Theros/VII
No bien hablamos concluido de comer, cuando la dama, enteramente transformada por todo aquel líquido que había metido entre pecho y espalda, empezó a hacer los más desaforados desatinos que pueden verse. Agitó primero las palmas de las manos, al modo de abanico, haciendo correr un aire cálido y seco que tostaba. Después rompió a reír con carcajadas estrepitosas de insensato, y cayó espantosa lluvia, que puso como nuevos a los parroquianos de aquel hermoso sitio, obligándoles a dispersarse. Corrió después la niña con tanta rapidez que parecía vendaval, rompiendo las bombas de vidrio, alzando las faldas a las señoras, arrebatando sus sombreros a los galanes, desgarrando el telón del teatro, doblando los árboles, haciendo gemir las ramas y cubriendo de hojas los mecheros del gas. No he visto dispersión tan precipitada, pánico tan horrible ni confusión más grande. ¡Y cómo reía la pícara al ver tales estragos! Yo procuraba calmarla, mas esto no era posible. Temí que la llevaran a la prevención por sus diabluras; pero la muy tunanta tuvo la suerte (como todos los pillos) de que no la viera la policía.
Después que desató sobre Madrid la importuna lluvia que tanto molestó a los paseantes, sopló a diestro y siniestro, y he aquí que comienza un frío seco y displicente que hace tiritar a todo el mundo. Estirando los cuellos de sus ligeros gabancillos, y abrigándose con pañuelos de la mano a falta de otra cosa, los madrileños corrían a sus casas, y gruñendo murmuraban: «¡Qué demonio de clima! ¡Maldito sea Madrid y quien aquí puso la corte de España!».
La misma autora de tantos desastres andaba con capa aquella noche burlándose de los cortesanos y de su cólera. Yo no pude contenerme y le eché en cara su conducta, diciéndole que no me parecía propio de personas bien educadas molestar al prójimo y turbar diversiones lícitas.
Echose a reír de nuevo, y me dijo que en Madrid no pasaba semana sin hacer alguna travesura de aquel jaez; que la alegría de la capital y su constante humor de bromas era contagiosa, por lo cual ella no podía resistir a la tentación de dar chascos; que se complacía en deshacer la fiesta, en trastornar el tiempo, en soltar los fríos del Norte después de sofocantes horas, y que se divertía mucho viendo el descontento de la gente madrileña. Añadió que no pudiendo eximirse de asistir a francachelas y comilonas, la obligaban a empinar el codo, y que una vez alterado el sentido, hacia las mayores locuras, casi sin darse cuenta de ellas.
Yo le dije que la veía camino de Leganés si se repetían sus pesadas bromas; pero ella, riendo de mi enfado, me contestó que al día siguiente el calor sería más insoportable.
Así fue en efecto, por lo cual tomó las de Villadiego hacia el Norte, metiéndome en el tren al pie de la montaña del Príncipe Pío: y he aquí que no había andado dos metros la máquina, cuando mi compañera y amiga tomaba asiento junto a mí.