Testimonio del coronel Víctor Miguel Valle Riestra sobre la destrucción de Chorrillos
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Al comenzar estas líneas me encuentro tentado en poner punto final a mi trabajo. Lo que voy a narrar, es una lección para la nación chilena, y la grave falta que sus soldados cometieron, conviene se recuerde....
Pero no hay que temer que el roto sea disciplinado cuando se les presente ocasiones iguales; y hoy más que ellos conocen sus fuerzas y saben cuando deben de imponerse á sus fuitres.
Por otra parte, mi rencor contra el invasor, me incita a referir las espantosas escenas del incendio de Chorrillos, del saqueo y de los asesinatos que se realizaron en esa villa. Hay que recordar la historia vergonzosa de la crápula del ejército chileno en aquel memorable día; hay que mostrar el lodo de aquel ejército, que siendo vencedor quedó vencido durante 24 horas, porque sus vicios lo cegaron, y si no fueron exterminados, fue debido a que en las líneas peruanas no hubo una cabeza aunque sobraron corazones.
Dispersa en las calles de Chorrillos la soldadesca chilena, asaltó las pulperías y despacho de licores entre el diluvio de balas que se cruzaban en todas direcciones. Las pipas de vinos eran desfondadas á culatazos; los piscos rotos a balazos; las botellas descogolladas al golpe seco del corvo, tinto en sangre enemiga... y amiga; y pocos minutos después 1.400 chilenos estaban borrachos en las calles del Versalles peruano, siendo la oficialidad impotente para contener el desborde, que, repito, era más espantoso que una derrota. En esta, la mancomunidad de la desgracia y de los peligros une a los hombres, pero lo que pasaba en Chorrillos, había relajado, olvidado y atropellado toda subordinación. El “delirium tremes” dominó al ejército invasor por completo.
Muertos, fusilados y asesinados, los cholos peruanos, el instinto sanguinario de los rotos buscó nuevas víctimas, y los extranjeros, principalmente los italianos, fueron exterminados. Muchos de estos habían quedado en Chorrillos guardando sus intereses, pero todos fueron fusilados ¿Cómo comenzaron tales asesinatos con personas que no habían tomado la menor parte en el combate?
En la calle del Tren, un despacho fue asaltado y los chilenos trataron de insultar a la esposa del italiano que custodiaba el negocio. Este se interpuso como era su deber y la quiso arrancar del poder de los soldados, pero hicieron fuego sobre aquel infeliz y una bala puso fin a sus días. ¿Qué fue de la infeliz mujer? Hay cosas que dan asco referirlas. Insultada, maltratada, disputada a golpes, dejó de existir; ¡y su cadáver seguía siendo profanado por aquellas bestias del instinto!
Las pocas mujeres que quedaron en Chorrillos, fueron víctimas de los más inicuos crímenes (*), y esto a la luz del día, sin el menor recato, en plena vía pública. Y cuando la bestia dominaba al hombre en aquellas fieras armadas, las balas de sus rifles atravesando al rival y a la mujer disputada, les daba campo para arrojar a un lado el cadáver del primero y profanar el de la segunda.
Un italiano entre otros muchos, fue hecho prisionero, si se puede, en este caso, emplear la palabra. El pobre hombre lleno de miedo les halagaba su amor propio temeroso de que hicieran con él lo que habían hecho con sus paisanos. Era el desgraciado la befa de los guardianes. Uno le daba un golpe con la culata del rifle.
• Ande niño no má pa que coma pronto mancarroni, le decían.
Otro con la bayoneta lo iba punzando, y por último, el que estaba a su espalda se lanzó contra el infeliz y rodeándolo con los brazos por la cintura, le introdujo en el estómago un corvo vaciándole el vientre.
Un grito italiano y las carcajadas de los rotos se escucharon. Estas hicieron grato espectáculo de tan espantoso hecho.
• ¡Guatita con porotos niños!, decían en su sanguinaria burla.
El doctor Mac Lean, médico inglés y padre de una numerosa familia, nacida en Tacna, vivía en Chorrillos, en un rancho en la calle de Lima. La casa tenía una inmensa bandera inglesa, sobre la puerta, el escudo de aquella nación y en el muro, en una plancha de zinc, con los colores ingleses, se leía, PROPIEDAD INGLESA.
Este rancho, verdadero palacio, fue invadido por los chilenos, el respetable anciano se creía seguro bajo su bandera patria y protestó, pero fue insultado, golpeado, mientras los rotos se lanzaron al saqueo de despensa y muebles.
