Thaïs. La cortesana de Alejandría: IV


III EL EUFORBIO



Pafnucio estaba de regreso en el santo desierto. Cerca de Atribis había tornado el barco que subía por el Nilo con víveres para el monasterio del abad Serapión. Cuando desembarcó le salieron al encuentro sus discípulos, con grandes demostraciones de alegría. Unos alzaban los brazos al cielo: otros, prosternados en tierra, besaban las sandalias del abad. Porque sabían ya lo que había realizado el santo en Alejandría. Así era cómo los monjes recibían ordinariamente, por maneras desconocidas y rápidas, los avisos que interesaban a la seguridad y a la gloria de la Iglesia. Las noticias corrían por el desierto con la rapidez del simún.

Y mientras Pafnucio hundía sus pies en los arenales, sus discípulos le seguían con alabanzas al Señor. Flaviano, que era el más antiguo de sus hermanos, impulsado de pronto por un piadoso delirio, se puso a cantar un cántico inspirado:

`'¡Bendito día! ¡He aquí que se nos devuelve a nuestro padre! ¡Vuelve a nosotros, cargado de nuevos méritos, cuyo premio nos será tenido en cuenta!

"Porque las virtudes del padre son la riqueza de los hijos y la santidad del abad embalsama las celdas.

"Pafnucio, nuestro padre, acaba de dar a Jesucristo una nueva esposa.

"Ha cambiado, por su arte maravilloso, a una oveja negra en una oveja blanca.

"Y he aquí que vuelve a nosotros cargado de nuevos méritos. "Semejante a la abeja de la Arsinótida, que liba el néctar de las flores.

Comparable al carnero de Nubla, que apenas puede soportar el peso de su abundante lana.

¡Para celebrar este día, sazonaremos nuestras viandas con aceite!" En el umbral de la celda del abad se pusieron todos de rodillas y dijeron:

—¡Que nuestro padre nos bendiga, y nos dé a cada uno la ración de aceite para festejar su regreso!

Nada más Pablo el Simple continuó en pie; y preguntaba: "¿Quién es ese hombre?", sin reconocer a Pafnucio. Pero nadie se preocupó de lo que decía, porque su falta de inteligencia era tan notoria, como era infinita su piedad.

El abad de Antinoo, retirado en su celda, reflexionaba:

"Por fin he recobrado el asilo de m¡ reposo y de mi felicidad. Regresé a la ciudadela de mi contento. ¿De qué proviene que este querido techo de cañas no me acoge como amigo, y que las paredes no me digan: "¡Bien venido seas!"? Desde que me fui, nada varió en esta morada predilecta. Están aquí mi mesa y mi lecho. Aquí está la calavera que me inspiró tantos pensamientos saludables, y este es el libro donde tan a menudo he buscado las imágenes de Dios. Sin embargo, no encuentro nada de lo que dejé. Las cosas se me aparecen tristemente despojadas de lo que me atraía en ellas, y creo verlas hoy por primera vez. Esta mesa y este lecho, que tiempo atrás construyeron mis manos, esa calavera descarnada, esos rollos de papiros cubiertos con las palabras que Dios me dictó, me parecen los muebles de un difunto. Después de haberlos conocido tanto, no los reconozco. ¡Ay! Puesto que, en realidad, nada ha cambiado en torno mío, seré yo el que ha

dejado aquí de ser quien era. Soy otro. ¡Soy el difunto! ¿Qué ha sido de mí? ¡Dios mío! ¿Qué se ha llevado el que ya no es? ¿Qué me ha dejado? ¿Quién soy?"

Sobre todo, le preocupaba encontrar, a pesar suyo, pequeña la celda, cuando al medirla con los ojos de la fe debiera parecerle inmensa, puesto que allí empezaba el infinito de Dios.

Después de rezar, con la frente en el suelo, recobró algo de gozo. Apenas llevaba una hora de oración cuando la imagen de Tais cruzó ante su vista, y mostróse agradecido a Dios.

"¡Jesús!, eres tú quien me la envía. Reconozco en ello tu inmensa bondad; quieres que me tranquilice, me serene y me reconforte con la presencia de la que puse a tu amparo, y ofreces a mis ojos su sonrisa, que ya no provoca; su gracia, ya inocente: su belleza, cuyo aguijón he arrancado. Para complacerme, Dios mío, me la ofreces tal como yo la he adornado y purificado para ti, como un amigo recuerda, sonriente, a su amigo el agradable regalo que de él recibió. Por esto miro a esa mujer con agrado, seguro de que su imagen viene de ti. Quieres recordarme que te la he dado, Jesús mío. Guárdala, puesto que te place, y, sobre todo, no permitas que sus encantos brillen para otros; haz que sólo sean para Ti."

No le fue posible dormir en toda la noche, y veía más claramente a Tais de como la vio en la gruta de las Ninfas. Se dio cuenta de ello, y dijo:

"Lo que hice, lo hice para la gloria de Dios."

Pero le sorprendía hondamente sentir inquietud en su corazón, y suspiraba:

"¿Por qué, alma mía, estás triste y por qué me turbas?"

Y en su alma rebosaba la inquietud. Treinta días pasó en aquel estado de tristeza, presagio de pruebas terribles. La imagen de Tais no le abandonaba ni de día ni de noche. No intentó ahuyentarla, porque no puso en duda la intervención divina y firmemente la supuso imagen de una santa. Pero una mañana le visitó en sueños, con la cabellera ceñida por una corona de violetas, y tan provocativa en su dulzura, que Pafnucio gritó espantado y despertó cubierto de un sudor frío. Cuando aún tenía los ojos cerrados por el sueño, sintió como un aliento húmedo y ardiente que le rozaba las mejillas; y un pequeño chacal, con las dos manos apoyadas en la cabecera del lecho, le acercaba su fétida respiración a la nariz y reía guturalmente.

Pafnucio sintió un inmenso asombro al parecerle que una torre se hundía bajo sus pies, y en realidad caía desde lo alto de su confianza derrumbada. Estuvo largo rato sin poder hilvanar sus pensamientos, y cuando hubo recobrado sus facultades la meditación acrecentó sus preocupaciones, y se dijo:

"Una de dos: o bien esta visión, como las precedentes, me la mandaba el Cielo y fue mi perversidad nativa lo que la malogró, como el vino se agria en un recipiente impuro (he trocado indignamente la edificación en efecto escandaloso y he dado así al chacal diabólico una inmensa ventaja) o bien esa visión procedía del diablo y no de Dios, y era empecatada. En este caso, no me quedaría otro remedio que dudar si las anteriores tuvieron, según creí, celestial origen; y para redimir este juicio me falta el discernimiento indispensable a un asceta. En los dos casos, Dios me impone un alejamiento de su gracia, cuyo efecto está claro, pero no está claro el motivo que lo determinó."

Así razonaba, y se preguntaba con angustia:

"Justo Dios, ¿qué pruebas reservas a tus servidores, si las apariciones santificadas son un peligro para ellos? ¡Dame a conocer, con un signo inteligible, lo que proviene de Ti y lo que proviene del otro!"

Y como Dios, cuyos designios son impenetrables, no juzgó conveniente iluminar a su servidor. Pafnucio, hundido en la duda, resolvió no pensar más en Tais. Pero su resolución resultaba estéril. La ausencia no le abandonaba. Era testigo permanente de sus lecturas, de sus meditaciones, de sus rezos, de sus arrobos; y su aproximación ideal iba precedida de un rumor ligero, como el que produce la tela de un vestido de mujer que roza el suelo al andar. Aquellas visiones tenían una exactitud que no muestran las realidades, por naturaleza movedizas y confusas, mientras que los fantasmas procedentes de la soledad traen profundos caracteres y ofrecen una fijeza poderosa. Se le aparecía de diferentes maneras: ya cavilosa, ceñida la frente por su postrer corona perecedera, vestida como en el banquete de Alejandría, con un traje color malva bordado con flores de plata; ya voluptuosa, envuelta en la nube de sus velos ligeros y bañada por la tibia luz de la gruta de las Ninfas; ya piadosa y radiante, bajo el sayal, con un júbilo celeste; ya trágica, los ojos anegados en el horror de la muerte y el pecho desnudo, sin más adorno que sangre de su corazón herido. Lo que más 1e inquietaba en esas visiones era que las coronas, las túnicas, los velos que sus manos habían quemado, pudiesen de tal modo aparecer nuevamente. Creía indudable que aquellos objetos tenían un alma imperecedera, y exclamaba:

"¡He aquí de qué modo las almas innumerables de los pecados de Tais vienen a mí!"

Cuando volvía la cabeza estaba Tais a su espalda y no sentía menos inquietud. Sus angustias eran crueles; pero como su alma y su cuerpo permanecían puros entre las tentaciones, confiaba en Dios y se lamentaba con ternura:

¡Dios mío!, cuando fui en su busca, tan lejos entre los gentiles, lo hice para entregártela, no para mí. No considero justo que yo sufra por lo que hice por Ti. Protégeme, dulce Jesús mío, mi Salvador. ¡Sálvame! No permitas que el fantasma logre lo que el cuerpo no ha conseguido. Cuando he triunfado de la carne, no toleres que la sombra me venza. Comprendo que me hallo ahora más en peligro que nunca me hallé. Veo con espanto que tienen los sueños más poder que la realidad. ¿Y cómo podría ser de otro modo, cuando son los sueños una realidad superior? Son las almas de las cosas. El mismo Platón es cierto que fue idólatra, pero reconocía una existencia propia en las ideas. En ese banquete de los demonios donde me acompañaste, Señor, vi a hombres, en verdad, manchados por los crímenes, pero evidentemente no desprovistos de inteligencia; de acuerdo en que se nos presentan en la soledad, en la meditación y en el éxtasis objetos verdaderos; y tu Escritura, Dios, atestigua muchas veces la virtud de los sueños y la fuerza de las visiones formadas unas veces por Ti, magnífico Dios, y otras veces por tu adversario."

Había en él un hombre nuevo, que razonaba con Dios, y Dios no se daba prisa en iluminarlo. Sus noches eran solamente una prolongada soñación, y sus días no se distinguían de las noches. Una mañana se despertó entre suspiros tan hondos como los que brotan a la luz de la luna de las tumbas donde yacen las víctimas del crimen. Se le había presentado Tais, y le mostraba sus pies ensangrentados. Mientras él lloraba, ella se había deslizado en su lecho. Ya no era posible dudar: las imágenes de Tais eran imágenes impuras.

Con el corazón rebosante de repugnancia saltó del lecho envilecido y ocultó el rostro entre las manos para no ver la luz del día. Pasaban las horas sin librarle de su vergüenza. Por primera vez de muchos días atrás, Pafnucio estaba solo. Por fin había desaparecido el fantasma, pero hasta su ausencia era espantable. Nada podía borrar en su imaginación la huella de aquel ensueño. Y reflexionaba horrorizado:

"¿Cómo no la rechacé? ¿Cómo no pude librarme del contacto de sus brazos fríos y de sus rodillas ardorosas?"

