaporo...
- y mi espíritu vaga por los montes
- como una gran luciérnaga de oro.