Theros
Capítulo VIII

de Benito Pérez Galdós

-Madrid es feliz -le dije-, si usted le abandona.

-No, porque allí dejo mis delegados, que son como yo misma.

Excuso decir que la señora, transformada por la noche, era la más grata compañera de viaje que puede concebirse. De tiempo en tiempo sus ojos despedían lívidos relámpagos, lo que me puso algo intranquilo; pero no pasó de ahí, y a la claridad que difundían sus miradas por todo el espacio, vi el Escorial, monte de arquitectura al pie de otro monte; vi los extensos pinares, cuyo bailoteo al paso de minueto me recordaba los olivos de Andalucía; traspasamos la alta sierra en cuyo término Santa Teresa ha dejado su imperecedera memoria sobre un caserío amurallado que parece montón de ruinas.

Arévalo, Medina, los graneros y las eras de Castilla, nos vieron pasar, y sobre el suelo amarilleaba la paja recién separada del grano. Pasábamos por los dormidos pueblos, que ni al estrépito del tren despertaban, y cuando avanzó la noche y aumentó el silencio de los campos, nuestro inmenso vehículo articulado parecía un gran perro fantástico que corría ladrando de provincia en provincia.

Valladolid la dormida se quedó a mano izquierda, obscura, grande, glacial, acariciada por su amante Pisuerga, que anhela y apenas lo consigue. Atravesamos luego los frescos viñedos y deliciosas huertas de Dueñas la troglodita, que vive en cuevas. Vino al poco rato Venta de Baños, que es un mesón puesto en una encrucijada de vías férreas en desierto campo. Torciendo ligeramente a la izquierda, tocamos en Palencia, ya inundada de sol, sin soltar jamás el manto de polvo que la cubre, y luego atravesamos la tierra de Campos, surcada por el arado de un cabo a otro, toda seca, llana, ardiente, verdadero mapa trazado sobre yesca. Ninguna montaña grande ni chica ha encontrado apetecibles aquellos sitios para fijar su residencia; ningún río caudaloso la ha escogido para pasearse en ella; ningún bosque arraiga en su suelo.

Más allá, arroyos y lagunas, en cuyo espejo se miran hileras de chopos, anuncian la frescura de próximos montes cuyas primeras estribaciones acomete el tren sin que le estorben rocas ni pantanos. Venciendo las grandes masas de la cordillera, que convidan a la ascensión, el tren se empeña en subir a Reinosa, la encapotada vecina de las nubes, y lo consigue.

Más allá un monte huraño se empeña en detenernos el paso. ¡Pueril terquedad! En castigo de su impertinencia es atravesado de parte a parte, y el tren pasa como la aguja por la tela. Después todo es fragosidad, aspereza, bosques en declive que se agarran a la tierra y a las rocas con sus torcidas raíces: arroyos que se precipitan gritando como chicos que salen de la escuela. Pero antes vimos el Pisuerga, un miserable hilo de agua, que describiendo más curvas que un borracho se dirige al Sur, y el Ebro, un niño que pronto será hombro, y marcha hacia Levante.

Nosotros marchamos con las aguas que van hacia el Norte. A poco de salir de aquel largo túnel, que parece una pesadilla, se nos presenta a la derecha un chicuelo juguetón que marcha a nuestro lado brincando, haciendo cabriolas, riendo y echando bromitas a todas las piedras y troncos que en su camino encuentra. Es el Besaya, un modesto río que nos acompañará gran trecho.

Mientras descendemos con no poco trabajo la gigantesca escalera de Cantabria, el pillete, en vez de trazar curvas como nosotros de monte a monte, baja a saltos, y le vemos en la hondura, riendo y jugando. Pero no quiere abandonarnos, y en Bárcena de pie de Concha se nos pone al lado izquierdo, y por todos aquellos valles y cañadas nos va dando conversación con mucha cortesía y sosegado estilo.

En una garganta tapizada de lozano verdor, hallamos las Caldas, una gran tina entre dos montañas, y poco más allá, agujereando montes y franqueando precipicios, salimos a un ancho y hermoso valle. Allí el Sr. Besaya se despide cortésmente de nosotros, pues su amigo (El Saja) le espera en Torrelavega para ir juntos a tomar baños de mar. Lo damos las gracias por su atención y seguimos.

Las praderas verdes y limpias a nada del mundo son comparadas en belleza; los bosques de castaños se extienden por las laderas, a cuya falda ricas huertas Y frondosos maizales recrean la vista y el ánimo con su lozanía. Atravesamos por entre rejas un gran río que dicen Pas, y poco después olemos el mar. Sin duda está cerca. Anúnciase en irregulares charcas, como dedos retorcidos; vemos después sus manos que agarran la tierra, y por último un enorme brazo que se introduce entre dos cordilleras.