Ya no se atrevía a pronunciar el nombre de Dios cerca de aquel lecho abominable, y temió que por estar profana su celda los demonios entrasen en ella libremente a cualquier hora. Sus temores no le engañaban. Los siete pequeños chacales, retenidos en otro tiempo en el umbral, penetraban en fila y se fueron a meter debajo del lecho. A la hora de vísperas compareció el octavo, cuyo olor era infecto. Al día siguiente, un noveno se unió a los otros, y pronto hubo allí treinta; luego, sesenta; después, ochenta. Eran menores a medida que aumentaba su número, y llegaron a tener el tamaño de ratas. Cubrían el suelo, el lecho y el escabel. Uno de ellos, que había saltado al anaquel corrido sobre la cabecera del lecho, estaba con las cuatro patas juntas encima de la calavera y miraba al monje con los ojos encendidos. A diario acudían más chacales.

Para expiar la abominación de su pesadilla y huir de los pensamientos impuros, Pafnucio resolvió dejar su celda, ya inmunda, y entregarse en pleno desierto a inauditas austeridades, á singulares trabajos, a obras novísimas. Pero antes de realizar su propósito decidió avistarse con el anciano Palemón para pedirle consejo.

Lo encontró en su huerto. Regaba sus lechugas al declinar la tarde. Corría el Nilo azul junto a las colinas violeta. El santo varón andaba despacio para no espantar a una paloma que se había posado sobre su hombro.

—El Señor —dijo— sea contigo, hermano Pafnucio. ¡Admira su bondad! Me envía los animales que ha creado para que yo me distraiga con ellos y les hable de sus obras, para que se le glorifique ante las aves del cielo. Mira esta paloma: repara en los cambiantes matices de su cuello y di si no es una bella obra de Dios. Pero... ¿no tienes, hermano mío, que hablarme de algún piadoso asunto? Si es así dejaré de regar para atenderte.

Pafnucio refirió al anciano su viaje, su regreso, las visiones de sus días, los sueños de sus noches, sin omitir el ensueño criminal y la invasión de los chacales.

—¿No piensas, padre mío —añadió—, que debo hundirme en el desierto para entregarme a trabajos extraordinarios y vencer al demonio con mis austeridades?

—No soy más que un pobre pecador —respondió Palemón—, y conozco poco a los hombres por haber pasado toda mi vida en este huerto con las gacelas, los lebratos y los pichones. Pero me parece, hermano mío, que tu mal viene sobre todo de que pasaste, sin transición, de las agitaciones del siglo a la calma de la sociedad. Esos bruscos cambios suelen ser perjudiciales a la salud del alma. Te ocurre, mi hermano, lo mismo que a un hombre que sufre casi a la vez un ardoroso calor y un frío intenso. La tos le agita y la fiebre le atormenta. En tu lugar, hermano Pafnucio, lejos de retirarme de pronto a un espantoso desierto, buscaría las distracciones convenientes a un santo abad. Visitaría los monasterios próximos. Los hay admirables, según es su fama; el del abad Serapión contiene, me han dicho, mil cuatrocientas treinta y dos celdas, y los monjes allí están distribuidos en tantas legiones como letras hay en el alfabeto griego. Incluso aseguran que se observan ciertas relaciones sobre el carácter de los monjes y la figura de las letras que los designan, y que, por ejemplo, los que están colocados bajo la Z tienen el carácter tortuoso, mientras que los legionarios puestos bajo la 1 tienen el espíritu perfectamente derecho. Si estuviera yo en tu lugar, hermano mío, no descansaría hasta ver una institución tan maravillosa. Ni dejaría de estudiar las constituciones de las diversas comunidades que se hallan esparcidas sobre las riberas del Nilo, con el propósito de compararlas entre sí. Tales deben ser los cuidados convenientes a un religioso como tú. Acaso no ignoras que el abad Efrén ha redactado reglas espirituales de mucha belleza. Con su permiso podrías copiarlas, tú que eres hábil escriba. Yo no sabría cómo hacerlo, y mis manos, acostumbradas a manejar la azada, no tendrían la ligereza que se necesita para guiar sobre el papiro la delgada caña del escritor. Pero tú, hermano mío, posees el conocimiento de las letras y es preciso que se lo agradezcas a Dios, porque no hay nada tan admirable como una hermosa escritura. El trabajo de copista y el de lector ofrecen grandes recursos contra los malos pensamientos. Hermano Pafnucio, ¿por qué no pones por escrito las enseñanzas de nuestros padres Pablo y Antonio? Poco a poco recobrarás en esos piadosos trabajos la paz del alma y de los sentidos. La soledad volverá a serte grata y te sentirás animado para reanudar los trabajos ascéticos que practicabas en otro tiempo y que tu viaje interrumpió. No hay que prometerse inmenso fruto de una penitencia excesiva. En el tiempo en que nuestro padre Antonio estaba entre nosotros, tenía costumbre de decir: "El exceso de ayunos produce debilidad y la debilidad engendra la inercia. Hay monjes que arruinan su cuerpo con abstinencias indiscretamente prolongadas. Puede decirse de estos que se hunden el puñal en el seno y se entregan inermes al poder del demonio." Así hablaba el santo varón Antonio. Yo no soy más que un ignorante, pero con la gracia de Dios he retenido las palabras de nuestro padre.

Pafnucio se mostró agradecido a Palemón y le prometió meditar sus consejos. Al traspasar el cierre de cañas que limitaba el huertecito, volvió la cabeza y vio al buen hortelano que regaba sus lechugas, mientras la paloma se mecía sobre su hombro, y al observarlo sentía deseos de llorar.

De regreso en su celda encontró allí un extraño hormiguero. Eran como granos de arena removidos por un vendaval furioso, millaradas de chacales diminutos. Aquella noche vio en sueños una alta columna de piedra rematada por una figura humana, y oyó una voz que decía: "¡Sube a esa columna!"

Y al despertar, seguro de que aquella soñación se la procuró el cielo, reunió a sus discípulos y les habló así:

—Bien amados hijos míos, me alejo de vosotros para ir a donde Dios me envía. Durante mi ausencia, obedeced a Flaviano como si fuese yo mismo, y cuidad de nuestro hermano Pablo. Benditos seáis. Adiós.

Mientras él se alejaba permanecieron todos prosternados en tierra. Y al ponerse en pie vieron su figura como una sombra negra en el horizonte de los arenales.

Anduvo día y noche hasta llegar a las ruinas de un templo construido antaño por los idólatras y en el que había dormido entre los escorpiones y las sirenas cuando emprendió su viaje maravilloso. Los muros, cubiertos de signos mágicos, se mantenían firmes. Treinta gigantescos fustes rematados por figuras de rostros humanos o por flores de loto apoyaban enormes vigas de piedra. Tan solo en el extremo del antiguo templo una de aquellas gráciles columnas había desprendido su carga v se mostraba libre y sola. Su capitel era una cabeza de mujer de rasgados ojos, mofletuda, risueña, con la frente coronada por dos cuernos de buey.

Al verla. Pafnucio reconoció la columna de su ensueño, y calculó aproximadamente su altura de treinta y dos codos. En un pueblo próximo encargó una escalera de suficiente longitud, y cuando la tuvo arrimada a la columna subió al capitel, se arrodilló y dijo al Señor:

—Esta es, Dios mío, la morada que me aconsejaste. Deseo permanecer aquí, en tu gracia, hasta la hora de mi muerte.

No había llevado provisiones, tan confiado en la Providencia divina como seguro de la caridad humana. Y acertó; porque al día siguiente, hacia la hora nona, ya fueron algunas mujeres con sus hijos a llevarle pan, dátiles y agua pura, que los muchachos le subieron.

No era bastante ancho el capitel para echarse a lo largo, de manera que dormía Pafnucio con las piernas cruzadas y la cabeza sobre el pecho, y así, el sueño era para él más fatigoso que la vigilia; al amanecer, los gavilanes, que le rozaban con sus alas, le despertaban con angustia y espanto.

Como el carpintero que hizo la escalera era temeroso de Dios, conmovido al ver al santo expuesto al sol y a la lluvia, y temeroso de que pudiera caerse mientras dormía, con piedad inmensa construyó sobre la columna un tejadillo y una balaustrada.

El suceso de una existencia tan maravillosa circulaba por el poblado. Los labradores del valle iban, el domingo, con sus mujeres y sus hijos a visitar al estilita. Los discípulos de Pafnucio, enterados ya del sublime retiro, fueron donde él y obtuvieron el favor de construirse cabañas al pie de la columna. Cada mañana se ponían en círculo alrededor y el maestro les exhortaba con reflexiones edificantes:

—Hijos míos —les decía—, conservaos semejantes a los niños que Jesús amaba. En la inocencia está la salud. El pecado de la carne es fuente y principio de todos los pecados; nacen de él como de un padre. El orgullo, la avaricia, la pereza, la cólera v la envidia, con su posteridad indudable. Sabed lo que vi en Alejandría: Vi a los ricos arrastrados por el vicio de la lujuria, que, semejante a un río de cauce fangoso, los empujaba al amargo abismo.

Los abades Efrén y Serapión, enterados de aquella novedad, quisieron verlo con sus propios ojos. Y al divisar a lo lejos, sobre el río, la blanca vela que los conducía hacia él, Pafnucio no pudo sustraerse a la idea de que Dios le había erigido para ejemplo de los solitarios. Llegados allí, los dos santos abades no disimularon su sorpresa, y después de hablarse quedaron de acuerdo en censurar una penitencia tan excesiva, y exhortaron a Pafnucio para que renunciase a prolongarla.

—Tal género de vida es contrario al uso —decían—, es único y se sale de toda regla.

Pero Pafnucio les objetó:

—¿Qué es la vida monacal sino una vida prodigiosa? Y los trabajos del monje, ¿no deben ser singulares como él mismo? Por una indicación de Dios estoy donde me veis, y sólo otra indicación suya me haría renunciar.

Todos los días llegaban religiosos para unirse a los discípulos de Pafnucio, y se construían abrigos en torno a la ermita aérea. Varios de ellos, para imitar al santo, se izaron sobre los escombros del templo, pero la censura de sus hermanos y lofatigoso de su empresa les hizo renunciar a tales prácticas.