• ¡Mire padre eterno, le decían aludiendo a su blanca y poblada barba, nos ise donde están las chauchas porque si no lo fusilamos en seguidita no má¡
El Doctor Mac Lean trató de salir llegando a conseguirlo hasta la reja de hierro, pero allí lo alcanzó un disparo que instantáneamente lo mató. Pocos minutos después ardía el rancho regado, por completo de kerosene.
La crápula, a las cinco de la tarde, hacía, entre los invasores, sus terribles efectos.
Los niños estaban de remolienda, como ellos decían. Entre los muertos y heridos rodaban los borrachos, con esa... embrutecida y sanguinaria del chileno. Los gemidos y gritos, pidiendo socorro, de los heridos, se mezclaban con las blasfemias y cantos obscenos de los borrachos. Las coplas de la monótona chilena, se escuchaban al mismo tiempo que las oraciones de los moribundos.
Y la remolienda seguía in crecendo; ya no existía disciplina; ya no se conocían ni entre ellos. Una botella para vaciarla, una mujer, viva o muerta, una lata de kerosene para incendiar los palacios de Chorrillos, eran disputados á bala o á corvo.
No se cansaban de matar, cuando ya no había cholos peruanos ni bachiches ni gringos, se mataban entre sí, se quemaban como ratas.
El rancho, o mejor dicho el palacio que, en la calle del Tren, posee la familia Pflücker fue el teatro de espantosas escenas. Algo muy codiciable debieron encontrar ahí los rotos, puesto que como fieras, se disputaron el botín. Se dividieron en dos bandos y la más numerosa arrojó afuera a la menor. Pero ésta buscó refuerzo, y ya fuerte, atacó la casa, trabándose un serio combate entre chilenos; pero viendo los asaltantes que sus paisanos no cedían, resolvieron incendiar el rancho, y así se realizó, puesto que en pocos instantes las llamas rodearon a los que estaban dentro.
Trataron estos de salir, pero se les recibió a balazos, se les cazaba, apenas asomaban la cabeza.
Un jefe chileno, un sargento mayor, llegó a tales momentos y al presenciar lo que pasaba creyó que sus soldados sufrían un error. No comprendía que entre chilenos se matasen.
• Niños, les gritó, lanzando sus caballos entre los asaltantes, miren que los de la casa son chilenos. No hagan fuego, déjenlos salir. • Mi jiefe, le contestó uno, déjenos no má que pa eso somos tantos.
El mayor chileno dio órdenes de suspender los fuegos.
• Mire, señor patroncito, váyase no má – le repusieron en son de amenaza.
Pero el jefe chileno quería imponerse y llevar al orden a sus soldados. Estos montaron en cólera.
• Mire el futre, le dijeron, ya pué abrirse á lo largo.
Y lanzando una palabra peculiar del chileno, uno de ellos hizo fuego sobre el sargento mayor, matándolo en el acto.
Los de la casa fueron todos quemados vivos. Eran chilenos contra chilenos.
¿Para qué seguir relatando más? Cansa el espíritu, lo enferma el recuerdo de tales hechos.
El desorden de los chilenos intimidó á generales, á los jefes y oficiales. Se vieron impotentes para tal desmoralización, se encontraron amenazados de muerte por su mismo ejército.
El jefe ú oficial que intentara contener a sus soldados, era victimado sin compasión. Había que dejarles que incendiaran el último rancho, que se consumiera la última botella de licor.
La Reserva que fuera de Chorrillos tenían los chilenos, también se desbandaba. No podían los rotos permanecer arma al brazo cuando tan cerca tenían la remolienda, es decir, el saqueo, el incendio y el licor. Los centinelas abandonaban sus puestos.
El ejército chileno no existía. Era una manada de fieras embrutecidas que rodaban por el suelo como odras llenas de alcohol.
Por la noche, las llamas subían al cielo, rugían, lo devoraban todo. La gran hoguera alumbraba las más espantosas escenas que recuerda la historia de América.
Y allá, en Miraflores, doce mil hombres armados, valientes y resueltos, esperando una orden, animados del deseo de combatir, enfurecidos con el espectáculo del mundo de ese Chorrillos que tanto amaban, en donde se habían anidado sus ilusiones de juventud, de amor y de sueños de gloria.
Allá en ese Miraflores, doce mil hombres que amaban a la Patria, que tenían a sus espaldas, hogares que defender, afecciones sagradas que salvar; doce mil hombres que lanzadas sobre Chorrillos no hubieran tenido que hacer otra cosa que aplastar con las culatas de sus rifles los cráneos de veinte mil borrachos...