Afluían los peregrinos. Algunos acudían desde muy lejos, y llegaban hambrientos y sedientos. A una pobre viuda se le ocurrió venderles agua fresca y sandías. Al pie de la columna, detrás de sus cacharros de arcilla, sus tazas y sus frutas, bajo un toldo con listas azules y blancas, pregonaba: "¿Quién quiere beber?" Animado por el ejemplo de la viuda, un panadero llevó ladrillos y construyó un horno con la esperanza de vender panes y pasteles. Como la muchedumbre de visitantes aumentaba sin cesar y desde las principales poblaciones de Egipto acudían forasteros, un hombre, ávido de ganancias, construyó un edificio capaz de alojar a los señores con sus criados, sus camellos y sus mulos. Pronto hubo allí, ante la columna, un mercado, al que los pescadores del Nilo llevaban sus peces y los hortelanos sus verduras. Un barbero, que afeitaba al aire libre, alegraba a la multitud con sus graciosas ocurrencias. El antiguo templo, dormido años y años en el silencio y la paz, despertó con los ajetreos y los rumores innumerables de la vida. Los figoneros transformaban en bodegas los subterráneos y clavaban en los antiguos pilares muestras encabezadas con la imagen del santo varón Pafnucio, sobre la siguiente inscripción en griego y en egipcio: "Se vende aquí vino de granadas, de higos y la verdadera cerveza de Cilicia." Sobre los muros, con relieves de figuras antiguas, los vendedores colgaban guirnaldas de cebollas y de pescados ahumados, liebres y corderos. Por la noche, los antiguos habitantes de las ruinas, las ratas, huían en largas filas hacia el río, mientras los ibis, inquietos, estiraban el cuello y posaban una pata insegura sobre las cornisas. hacia las que ascendían, con la humareda de las cocinas, las voces de los bebe

dores y los gritos de las sirvientas. Alrededor, los agrimensores trazaban calles, los albañiles construían conventos, capillas, iglesias. Al cabo de seis meses existía una ciudad, con su cuerpo de guardia, su tribunal, su cárcel y su escuela, regida por un viejo escriba ciego.

Incesantemente llegaban peregrinaciones. Los obispos acudían, admirados; el patriarca de Antioquía, residente por entonces en Egipto, fue con todo su clero. Aprobó plenamente la conducta extraordinaria del estilita, y los jefes de las iglesias de Libia siguieron, en ausencia de Atanasio, el sentimiento del patriarca. Sabido esto por los abades Efrén y Serapión, fueron a ofrecer sus excusas, a los pies de Pafnucio, por su primitiva desconfianza, y Pafnucio les respondió:

—Sabed, hermanos míos, que la penitencia que cumplo casi no compensa las tentaciones que me son enviadas y cuyo número y tenacidad me asombran. Un hombre, visto desde fuera, es pequeño, y desde lo alto del pedestal donde Dios me ha traído, veo a los seres humanos agitarse como las hormigas. Pero considerado por dentro, el hombre es grande como el mundo, y contiene al mundo en su pensamiento. Lo que se descubre ante mí, esos monasterios, esas hospederías, esas barcas sobre el río, esos pueblos, y lo que se ve a lo lejos, campos, canales, arenales y montañas, todo eso nada es comparado con lo que hay en mí. Llevo en mi corazón ciudades innumerables y desiertos ilimitados. El mal, el mal y la muerte, extendidos sobre la inmensidad, la cubren como la noche cubre la tierra. Yo soy todo un vasto universo de maléficas inclinaciones.

Hablaba de ese modo porque el deseo de la mujer perduraba en él. Al séptimo mes acudieron de Alejandría de Bubastis y de Sais mujeres que, largo tiempo estériles, confiaban en obtener hijos por la intercesión del santo y la virtud de la columna. Frotaban contra la piedra sus vientres infecundos. Luego llegaron innumerables carros, literas, parihuelas, que se detenían, se amontonaban, se empujaban, bajo el nombre de Dios. Aparecían lisiados cuya presencia horrorizaba. Las madres presentaban a Pafnucio sus hijos, ya mayores, con las piernas torcidas, los ojos en blanco, la boca espumante, cascada la voz, y él extendía sobre cada uno las manos. Los ciegos se aproximaban con los brazos tendidos y levantaban la cabeza con dos cavidades sanguinolentas. Los paralíticos le mostraban su inmovilidad abrumadora, su flacura mortal y el repugnante retorcimiento de sus extremidades: los cojos le presentaban su pata de palo, y los cancerosos, al arañárselo con ambas manos, descubrían el pecho carcomido por un buitre invisible. Mujeres hidrópicas, al ser dejadas en el suelo, parecían odres recién descargados. Y Pafnucio les daba a todos su bendición. Nubios inválidos por la lepra elefantina se adelantaban con torpe andar; le miraban con ojos llorosos, y él hacía sobre ellos la señal de la cruz. Le presentaron sobre una camilla a una muchacha de Afroditópolis, la cual, después de haber escupido sangre, llevaba tres días de profundo sueño. Parecía una figura de cera, y sus padres, que la daban por muerta, le pusieron una palma encima del pecho. Pafnucio le rezó una oración, y la muchacha movió la cabeza y abrió los ojos.

Como las gentes no dejaban de comentar y enaltecer los milagros del santo, los infelices que padecían la dolencia llamada por los griegos "mal divino" acudían desde los más lejanos parajes de Egipto en verdaderas legiones, y apenas veían de lejos la columna, sentíanse atacados de convulsiones, se revolcaban por el suelo, se desazonaban frenéticos o se constreñían apáticos. Y era lo increíble que todos los presentes, agitados a su vez por un violento delirio, repetían las contorsiones de los epilépticos. Monjes y peregrinos, hombres y mujeres, se revolcaban, se golpeaban contra el suelo y tragaban puñados de tierra, mientras Pafnucio, desde su columna, sentía estremecimientos angustiosos y clamaban en imploraciones a Dios.

—Soy el macho cabrío mensajero y tomo sobre mí las impurezas de todos, por lo cual, Señor, invaden mi cuerpo los espíritus infernales.

Cada vez que un enfermo se iba restableciendo, los presentes lo aclamaban y le seguían como a un triunfador, sin dejar de repetir:

—Acabamos de ver otra fuente de Siloc.

Centenares de muletas rodeaban ya la columna milagrosa; mujeres agradecidas al beneficio que hallaron, colgaban en ella coronas e imágenes votivas. Los griegos escribían dísticos ingeniosos, y como cada peregrino grababa su nombre, pronto estuvo la piedra cubierta, hasta la altura de un brazo tendido, por una infinidad de caracteres latinos, griegos, coptos, púnicos, hebreos, siríacos y mágicos.

Cuando llegaron las fiestas de Pascua, hubo en aquella ciudad milagrosa afluencia de gente, y los ancianos lo consideraban como un renacer de los tiempos antiguos. Allí se mezclaban y confundían la vestidura egipcia, de llamativos colores, el albornoz arábigo, la toga de anchos pliegues de los romanos, los sayos y las bragas rojas de los bárbaros y las túnicas franjeadas con oro de las cortesanas. Pasaban mujeres con velo, sobre sus asnos, precedidas por eunucos negros, que a palos desbrozaban el camino. Sobre una alfombra extendida, realizaban los titiriteros trabajos de gimnasia y destreza, rodeados por un círculo de público atento. Los encantadores de serpientes, con los brazos en alto, desarrollaban sus cinturones vivos. Aquella muchedumbre brillaba, centelleaba, levantaba polvo, charlaba, clamaba, atronaba. Las imprecaciones de los camelleros que golpeaban a sus bestias, los gritos de los mercaderes que vendían amuletos contra la lepra y el mal de ojo, la salmodia de los monjes, que cantaban versículos de la Escritura, los maullidos de las mujeres atacadas por la crisis profética, el canturreo de los mendigos, que repetían viejas canciones de harén, el balido de los corderos, el rebuznar de los asnos, las voces de los marineros que anunciaban la partida; tantos rumores y ruidos confusos armaban un estrépito ensordecedor, en el que sobresalía el estridente pregón de los negritos desnudos, vendedores de dátiles recién cogidos.

Y todos aquellos seres de índole tan varia, se asfixiaban bajo un cielo blanquísimo, en un ambiente denso, cargado con los perfumes de las mujeres, el hedor de los negros, la humareda de las fritangas y las emanaciones de las resinas que las devotas compraban a los pastores para quemarlas en honor al santo.

Llegada la noche, por todas partes encendían hogueras, antorchas, linternas, y pululaban figuras rojizas junto a las blancas o negras, en la oscuridad. Erguido, y rodeado por un grupo de oyentes en cuclillas, un anciano, con el rostro alumbrado por humeante farol, refería cómo en otro tiempo Bitiu encantó su corazón, se lo arrancó del pecho, lo puso en una acacia y luego se transformó en árbol. Gesticulaba, y sus gestos, proyectados en la sombra, adquirían deformaciones risibles, mientras el auditorio, maravilloso, lanzaba gritos de admiración. En las tabernas, los bebedores, tendidos sobre los divanes, pedían cerveza y vino. Danzarinas, con los ojos pintados y el vientre desnudo, representaban ante ellos escenas religiosas y lascivas. A cierta distancia, los jóvenes jugaban a los dados o a la morra, y los viejos se acoplaban en la oscuridad con las prostitutas. Independiente, sobre aquellas formas inquietas, se alzaba la inmutable columna; la cabeza de los cuernos de vaca tenía los ojos fijos en la oscuridad, y, sobre ella, Pafnucio velaba entre el cielo y la tierra. De pronto apareció la luna en al opuesta orilla del Nilo, semejante al hombro desnudo de una diosa. Las colinas resplandecieron, bañadas de luz, y Pafnucio creía ver la carne de Tais brillar entre las claridades de las aguas y entre los zafiros de la noche.

Pasaba el tiempo y el santo seguía sobre su columna. Cuando llegó la época de las lluvias, el agua inclemente, a través de las grietas del tejadillo, empapó su cuerpo; sus brazos y sus piernas, entumecidos, le hacían imposible toda movilidad. Quemada por el sol, enrojecida por el rocío, su piel se cubría de úlceras devoradoras. Pero el deseo de Tais le consumía interiormente, y le hacía exclamar:

—¿No es aún bastante, Dios poderoso? ¡Más tentaciones! ¡Más pensamientos inmundos! ¡Más monstruosos deseos! ¡Señor, haz que venga sobre mi toda la lujuria de los hombres, para que yo la expíe! Si es falso que Argos, el perro de Ulises, tomó sobre sí los pecados del mundo, según le oí decir a cierto forjador de imposturas, esa fábula contiene, a mi ver, un oculto sentido, cuya exactitud ahora reconozco. Porque, ciertamente, las inmundicias de los pueblos entran en el alma de los santos para perderse en ella como en un pozo. También las almas de los justos se ven abrumadas con más fango del que jamás contuvo el alma de un pecador. Y te glorifico, Dios mío, por haber hecho de mí el albañal del Universo.

Alzóse un día en la ciudad santa un interesante rumor, que llegó hasta los oídos del asceta. Un elevado personaje, uno de los hombres más ilustres, el prefecto de la flota de Alejandría, Lucio Aurelio Cotta, va a llegar, viene, se aproxima.

La noticia era exacta. El viejo Cotta, salido para inspeccionar los canales y la navegación del Nilo, había manifestado en varias ocasiones el deseo de ver al estilita y la nueva ciudad, a la que daban el nombre de Estilópolis. Una mañana, los estilopolitaons vieron el río cubierto de velas. A bordo de una galera dorada, y revestido de púrpura, apareció Cotta, seguido de su flotilla. Echó pie a tierra y se adelantó con un secretario, que llevaba sus tablillas, y su médico, Aristeo, con quien le agradaba conversar.

Tras él iba su séquito numeroso, y la plaza se cubrió de túnicas y de distintivos militares. A poca distancia de la columna se detuvo y fijó la mirada en el estilita, a la vez que enjugaba el sudor de su frente con un pliegue de la toga. Era un espíritu curioso, y muy observador en sus largos viajes. Acariciaba los recuerdos, y tenía el propósito de escribir, después de la Historia púnica, un libro que refiriera todo lo digno de recordación que había observado. Pareció que le interesaba mucho el espectáculo que tenía ante los ojos.

—¡Esto es algo muy singular! —decía, mientras sudaba y resoplaba—. Y, circunstancia digna de ser anotada, ese hombre fue mi huésped. Sí. Ese monje cenó en mi casa el año pasado, y después raptó a una comedianta.

Volviéndose hacia su secretario, prosiguió:

—Hijo, anótalo en mis tablillas: y también las dimensiones de la columna, sin olvidar la figura del capitel.

Y después de enjugarse de nuevo la frente:

—Personas dignas de fe me han asegurado que un año ha subió nuestro monje a esa columna, sin abandonarla desde entonces ni un momento. Aristeo, ¿es posible?

—Muy posible, si se trata de un loco o de un enfermo —respondió Aristeo—. Pero sería imposible para un hombre sano de cuerpo y de espíritu. ¿No sabes, Lucio, que a veces las enfermedades del alma y del cuerpo comunican a los pacientes energías de que no disfrutan los hombres sanos? A decir verdad, realmente no hay ni una buena ni mala salud. Sólo hay diferentes estados del organismo. A fuerza de estudiar lo que llaman enfermedades, he llegado a considerarlas como las formas necesarias de la vida. Me gusta más estudiarlas que combatirlas. Las hay que no se pueden observar sin admiración, y ocultan, bajo un aparente desorden, armonías profundas, y, evidentemente, no faltas de belleza. Por ejemplo, una fiebre cuartana. Con frecuencia, las afecciones del cuerpo determinan una exaltación súbita de las facultades del espíritu. Tú conocías a Creón. De niño, era tartamudo y tonto. Pero después de habérsele partido el cráneo al caer desde lo alto de una escalera, llegó a ser el hábil abogado que todos conocemos. Preciso es que tu monje se halle atacado en alguno de sus órganos internos. Por otra parte, su existencia presente no es tan singular como supones. Lucio; acuérdate de los gimnosofistas de la India, que pueden conservar una inmovilidad completa, no solamente a lo largo de un año, sino durante veinte, treinta y cuarenta años.,

—¡Por Júpiter! —exclamó Coita—. ¡Esto es una enorme aberración! Porque nacimos para actuar, y la inercia es un crimen imperdonable, puesto que se comete en perjuicio del Estado. Ignoro a qué principio atribuir una práctica tan funesta. Es verosímil que pueda proceder de ciertos cultos asiáticos. En el tiempo en que yo era gobernador de Siria, vi falos erigidos sobre los propileos de la ciudad de Hera. Un hombre sube allí dos veces al año y permanece durante siete días. El pueblo está convencido plenamente de que tal hombre conversa con los dioses y obtiene de la Providencia divina la prosperidad de la nación. Consideré desprovista de fundamento esa costumbre, pero no hice nada contra ella, porque opino que un buen administrador, lejos de abolir los usos de los pueblos, debe asegurar su observancia. No es atributo del Gobierno imponer las creencias; debe dar facilidades a las que existen, y que, buenas o malas, fueron impuestas por el carácter de las épocas, de los lugares y de las razas. Si trata de combatirlas, se muestra revolucionario, por espíritu tiránico en sus actos, y es justamente aborrecido. Por añadidura, ¿cómo es posible mantenerse libre de las supersticiones del vulgo, si no se comprenden ni se toleran? Aristeo, mi opinión es que dejen a ese nefelococigio en paz y en el aire, sólo expuesto a los ultrajes de los pájaros. No es por la violencia como se le convencería; sino en atención a sus pensamientos y a su fanatismo.

Cotta respiró satisfecho; puso la mano en el hombro de su secretario

—Muchacho, anota que algunas sectas religiosas consideran recomendable raptar cortesanas y vivir sobre las columnas. Puedes añadir que tales costumbres imponen un culto de las divinidades genésicas. Pero, ya en ese aspecto, debemos interrogarle, y él nos lo dirá.

Levantó la cabeza; se llevó una mano a la frente para defender sus ojos de los rayos del sol y dijo a voces:

—¡Hola, Pafnucio! Si recuerdas que fuiste mi huésped, respóndeme. ¿Qué haces ahí? ¿Por qué subiste y por qué no bajaste? ¿Acaso a la columna en que te asientas le atribuye tu espíritu alguna significación fálica?

Pafnucio tuvo en cuenta el paganismo de Cotta, y no se molestó en contestarle. Pero Flaviano, su discípulo, se aproximó para decir:

—Ilustrísimo señor, este santo varón padece por los pecados del mundo y cura las enfermedades.

Aristeo movió la cabeza.

—Es posible que cure mejor que yo ciertas enfermedades, por ejemplo, la epilepsia, llamada vulgarmente "mal divino", aunque todas las enfermedades sean igualmente divinas, porque todas proceden de los dioses. Pero la causa de semejante dolencia radica en la imaginación, y reconocerás, Lucio, que ese monje, así encaramado sobre una cabeza de dios, se impone a la imaginación de los enfermos con mucha más energía de la que yo dispongo inclinado en mi oficina sobre mis morteros y sobre mis redomas. Hay fuerzas, Lucio, infinitamente más poderosas que la razón y que la ciencia.

—¿Cuáles? —preguntó Cotta. —La ignorancia y la locura —respondió Aristeo.

—Rara vez he visto algo más curioso de lo que veo en este instante —repuso Cotta—, y quisiera que un día un hábil escritor relatara la fundación de Estilópolis. Pero los espectáculos más raros no deben retener más tiempo del que conviene a un hombre grave y laborioso. Vamos a inspeccionar los canales. ¡Adiós, buen Pafnucio! Mejor dicho, ¡hasta la vista! Si alguna vez bajas a la tierra y vuelves a Alejandría, te ruego que no dejes de ir a cenar a mi casa.

Esas palabras, oídas por los presentes pasaron de boca en boca y publicadas por los adeptos, añadían incomparable esplendor a la gloria de Pafnucio. Piadosas imaginaciones las adornaron y transformaron, y llegó a decirse que el santo, desde su elevada columna, había convertido al prefecto de la flota a la fe de los apóstoles y de los padres de Nicea. Los creyentes daban a las últimas palabras de Lucio Aurelio Cotta un sentido figurado; en sus labios, la cena a que aquel personaje había invitado al asceta se convertía en santa comunión, en espiritual ágape o en banquete celestial. Decían que en el momento en que Cotta, después de larga discusión, había manifestado la verdad, un ángel bajado del cielo enjugó el sudor de su frente. Añadían que el médico y el secretario del prefecto de la flota le habían seguido en su conversión. Y, ante un milagro tan notorio, los diáconos de las principales iglesias de Libia redactaron las actas auténticas. Puede decirse, sin exageración, que desde entonces el mundo entero se sintió dominado por el ansia de ver a Pafnucio, y que tanto en Occidente como en Oriente todos los cristianos volvían hacia él sus deslumbrados ojos. Las más ilustres ciudades de Italia enviaron embajadores, y el César de Roma, el divino Constante, que sostenía la ortodoxia cristiana, le escribió una carta, que los legados le entregaron con un suntuoso ceremonial. Pero una noche, mientras la ciudad surgida a sus pies dormía en el rocío, oyóse una voz que decía:

—Pafnucio, tú eres ilustre por tus obras y poderoso por tu palabra. Dios te ha elegido para su gloria y te concede la facultad de hacer milagros, curar enfermedades, convertir idólatras, iluminar a los pecadores, confundir a los arrianos y establecer la paz de la Iglesia.

Pafnucio respondió:

—¡Cúmplase la voluntad de Dios! La voz repuso:

—Levántate, Pafnucio, y ve a encontrar en su palacio al impío Constante, quien lejos de imitar la sabiduría de su hermano Constancio, favorece el error de Arrío y de Marco. ¡Ve! Las puertas de bronce se abrirán para ti y tus sandalias resonarán sobre el pavimento de oro de las basílicas ante el trono de los Césares, y tu voz temible ablandará el corazón del hijo de Constantino. Reinarás sobre la Iglesia pacificada y poderosa, y de igual modo que el alma guía al cuerpo, la Iglesia gobernará el Imperio. Estarás colocado por encima de los senadores, de los condes y de los patricios. Acallarás el hambre del pueblo y la audacia de los bárbaros. Al saber el viejo Cotta que tú eres el principal en el gobierno, pretenderá el honor de lavarte los pies. A tu muerte, llevarán tu cilicio al patriarca de Alejandría, y el gran Atanasio, encanecido en la gloria, lo besará como la reliquia de un santo. ¡Ve!

Pafnucio respondió:

—¡Cúmplase la voluntad de Dios! Enderezóse con mucha dificultad, ya dispuesto a poner los pies en la escalera; pero la voz, que adivinaba su pensamiento, le dijo:

—Sobre todo, no bajes así. Esto sería postrarse como un hombre vulgar y desconocerlos recursos de que dispones. Mide mejor tu poder, angélico Pafnucio. Un santo de tu importancia debe tender el vuelo por los aires. Arrójate. Ahí están los ángeles, para sostenerte. ¡Arrójate ya! Pafnucio respondió:

—¡Que la voluntad de Dios reine sobre la tierra, y los cielos! Balanceó sus largos brazos, extendidos como las alas desplumadas de un enorme pájaro enfermo. Iba a lanzarse, cuando de pronto resonó en su oído una risa infernal. Espantado, preguntó:

—¿Quién se ríe de ese modo?

—¡Ah! ¡Ah! —chilló la voz—. Solo estamos en el comienzo de nuestras relaciones, pero trabarás un día más íntimo conocimiento conmigo. Amado Pafnucio, fui yo quien te hizo encaramar en la columna, y debo testimoniarte mi alegría por la docilidad con que diste satisfacción a mis deseos. ¡Pafnucio, estoy contento de ti!

Pafnucio murmuró con voz estrangulada por el miedo: —¡Atrás, atrás! Te reconozco; eres el que se llevó a Jesús sobre el pináculo del templo para mostrarle todos los reinos de este mundo. Consternado, se desplomó sobre la piedra.

¿Cómo no lo he reconocido antes? —pensaba—. Más miserable que esos ciegos, esos sordos, esos paralíticos confiados en mí, llegué a perder sentido de las cosas sobrenaturales, y más depravado que los maniáticos que comen arcilla y se acercan a los cadáveres, ya no distingo los clamores del infierno de las voces del cielo. He perdido hasta el discernimiento del recién nacido, que llora cuando le arrancan del seno de su nodriza, del perro que olfatea el rastro de su amo, de la planta que se vuelve hacia el sol. Soy juguete del demonio. Satanás me trajo aquí. Al traerme sobre este capitel, la lujuria y el orgullo subían conmigo. No es la grandeza de mis tentaciones lo que me consterna; también Antonio, sobre su montaña, las sufrió parecidas, y claramente veo que sus espadas atraviesan mi carne a los ojos de los ángeles. Incluso he llegado a amar mis torturas, pero Dios calla, y su silencio me sorprende. Me abandona; cuando no tengo más que a El, me deja solo; en el horror de su ausencia, ¡me huye! Quiero correr a su encuentro. Esta piedra me quema los pies. He de alejarme pronto en busca de Dios."

Se acercó a la escalera, que seguía apoyada en la columna; posó en ella los pies. Al bajar un peldaño se encontró cara a cara con la cabeza de la bestia, que le sonreía extrañamente, y comprendió que aquel sitio, donde había creído hallar su reposo y su gloria, era el invento diabólico de su turbación y de su condenación. Bajó apresura do todos los escalones, y al verse en el suelo advirtió que se tambaleaba, porque sus pies habían perdido la costumbre de pisar tierra. Pero al sentir sobre su cuerpo la sombra de la columna maldita, los obligó a correr. Todo en torno dormía. Cruzó, sin ser visto, la gran plaza, rodeada de tabernas, de figones y de posadas, y tomó una callejuela que salía a las colinas líbicas. Un perro le seguía y ladraba. No se detuvo hasta llegar a las primeras arenas del desierto. Avanzó _Por la comarca, donde no había más camino que la ruta de animales selváticos. Dejó atrás las cabañas abandonadas por los monederos falsos, y sostuvo toda la noche y todo el día una fuga desolada.

Por fin, próximo a espirar de hambre, de sed y de fatiga, ignorante aún de si Dios estaba lejos, descubrió una ciudad silenciosa que se extendía a derecha y a izquierda, hasta perderse en la púrpura del horizonte. Las construcciones, aisladas y semejantes una a otras, parecían pirámides truncadas a mitad de su altura. Eran tumbas. Tenían las puertas desencajadas, y en su oscuridad interior se veían lucir los ojos de las hienas y de los lobos, que allí daban a mamar a sus cachorritos, mientras los muertos yacían sobre el umbral, despojados por los ladrones y roídos por las fieras. Después de atravesar esa fúnebre ciudad, Pafnucio cayó extenuado ante una tumba que se alzaba aparte, cerca de una fuente rodeada de palmeras. Aquella tumba estaba muy adornada, y como no tenía puerta, se veía desde el exterior un recinto con las paredes pintadas, del que se habían posesionado numerosas serpientes.

—Esta es —murmuró— mi morada elegida; el tabernáculo de mi arrepentimiento y de mi penitencia.

Y al entrar allí, ahuyentó con el pie a los reptiles y quedó prosternado sobre las losas durante dieciocho horas, al cabo de las cuales fue a la fuente y bebió en el hueco de su mano. Después cogió dátiles y algunas ramas de loto, cuyos granos comió. Reflexionando que tal género de vida era saludable, lo aceptó como norma de su existencia. De la mañana hasta la noche no levantaba la frente de la piedra.

Pero una tarde, mientras se hallaba prosternado, oyó una voz que decía:

—Contempla esas figuras, para instruirte.

Alzó la cabeza y vio en las paredes de la habitación pinturas que representaban escenas rientes y familiares. Era una obra antiquísima y de maravillosa exactitud. Veíanse cocineros con las mejillas completamente hinchadas, que soplaban el fuego; otros desplumaban ocas o hacían cocer cuartos de corderos en marmitas. Más lejos, un cazador traía sobre los hombros una gacela acribillada de flechazos. Más allá, campesinos ocupados en sembrar, en segar, en trillar. En otra parte, mujeres que bailaban al son de las violas, de las flautas y del arpa. Una muchacha tocaba la tiorba. La flor de loto brillaba en sus negros cabellos bien trenzados, y la transpariencia del vestido traslucía sus formas virginales. En flor su pecho y su boca. Sus hermosos ojos miraban de frente sobre un rostro a medio perfil. Era una figura deliciosa. Después de mirarla, Pafnucio bajó los ojos y respondió a la voz:

—¿Por qué me ordenaste ver esas imágenes? ¿Sin duda, representan las terrestres jornadas del idólatra, cuyo cuerpo descansa aquí, bajó mis pies, en el fondo de un pozo, en un ataúd de negro basalto? Recuerdan la vida de un muerto, y a pesar de sus vivos, colores, solo son sombras de una sombra. ¡La vida de un muerto! ¡Oh vanidad!

—Está muerto, pero vivió —repuso la voz—, y tú morirás y no habrás vivido.

A partir de es día, Pafnucio ya no tuvo un momento de reposo. La voz le hablaba sin cesar. La tocadora de tiorba, con sus ojos de largas pestañas, lo miraba fijamente, y también le habló:

—Mírame, soy misteriosa y bella. Ámame para satisfacer en mis brazos el amor que te atormenta. ¿De qué te vale temerme? No podrás evitarme. Soy la belleza de la mujer. ¿Dónde prensas huirme, insensato? Siempre te sorprenderá mi presencia. En el brillo de las flores, en la gracia de las palabras, en el vuelo de las palomas, en los saltos de las gacelas, en la fuga ondulante de los arroyos, en las claridades de la luna. Y si cierras los ojos, volverás a encontrarla dentro de tí. El hombre que aquí duerme hace mil años, envuelto en vendas sobre un lecho de piedra negra, me oprimió contra su corazón. Hace mil años que recibió el último beso de mis labios. Y aún perfuma su boca en el sueño eterno. Sabes muy bien quién soy. ¿Cómo no me has reconocido? Contempla en mí una de las innumerables encarnaciones de Tais. Eres un monje instruido y muy adelantado en el conocimiento de las cosas. Has viajado, y en viaje se aprende mucho. Con frecuencia, un día en que nos ausentemos nos ofrece más novedades que diez años en los que no salimos de casa. Sin duda oíste decir que Tais en otro tiempo ya vivió en Esparta con el nombre de Helena. Tuvo en Tebas Hecatompilas otra existencia. Y la Tais de Tebas fui yo. ¿Cómo no lo has adivinado? Mientras vivía tomé sobre mí una gran parte de los pecados del mundo; y ahora, reducida en este lugar al estado de sombra, me siento aún en condiciones de tomar sobre mí tus pecados, monje querido. ¿Por qué te sorprendes, cuando ya debieras estar seguro de que, vayas por donde vayas, encontrarás a Tais en tu camino?

Pafnucio se golpeaba la frente

contra la losa y sollozaba con espanto. Cada noche la tocadora de tiorba se desprendía de la pared, se le aproximaba para hablarle en voz clara y amoroso aliento. Y como el santo varón resistía a las tentaciones con que le provocaba, le dijo:

—Ámame: cede, amigo mío; porque mientras te resistas te atormentaré. No sabes lo que perdura el empeño de una muerta. Aguardaré, si es necesario, a que hayas muerto. Como soy maga, sabré hacer entrar en tu cuerpo sin vida un espíritu que lo animará de nuevo y que no me negará lo que ahora te pido. Imagina, Pafnucio, lo extraño de tu situación, cuando tu alma bienaventurada vea desde lo alto del cielo su propio cuerpo entregarse al pecado. Dios, que ha prometido devolverte ese cuerpo después del Juicio Final y de la consumación de los siglos, se verá contrariado. ¿Cómo instalar en la gloria celestial una forma humana habitada por un demonio y conservada por una bruja? No has pensado en esa dificultad. Es posible que Dios tampoco pensara en ello. Aquí, entre nosotros, no es muy sutil Dios. La más sencilla hechicera le engaña fácilmente, y si no tuviera los truenos y las cataratas del cielo, hasta los chiquillos de las aldeas le tirarían de las barbas. Verdad es que tiene menos talento que la vieja serpiente, su adversario. ¡Esta sí que fue artista maravillosa! Mi belleza se debe a lo que trabajó ella para lucirme. Sus enseñanzas me adiestraron y aprendí a trenzar mis cabellos y hacer que mis dedos parezcan de rosa y mis uñas de ágata. No la conociste bien. Al buscar un refugio en esta tumba echaste con el pie a las serpientes que aquí estaban, sin preocuparte de saber si eran de su familia, y aplastaste sus huevos. Me parece, pobre amigo mío, que traes entre manos un mal asunto. Ya te habían advertido de que era cómica y enamorada. ¿Qué has hecho? Te has enemistado con la ciencia, con la belleza, y te has hundido en la mayor desdicha. Jehová no acude a socorrerte. Ni es probable que acuda. Como El es todo, no le queda espacio donde moverse, y si se moviera con su menor movimiento se derrumbaría toda la Creación. Mi bello ermitaño ¡dame un beso!

No ignoraba Pafnucio los prodigios operados por las artes mágicas; y reflexionaba con profunda inquietud:

"Acaso el muerto enterrado a mis pies conozca las palabras escritas en el misterioso libro que permanece oculto no lejos de aquí, en el fondo de una tumba regia. Por la virtud de esas palabras los muertos recobran la forma que tuvieron sobre la tierra y ven la luz del sol y la sonrisa de las mujeres.

Lo que le daba miedo era que la tocadora de tiorba y el muerto pudieran juntarse como en vida, y que él los viera unirse. A veces creía percibir el suave roce de los besos.

Todo le turbaba, y en la ausencia de Dios temía tanto pensar como sentir. Cierta noche, cuando estaba prosternado, según su costumbre, una voz desconocida le dijo:

—Pafnucio, hay sobre la tierra más pueblos de los que imaginas, y si te mostrase lo que yo he visto, te morirías de espanto. Hay hombres que llevan sobre la frente un ojo único. Hay hombres que solo tienen una pierna y andan a saltos. Hay hombres que cambian de sexo, y hembras que se convierten en machos. Hay hombres árboles que hunden sus raíces en tierra, y hay hombres sin cabeza, con dos ojos, una nariz y una boca sobre el pecho. ¿Crees de buena fe que Jesucristo haya muerto por la salud de esos hombres?

Tuvo otra visión: una potente luz; anchurosa calzada, jardines y arroyos; y sobre la calzada, Aristóbulo y Quereas pasaban al galope de sus caballos siríacos, y el alegre ardor

de la carrera ruborizada las mejillas de los dos jóvenes. Bajo un pórtico. Calícrates declamaba versos; el orgullo satisfecho temblaba en su voz y brillaba en sus ojos. En el jardín, Zenotemis cogía las manzanas de oro y acariciaba a una serpiente de alas azules. Vestido de blanco y cubierto con una mitra refulgente. Hermodoro meditaba bajo un árbol sagrado, florecido con cabecitas de bello perfil, tocadas como las diosas de los egipcios, con buitres, gavilanes o con el brillante disco de la luna; mientras que, sentado en el pilón de una fuente, Nicias estudiaba sobre una esfera armilar el movimiento armonioso de los astros.

Luego se acercó al monje una mujer velada, que llevaba en la mano una rama de mirto, y le dijo:

—Mira, unos buscan la belleza eterna y ponen el infinito en su vida efímera. Otros viven sin grandes pensamientos. Pero precisamente por abandonarse a la vida glorifican al soberano artífice de las cosas. Porque el hombre es un himno de Dios, todos ellos piensan que la dicha es inocente y que les está permitida la alegría. Por tanto, si ellos tuvieran razón, Pafnucio, ¡qué engañado habrías vivido!

Y la visión se desvaneció.

Así fue como Pafnucio se vio tentado sin tregua en su carne y en su espíritu. Satanás no le dejaba un instante de sosiego. La soledad de aquella tumba estaba más poblada que un barrio de populosa ciudad. Los demonios reían allí con enormes carcajadas, y millones de larvas, de ficciones y de sombras, realizaban el simulacro de todos los trabajos de la vida. Cuando iba por la noche a la fuente, los sátiros revueltos con las faunesas danzaban a su alrededor y lo arrastraban en sus rondas lascivas. Los demonios no le temían ya, y le abrumaban con mofas, injurias obscenas y golpes. Un día, un diablo de menguada estatura le hurtó la cuerda con que se ceñía los riñones.

Y él meditaba:

"Pensamiento, ¿adónde me has llevado?"

Se decidió a emprender un trabaja manual, con objeto de procurar a su espíritu el descanso que necesitaba. Cerca de la fuente, los plátanos de anchas hojas crecían a la sombra de las palmeras. Cortó algunos tallos que llevó a la tumba, donde los aplastó con una piedra para reducirlos a delgados filamentos, conforme Jo hacían los cordeleros. Porque se propuso fabricar una cuerda en sustitución de la que el diablo le había hurtado. Aquello hizo sentir a los demonios alguna contrariedad; se calmaron los estrépitos y hasta la solista de torba renunció a la magia para quedarse tranquilamente pintada sobre la pared. Pafnucio, embebecido con su tarea, tranquilizaba su ánimo y su fe.

—"Con la ayuda del Cielo —se decía— domaré la carne. En cuanto al alma, conservar su esperanza. En vano los demonios y esa condenada quisieran inspirarme dudas acerca de la naturaleza de Dios. Les respondería por boca del Apóstol Juan: "En el principio fue el Verbo, y el Verbo era Dios." Eso es lo que firmemente creo, y si eso que creo fuese absurdo, lo creería más firmemente aún. Mejor dicho, conviene que sea absurdo. Sin eso no lo creería, lo sabría. Pero lo que se sabe no da la vida, y es la fe lo único que salva."

Exponía al sol y al sereno las fibras deshilachadas; de cuando en cuando las removía para evitar que se pudrieran, y le regocijaba sentir que renacía en su corazón la sencillez de la infancia. Cuando hubo trenzado la cuerda, cortó las cañas para hacer con ellas cestos. La cámara sepulcral parecía el taller de un cestero, y Pafnucio pasaba fácilmente del trabajo a la oración. Sin embargo, Dios no le era favorable, porque una noche fue despertado por una voz que le aterrorizó. Había adivinado que era la voz del muerto.

La voz se dejaba oír en una frase rápida, en tono apagado y ligero: —¡Helena! ¡Helena! ¡Ven a bañarte conmigo! ¡Ven pronto! Una mujer cuyos labios rozaban en la oreja del monje, respondió:

—Amigo, no puedo levantarme: un hombre está echado sobre mí. De pronto, Pafnucio advirtió que su mejilla descansaba sobre el pecho de una mujer, y reconoció a la solista de tiorba, que, medio desprendida, alzaba su pecho. Entonces abrazó desesperadamente aquella flor de carne tibia y perfumada, y consumido por el deseo de la condenación, gritó:

—¡Quédate, quédate, cielo mío! Pero ella ya estaba en pie, en el umbral. Reía, y los rayos de la luna platiaban su risa.

—¿Para qué voy, a quedarme? —le dijo—. La sombra de una sombra es suficiente para un amante de imaginación tan viva. Por añadidura pecaste ya. ¿Qué más necesitas? ¡Adiós! Mi amor me llama.

Pafnucio lloró toda la noche, y cuando amanecía exhaló una plegaria más dulce que una queja:

—Jesús, Jesús mío, ¿por qué me abandonas? Ya ves el peligro en que me hallo. Ven a socorrerme, dulce Salvador. Ya que tu Padre no me ama, ya que no me oye, ten presente que solo cuento contigo. De tu padre nada puedo esperar. No lo comprendo. El no se compadece de mí. Pero tú naciste de una mujer y por esto confío en ti. Acuérdate de que fuiste hombre. Te imploro, no porque seas Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero del Dios, verdadero, sino porque has vivido pobre y débil sobre la Tierra donde yo sufro; porque Satanás quiso tentar tu carne; porque el sudor de la agonía heló tu frente. ¡A tu humanidad dirijo mi ruego, Jesús mío, mi hermano Jesús!

Después que hubo rezado así, una formidable carcajada estremeció las paredes del sepulcro, y la voz que había resonado sobre el capitel de la columna dijo burlonamente:

—¡Rezaste una oración digna del breviario de Marco el hereje! ¡Pafnucio es arriano! ¡Pafnucio es arriano!. . .

Como si le hiriera un rayo, el monje cayó sin sentido.


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Cuando abrió los ojos, vióse rodeado por varios religiosos revestidos con negras cogullas, que le vertían agua sobre las sienes y recitaban los exorcismos. Otros aguardaban fuera con palmas.

—Al cruzar por el desierto —dijo uno de los religiosos —hemos oído gritos en esta tumba, y hemos visto que yacías inerte sobre las losas. Acaso los demonios te habían derribado, y huyeron cuando nos acercamos.

Pafnucio levantó la cabeza y preguntó con voz débil:

—Hermanos míos. ¿quiénes sois?, ¿y por qué traéis esas palmas? ¿No serán para mi sepultura?

Le respondieron:

—Hermano, ¿ignoras que nuestro padre Antonio, a los ciento cinco años, y advertido de su próximo fin, desciende del monte Colsino, donde se había retirado, y viene a bendecir a los numerosos hijos de su alma? Nos dirigimos con palmas al encuentro de nuestro padre espiritual. Pero ¿cómo es posible que tú, hermano, ignores tan memorable acontecimiento, que no haya venido un ángel a este sepulcro para anunciártelo?

—¡Ay! —respondió Pafnucio—, no soy merecedor de una gracia tan excelsa. Los únicos habitantes de esta morada son los demonios y los vampiros. ¡Rogad por mí! Soy Pafnucio, abad de Antinoe, el más miserable de los servidores de Dios. Al oír el nombre de Pafnucio, todos agitaron sus palmas en señal de reverencia, y el que acababa de hablar exclamó, admirado:

—¿Es posible que seas el San Pafnucio famoso por trabajos que permiten suponer que se iguale un día con el virtuosismo Antonio? Más que venerable ya lo eres, pues ganaste para Dios a la cortesana Tais, y luego que te redujiste a orar sobre una elevada columna, fuiste llevado en oscura noche, por los serafines. Los que velaban al pie de la columna vieron tu ascensión bienaventurada. Las alas de los ángeles, te rodeaban como una blanca nube, y tu diestra, extendida, bendecía las moradas de los hombres. Al día siguiente, cuando el pueblo ya no te vio allí, un prolongado gemido subió hacia la columna, ya sin corona. Pero Flaviano, tu discípulo, publicó el milagro y ocupó tu lugar en el gobierno de los monjes. Solamente un hombre sencillo, llamado Pablo, quiso contradecir al unánime sentimiento. Aseguraba que te había visto, en sueños, llevado por los demonios. La muchedumbre quiso lapidarlo, y es maravilloso que lograra librarse de la muerte. Soy Zósimo, abad de estos solitarios que ves prosternados a tus pies. Como ellos, me arrodillo ante ti, para que bendigas al padre y a los hijos que te acompañan. Luego, nos darás cuenta de las maravillas que Dios se ha dignado realizar con tu intervención.

—Lejos de haberme favorecido como lo crees —respondió Pafnucio—, el señor me ha probado con terribles tentaciones. No fui llevado por los ángeles; pero se alzó ante mis ojos una muralla nebulosa, y anduve sin saber cómo ni por dónde, Pues vivía soñando. Aparte de Dios, todo es ensoñación. Cuando hice mi viaje por Alejandría, oí en pocas horas muchos discursos y reconocí que los defensores del error eran innumerables, me persiguen, y estoy preso en un círculo de espadas. —Zósimo respondió: —Venerable padre, es necesario tener presente que los santos, y sobre todo los santos solitarios, sufren terribles pruebas. Aunque tú no fueses llevado al cielo en brazos de serafines, no es dudoso que haya concedido el Señor esa gracia a tu imagen, puesto que Flaviano, los monjes y el pueblo han sido testigos de tu elevación.

Con todo esto, Pafnucio se decidió a recibir la bendición de Antonio. —Hermano Zósimo —dijo—, dame una de vuestras palmas y salgamos al encuentro de nuestro padre.

—¡Vamos! —repitió Zósimo—. El orden militar conviene a los monjes, que son los soldados por excelencia. Tú y yo, siendo abades, iremos delante. Y estos nos seguirán cantando salmos.

Se pusieron en camino, y Pafnucio decía:

Dios en la Unidad, porque es la Verdad, que solo es una. El mundo es diverso, por ser el error. Es preciso apartarse de todos los espectáculos de la Naturaleza, hasta los de apariencia más inocente. Su diversidad, que los reviste de formas agradables, nos revela en cierto modo su maldad oculta. Por esto, al ver un ramo de papiros sobre las aguas dormidas, mi alma se cubre de melancolía. Todo lo que perciben los sentidos es detestable. El menor grano de arena ofrece un peligro. En todo hay tentación. La mujer no es más que un compuesto de todas las tentaciones esparcidas en el aire sutil, sobre la tierra florida y las aguas transparentes. ¡Dichoso quien tenga como un vaso cerrado el alma! ¡Dichoso el que supo hacerse mudo, ciego y sordo, que no comprende nada del mundo, y así logra comprender a Dios!

Después de meditar estas palabras, respondió Sósimo con estas otras:

—Padre venerable, considero conveniente confesarte mis pecados, puesto que acabas de mostrarme tu alma. Nos confesaremos así mutuamente, a la manera apostólica. Antes de ser monje, llevé en el siglo una vida abominable. En Madaura, ciudad famosa por sus cortesanas, busqué todo género de amoríos. Cada noche cenaba en compañía de jóvenes viciosos y de tocadores de flauta, y me llevaba a casa la más de mi gusto. No es posible que un santo como tú imagine hasta dónde me arrebataba el furor de mis deseos. Me bastará decirte que no renuncié a matronas ni a religiosas, y me complacía en adulterios y en sacrilegios. Excitaba con el vino el ardor de mi sensualidad. y tuve fama de ser el más extremado bebedor de Madaura. No dejaba de ser cristiano, pero en mis extravíos perdía la fe y la devoción a Jesús crucificado. Consumidos mis bienes en disipaciones, me amenazaban ya las estrecheces de la pobreza, cuando vi al más robusto de mis compañeros desmejorarse rápidamente, víctima de una dolencia terrible. Ya no le sostenían las rodillas, ni podía valerse de sus manos temblorosas. Apegada la luz de sus ojos. apenas veía; y en vez de frases correctas, asomaban solo a sus labios grotescos berridos, porque para castigarle por haber vivido como las bestias, Dios le convirtió en una bestia. La situación a que me había llevado el derroche de mi fortuna, me indujo a reflexionar; pero el ejemplo de mi amigo fue más poderoso todavía: me impresionó de tal modo, que decidí abandonar el mundo y retirarme al desierto, donde vivo desde hace veinte años, en una paz que nada turba. Ejerzo con mis monjes los oficios de tejedor, de albañil, de carpintero y hasta de escriba, aunque, a decir verdad, no me atrae mucho la escritura, porque preferí siempre al pensamiento la acción. Están mis ideas rebosantes de gozo, no turban mis noches los ensueños, y estimo que la gracia de Dios no me abandona, porque a pesar de mis horribles pecados, conservé siempre la esperanza.

Al oír estas palabras, Pafnucio levantó los ojos al cielo y murmuró: —¡Señor; a este hombre, manchado con tantos crímenes, a este adúltero, a este sacrílego, le miras con dulzura, y te apartas de mí, que siempre observé tus mandamientos! Qué oscura es tu justicia, ¡oh Dios mío! ¡Y qué impenetrables tus caminos!

Sósimo extendió los brazos:

—Mira, padre venerable: diríase que por uno y otro lado, en el horizonte, circulaban dos hileras de hormigas emigrantes. Son nuestros hermanos, que van, como nosotros, al encuentro de Antonio.

Cuando llegaron al lugar de la cita descubrieron un magnífico espectáculo. El ejército de los religiosos formaba un semicírculo inmenso, en tres compactas hileras. La interior, de los antiguos del desierto, con el báculo en la mano, y sus barbas crecidas. Los monjes, gobernados por los abades Efrén y Serapión, así como todos los cenobitas del Nilo, formaban la segunda hilera. Y detrás, los ascetas, procedentes de rocosas lejanías. Unos cubrían su cuerpo, flaco y ennegrecido, con miserables andrajos; otros ni eso llevaban, y escondían su figura bajo un tosco tejido grosero de cañas. No pocos iban desnudos, pero Dios los había cubierto con pelo abundante, como el vellón de las ovejas. Todos llevaban palmas verdes. El conjunto parecía un arco iris de esmeralda, y era comparable a los coros de los elegidos, o a las vivientes murallas de la ciudad de Dios.

Reinaba en la asamblea un orden tan perfecto, que Pafnucio halló sin trabajo a los monjes de su obediencia. Se colocó cerca de ellos, después de ocultar su rostro con la cogulla, para que no lo reconociesen y no turbar con su llegada la piadosa espera. De pronto se alzó un clamor inmenso:

—¡El santo! —gritaban de todas partes—. ¡El santo! ¡Ahí está el bendito santo! ¡Aquel contra el cual no ha prevalecido el infierno: el preferido por Dios! ¡Nuestro padre Antonio!

Después quedaron todos en profundo silencio, y todas las frentes se prosternaron hasta el suelo.

Desde lo alto de una colina, sobre la desierta inmensidad, Antonio avanzaba, sostenido por sus discípulos bienamados, Macarlo y Amatas. Iba a paso lento, pero erguido aún, como si le animase una energía sobrehumana. Su blanca barba cubría su ancho pecho; su cráneo liso resplandecía como la frente de Moisés. De sus ojos partía una mirada potente, como de águila, y una sonrisa infantil brillaba entre sus redondas mejillas. Para bendecir a su pueblo, alzó los brazos, rendidos por el peso de una esforzada tarea secular, y su voz hizo el último esfuerzo para pronunciar estas amorosas palabras:

—Son hermosos tus pabellones, ¡oh Jacob! Amables tus tiendas, ¡oh Israel!

Al punto, de un extremo a otro de la muralla animada, resonó como un rugido armonioso, de trueno, el salmo: "¡Dichoso el hombre que teme al Señor!"

Y sostenido por Macario y Amatas, recorrió Antonio la hilera de los antiguos, la de los anacoretas y la de los cenobitas. Aquel vidente, a quien se le habían mostrado el Cielo y el Infierno; aquel solitario, que había gobernado la Iglesia cristiana desde el hueco de una roca; aquel santo, que había sostenido la fe de los mártires en días de prueba suprema; aquel doctor, cuya elocuencia había fulminado la herejía, hablaba con placidez a cada uno de sus hijos y se despedía de todos con ternura familiar en la víspera de una muerte venturosa, que Dios, porque lo amaba; le había prometido.

Decía a los abates Efrén y Serapión:

—Vosotros mandáis ejércitos numerosos y sois dos ilustres estrategas. Por ello revestiréis en el Cielo una armadura de oro y el arcángel Miguel os dará el título de kiliarcas de sus milicias.

A1 encontrarse con el anciano Palemón, le abrazó al decir:

—He aquí el más dulce y el mejor de mis hijos. Su alma exhala un perfume tan suave como la flor de las habas que anualmente siembra.

Y al abad Zósimo le habló de este modo:

—Tú no desconfías nunca de la bondad divina. Por esto la paz del Señor está contigo. La azucena de tus virtudes ha florecido sobre el estercolero de la corrupción.

Para todos tuvo palabras de inefable sabiduría. Dijo a los antiguos: —El apóstol ha visto en torno al trono de Dios veinticuatro ancianos sentados, vestidos con hábitos blancos y la cabeza coronada.

Y a los jóvenes:

—Alegraos; dejad la tristeza para los mundanos.

Así fue como, al recorrer el frente de su ejército filial, sembraba las exhortaciones. Al verle próximo, Pafnucio cayó de hinojos, desgarrado entre el temor y la esperanza.

—¡Padre mío, padre mío! —gritó en su angustia—. ¡Padre mío! Socórreme, porque perezco. He dado a Dios el alma de Tais, he vivido sobre una columna y en la cámara de un sepulcro. Mi frente, sin cesar prosternada, ha llegado a ser callosa como la rodilla de un camello. Y, sin embargo, Dios me olvida. Bendíceme, padre mío, y me veré salvado; sacude sobre mí

el hisopo y quedaré lavado y brillaré como la nieve.

Antonio callaba. Tenía los ojos fijos en el abad de Antinoe, como un rayo cuyo brillo es cegador. Luego los fijó en Pablo, al que llamaban el Simple, y le hizo una seña para que se le acercase. Y al advertir la sorpresa de todos, extrañados porque se fijaba en un hombre sin juicio, Antonio le habló:

—Dios ha otorgado a este más gracias que a ninguno de vosotros. Levanta los ojos, Pablo, hijo mío, y di lo que ves en el cielo.

—Veo en el cielo —dijo Pablo— un lecho adornado con colgaduras de púrpura y de oro. Alrededor, tres vírgenes hacen una guardia vigilante, para que ninguna alma se aproxime, como no sea la elegida.

Pensando que aquel lecho era el símbolo de su salvación, Pafnucio daba gracias a Dios. Pero Antonio le hizo guardar silencio para oír al Simple, que decía en su éxtasis:

—Las tres vírgenes me hablan. Me dicen: "Una santa se alejará pronto de la tierra: Tais de Alejandría va a morir. Y nosotras hemos preparado el lecho de su gloria, porque somos sus virtudes: la Fe, el Temor y el Amor."

Antonio inquirió:

—Cándida criatura, ¿qué más ves? Pablo paseó sus miradas desde el cénit al nadir, del Poniente al Levante; y de pronto sus ojos encontraron al abad de Antinoe. El espanto hizo palidecer su rostro, y sus pupilas reflejaron llamas invisibles.

—Veo —murmuró— tres demonios, que, alegremente, dispuestos a detener a ese hombre, parecen una torre, una mujer y un mago. Los tres llevan su nombre marcado. con hierro al rojo: el primero, en la frente; el segundo, en la barriga; el tercero, en el pecho; y sé llaman Orgullo, Lujuria y Duda.. Lo he visto.

Después de hablar así, con los

ojos extraviados y la boca entreabierta, Pablo recobró su simplicidad.

Y al advertir que los monjes de Antinoe lo miraban con inquietud, Antonio pronunció estas únicas palabras:

—Dios ha dado a conocer su justicia. Debemos adorarle y callar. Siguieron las bendiciones. Al hundirse el sol en el horizonte, ponía en torno al santo un nimbo de gloria, proyectaba su sombra agigantada, como un favor del cielo, y se desarrollaba tras él como una alfombra sin fin, en señal del prolongado recuerdo que aquel insigne santo debía dejar entre los hombres.

Como herido por un rayo, aunque se mantenía en pie, Pafnucio no veía ni oía nada, pero aquella frase zumbaba en sus oídos: "¡Tais va a morir!" Nunca se le había ocurrido semejante idea. Durante veinte años contempló una calavera, y de pronto, saber que la muerte apagaría los ojos de Tais, le sorprendía y le desesperaba.

"¡Tais va a morir!" ¡Frase incomprensible,! "¡Tais va a morir!" Esas cuatro palabras, ¡qué inesperado y terrible sentido! "¡Tais va a morir!" Al ser cierto, ¿para qué existen el sol, las flores, los arroyos y toda la creación? "¡Tais va a morir!" ¿Para qué hay Universo? De repente imaginó: "¡Verla! ¡Volver a verla!..." ¡Corría!, sin saber adónde ir, ni dónde se hallaba; pero el instinto, certero, le guió. Iba derecho al Nilo. Un enjambre de velas cubría el agua. Saltó a una embarcación tripulada por nubios; y allí, tendido en la proa, devoró con los ojos, el espacio y gritó, dolorido y furioso:

—¡Qué loco fui por no haber gozado a Tais cuando aún era tiempo! ¡Qué loco, por haber creído que había en el mundo algo más que su belleza! ¡Loco! ¡Loco! Pensar en Dios, en la salud del alma, en la vida eterna. ¡Como si todo sirviera de algo cuando se ha visto a Tais! ¿Cómo no he sentido que la eternidad bienaventurada era un solo beso de Tais, que sin ella la vida no tiene sentido y sólo es un mal sueño? ¡Ah! ¡Estúpido! La viste y la deseaste la gloria en el otro mundo. ¡Ah! ¡Cobarde! ¡La viste y te contuvo el temor de Dios! ¡Dios! ¡El cielo! ¿Qué significan? ¿Qué pueden ofrecerte que valga una mínima parte de lo que te hubiera dado ella? ¡Oh lamentable insensato, que buscabas la divina bondad en algo que no fuese los labios de Tais! ¿Qué mano cubría tus ojos? ¡Maldito sea. El, que te cegaba entonces! ¡Pudiste comprar, con tu condenación, un momento apasionado y no lo hiciste! ¡Con los brazos abiertos, carne perfumada con flores, te aguardaba, y no te atreviste a gozar en el encanto indecible de su seno desnudo! Atendiste a una voz interesada que te dijo: "¡Abstente!" ¡Necio!, ¡necio!, ¡más que necio! ¡Ahora te arrepientes y te desesperas! No sentir la alegría de llevar al infierno la menor memoria de un minuto inolvidable y de gritarle a Dios: "¡Quema mi carne; vierte la sangre de mis venas, rompe mis huesos, pero no puedes quitarme un recuerdo que me perfuma, que me orea por los siglos de los siglos!..." "¡Tais va a morir!" ¡Dios ridículo! ¡Si conocieras la mofa que me inspira tu infierno! "¡Tais va a morir!" ¡Y nunca será mía! ¡Nunca! ¡Nunca!

Mientras la embarcación era llevada por la corriente rápida, Pafnucio, echado boca abajo días y días, no dejaba de repetir:

—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! Luego, al pensar que se había Tais entregado, y no a él, que había repartido sobre el mundo oleadas de amor, sin que alguna le humedeciese los labios, se erguía, en pie, desesperado, y aullaba dolorido. Se desgarraba el pecho con las

uñas y se mordía en los brazos. Imaginaba:

" ¡Si pudiese matar a todos los que la gozaron!"

Y esta idea le producía un delicioso furor. Estrangular a Nicias lentamente, a su placer, con la mirada fija en el fondo de sus ojos. Luego, su crueldad se amansaba de repente. Lloraba, sollozaba, débil y sosegado. Una ternura desconocida debilitaba su alma. Sentíase dominado por el deseo de tender los brazos al compañero de su infancia, y decirle: "Nicias, te quiero, porque la gozaste. ¡Háblame de ella! Dime lo que te decía." Y, constantemente, se le clavaban en el corazón, como un puñal, esas cuatro palabras: "¡Tais va a morir!"

—¡Claridades del día! Sombras plateadas en la noche, astros, cielos, árboles de oscilantes copas, fieras, animales domésticos, almas ansiosas, ¿no habéis oído? "¡Tais va a morir!" Luces, brisas, perfumes, ¡desapareced! ¡Borraos, formas y pensamientos del Universo! "¡Tais va a morir!" Era la belleza del mundo, y todo lo próximo a ella se adornaba con los reflejos de su encanto. Aquel viejo y aquellos filósofos sentados junto a ella, en el banquete de Alejandría, ¡qué amables eran! ¡Qué armonía en su palabra! Un enjambre de risueñas evocaciones revoloteaban sobre sus labios y la voluptuosidad perfumaba sus pensamientos, por estar el influjo de Tais en todos el] *os; todo lo que hablaban era de amor, belleza y verdad. La impiedad encantadora imprimía su gracia a los discursos. Expresaban con sencillez el esplendor humano. ¡Ay! Todo eso ya es como soñado. ¡Tais va a morir! ¡Oh! Y es natural que a su muerte acompañe la mía. Pero ¿tú puedes ni siquiera morir, embrión enjuto, feto macerado en hieles y lágrimas? Aborto miserable, ¿piensas tú saborear la muerte, tú, que no conociste la vida? ¡Con tal de que Dios exista y me condene! ¡Lo espero!, ¡lo ansío! Dios, óyeme: ¡Te odio! Húndeme pronto en la condenación. Para obligarte, voy a escupirte a la cara. ¡Necesito un infierno interminable, para exhalar allí la eterna rabia que me consume!



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Al amanecer, Albina. .recibió. al abad de Antinoe en el umbral de las celdas.

—Bien venido seas a nuestros tabernáculos de paz, venerable padre; sin duda, vienes a bendecir a la santa que nos habíais dado. Sabes que Dios, en su clemencia, la llama, y ¿cómo es posible que ignores esta noticia, llevada por los ángeles de desierto en desierto? Alcanza Tais una muerte bienaventurada. Sus trabajos dieron fin, y debo enterarte de la conducta que ha observado entre nosotras. Desde que nos la dejaste, continuó encerrada en la celda sellada por ti. Con la comida le mandé una flauta como las que tocan en los festines las mozas de su condición; y lo hice no sólo para evitar que padeciera melancolía, sino también para que mostrase ante Dios la gracia que había mostrado ante los hombres. Fui oportuna en esto, porque Tais celebraba todo el día, con la flauta, las alabanzas del Señor, y las vírgenes, atraídas por el canto de la flauta invisible, decían: "Oímos al ruiseñor de los bosquecillos celestiales, al cisne moribundo de Jesús crucificado." Así fue como Tais cumplía su penitencia; y cuando, a los sesenta días, la puerta que tú habías sellado se abrió por sí sola y el sello de arcilla saltó sin que mano alguna lo hubiese tocado, reconocí por semejante señal que debía dar por terminada la prueba que tú habías impuesto, y que Dios perdonaba los pecados de la flautista. Desde entonces compartió las costumbres de las demás: trabajaba y rezaba con ellas. Les daba ejemplo con la modestia de su porte y de sus palabras; y parecía entre todas la imagen del pudor. Alguna vez la vi triste, pero fueron nubes pasajeras. Al verla tan unida a Dios por la fe, la esperanza y el amor, no tuve reparo en aprovechar su arte y hasta su belleza en la edificación de sus hermanas. La invité a representar ante nosotras las acciones de las mujeres fuertes y de las vírgenes prudentes de la Escritura. Imitaba a Ester, a Débora, a Judit, a María, la hermana de Lázaro, y a María, la madre de Jesús. Sé, venerable padre, que tu austeridad se alarma ante la idea de esos espectáculos. Pero estoy segura de que te habría conmovido, al presenciar esas piadosas escenas, ver fluir de sus ojos verdaderas lágrimas y verla tender al cielo sus brazos como palmas. Gobierno desde hace mucho tiempo a las mujeres y tengo por regla no contrariar su naturaleza. No todas las simientes dan flores. No todas las almas se santifican de igual modo. Es preciso considerar también que Tais se consagró a Dios cuando aún era hermosa, y este sacrificio, si no es único, es por lo menos muy raro. La belleza, su natural adorno, no se marchitó aún en los tres meses de la fiebre que la mata; y como de continuo pide que la dejemos ver el cielo, cada mañana dispongo que la saquen al patio, junto a la cisterna, y a la sombra de la antigua higuera, bajo la cual tuvieron las abadesas de este convento costumbre de reunir sus asambleas. Allí la encontrarás, padre venerable; pero apresúrate, porque Dios la llama, y esta noche un sudario cubrirá el rostro que Dios hizo, para escándalo y para edificación del mundo.

Pafnucio siguió a Albina por el patio, inundado de luz matinal. A lo largo del alero, las palomas formaban una hilera de perlas. Sobre un lecho, a la sombra de la higuera, descansaba Tais, muy pálida, con los brazos en cruz. En pie, a su lado, mujeres veladas recitaban la oración de los agonizantes.

—Ten piedad de mí, Dios mío, según tu inmensa mansedumbre, y borra mi iniquidad según la multitud de tus misericordias.

La llamó:

—¡Tais!

Tais abrió los ojos y volvió la cabeza hacia donde sonaba la voz. Albina indicó a las mujeres veladas que se alejasen algunos pasos.

—¡Tais! —repitió el monje.

Alzó ella la cabeza, y brotó de sus labios un suspiro:

—¿Eres tú, padre mío?... ¿Te acuerdas del agua de la fuente y de los dátiles que cogimos?... Ese día, padre mío, nací al amor... a la vida.

Inclinó la cabeza y dejó de hablar. La muerte se cernía sobre Tais, y el sudor de la agonía coronaba su frente. Rompiendo el augusto silencio, una tórtola alzó su voz quejumbrosa. Luego, los sollozos del monje se mezclaron a la salmodia de las vírgenes:

—Lávame de mis manchas y purifícame de mis pecados. Porque conozco mi injusticia, y mi crimen se alza sin cesar contra mí.

De pronto se irguió Tais sobre su lecho. Sus ojos violeta se abrieron con una mirada estremecida, y con los brazos tendidos hacia las colinas lejanas, dijo con voz clara y firme:

—¡Vedlas ahí, las rosas de la mañana eterna!

Brillaban sus ojos: un ligero ardor le coloreaba las mejillas. Revivía más dulce y más encantadora que nunca. Pafnucio, arrodillado, la enlazó ardorosamente con sus brazos ennegrecidos.

—¡No mueras! —gritó con voz estridente, que le pareció extraña—. ¡Te amo! ¡No mueras'. Oye, Tais mía: te engañé. ¡Yo era un loco miserable! ¡Dios, el cielo, todo eso, no es nada! No hay de verdad más que la vida en la Tierra y el amor de los seres. ¡Te amo'. ¡No mueras! ¡Es imposible! ¡Eres demasiado hermosa! ¡Ven, ven conmigo! ¡Huyamos! Te llevaré muy lejos, abrazada! ¡Ven! ¡Amémonos! Óyeme, ¡oh bienamada mía! Dime: "¡Quiero vivir!" ¡Tais! ¡Tais! ¡Levántate!

Ya no le oía. Flotaban sus pupilas en el infinito, y susurró.

—El cielo se abre. Veo los ángeles, los profetas y los santos... El buen Teodoro está entre ellos, llenas las manos de flores. Me sonríe y me llama. Dos serafines vienen hacia mí. Se aproximan... ¡tan hermosos! ... Veo a Dios.

Lanzó un suspiro gozoso, y su cabeza volvió a caer inerte sobre la almohada.

Tais había muerto. Pafnucio, desesperado, se abrazó a ella. Le devoraban el deseo, la rabia y el amor. Albina le gritó:

—¡Vete de aquí, maldito!

Y, suavemente, puso los dedos en los párpados de la muerta. Pafnucio retrocedió tambaleándose, abrasados los ojos de llamas, como si la Tierra se abriese bajo sus pies.

Las vírgenes entonaban el cántico de Zacarías:

—¡Bendito sea el Señor, el Dios de Israel!

Bruscamente, la voz se detuvo en sus gargantas. Habían visto la cara del monje, y al huir, horrorizadas, gritaron:

—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! El gesto de Pafnucio era tan horrible, que, al pasarse la mano sobre el rostro, sintió su fealdad.