Testamento de José Antonio Primo de Rivera
Testamento que redacta y otorga José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, de treinta y tres años, soltero, abogado, natural y vecino de Madrid, hijo de Miguel y Casilda (que en paz descansen), en la Prisión Provincial de Alicante, a diez y ocho de noviembre de mil novecientos treinta y seis.
Condenado ayer a muerte, pido a Dios que si todavía, no me exime de llegar a ese trance, me conserve hasta el fin la decorosa conformidad con que lo preveo y, al juzgar mi alma, no le aplique la medida de mis merecimientos, sino la de su infinita misericordia.
Me acomete el escrúpulo de si será vanidad y exceso de apego a las cosas de la tierra el querer dejar en esta coyuntura cuentas sobre algunos de mis actos; pero como, por otra parte, he arrastrado la fe de muchos camaradas míos en medida muy superior a mi propio valor (demasiado bien conocido de mí, hasta el punto de dictarme esta frase con la más sencilla y contrita sinceridad), y como incluso he movido a innumerables de ellos a arrostrar riesgos y responsabilidades enormes, me parecería desconsiderada ingratitud alejarme de todos sin ningún género de explicación.
No es menester que repita ahora lo que tantas veces he dicho y escrito acerca de lo que los fundadores de Falange Española intentábamos que fuese. Me asombra que, aún, después de tres años, la inmensa mayoría de nuestros compatriotas persistan en juzgarnos sin haber empezado ni por asomo a entendernos, y hasta sin haber procurado ni aceptado la más mínima información. Si la Falange se consolida en cosa duradera, espero que todos perciban el dolor de que se haya vertido tanta sangre por no habérsenos abierto una brecha de serena atención entre la saña de un lado y la antipatía del otro. Que esa sangre vertida me perdone la parte que he tenido en provocarla, y que los camaradas que me precedieron en el sacrificio me acojan como el último de ellos.
Ayer, por última vez expliqué ante el Tribunal que me juzgaba lo que es la Falange. Como en tantas ocasiones, repasé y aduje los viejos textos de nuestra doctrina familiar. Una vez más observé que muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban primero con el asombro y luego con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: ¡Si hubiéramos sabido que era esto, no estaríamos aquí! Y ciertamente no hubiéramos estado allí: ni yo ante el Tribunal Popular ni otros matándose por los campos de España. No era ya, sin embargo, la hora de evitar esto, y yo me limité a retribuir la lealtad y la valentía de mis entrañables camaradas, ganando para ellos la atención respetuosa de sus enemigos.
A esto atendí, y no a granjearme con gallardía de oropel la póstuma reputación de héroe. No me hice “responsable de todo” ni me ajusté a ninguna otra variante del patrón romántico. Me defendí con los mejores recursos de mi oficio de abogado, tan profundamente querido y cultivado con tanta asiduidad. Quizá no falten comentadores póstumos que me afeen no haber preferido la fanfarronada. Allá cada cual. Para mí, aparte de no ser primer actor en cuanto ocurre, hubiera sido monstruoso y falso entregar sin defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos artificiales. Además, que ni hubiera descendido a ningún ardid reprochable ni a nadie comprometía con mi defensa, y sí, en cambio, cooperaba a la de mis hermanos Margot y Miguel, procesados conmigo y amenazados de penas gravísimas. Pero como el deber de defensa me aconsejó no sólo ciertos silencios sino ciertas acusaciones fundadas en sospechas de habérseme aislado adrede en medio de una región que a tal fin se mantuvo sumisa, declaro que esa sospecha no está, ni mucho menos, comprobada por mí, y que si pudo alimentarla sinceramente en mi espíritu la avidez de explicaciones exasperada por la soledad, ahora, ante la muerte, no puede ni debe ser mantenida.
Otro extremo me queda por rectificar. El aislamiento absoluto de toda comunicación en que vivo desde poco después de iniciarse los sucesos sólo fue roto por un periodista norteamericano que, con permiso de las autoridades de aquí, me pidió unas declaraciones a primeros de octubre. Hasta que hace cinco o seis días conocí el sumario instruido contra mí no he tenido noticia de las declaraciones que se me achacaban, porque ni los periódicos que las trajeron ni ningún otro me eran asequibles. Al leerlas ahora declaro que entre los distintos párrafos que se dan como míos, desigualmente fieles en la interpretación de mi pensamiento, hay uno que rechazo del todo: el que afea a mis camaradas de la Falange el cooperar en el movimiento insurreccional con “mercenarios traídos de fuera”. Jamás he dicho nada semejante, y ayer lo declaré rotundamente ante el Tribunal aunque el declararlo no me favoreciese. Yo no puedo injuriar a unas fuerzas militares que han prestado a España en África heroicos servicios. Ni puedo desde aquí lanzar reproches a unos camaradas que ignoro si están ahora sabia o erróneamente dirigidos, pero que a buen seguro tratan de interpretar de la mejor fe, pese a la incomunicación que nos separa, mis consignas y doctrinas de siempre. Dios haga que su ardorosa ingenuidad no sea nunca aprovechada en otro servicio que el de la gran España que sueña la Falange.
Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la patria, el pan y la justicia.
Creo que nada más me importa decir respecto a mi vida pública. En cuanto a mi próxima muerte, la espero sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad, pero sin protesta. Acéptela Dios Nuestro Señor en lo que tenga de sacrificio para compensar en parte lo que ha habido de egoísta y vano en mucho de mi vida. Perdono con toda el alma a cuantos me hayan podido dañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego que me perdonen todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio grande o chico. Cumplido lo cual, paso a ordenar mi última voluntad en las siguientes
Primera. Deseo ser enterrado conforme al rito de la Religión Católica, Apostólica, Romana que profeso en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz.
Segunda. Instituyo herederos míos por partes iguales a mis cuatro hermanos: Miguel, Carmen, Pilar y Fernando Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, con derecho de acrecer entre ellos si alguno me premuriese sin dejar descendencia. Si la hubiere dejado, pase a ella en partes iguales, por estirpes, la parte que hubiera correspondido a mi hermano premuerto. Esta disposición vale, aunque la muerte de mi hermano haya ocurrido antes de otorgar yo este testamento.
Tercera. No ordeno legado alguno ni impongo a mis herederos carga jurídicamente exigible, pero les ruego:
a) Que atiendan en todo con mis bienes a la comodidad y regalo de nuestra tía María Jesús Primo de Rivera y Orbaneja, cuya maternal abnegación y afectuosa entereza en los veintisiete años que lleva a nuestro cargo no podremos pagar con tesoros de agradecimiento.
b) Que, en recuerdo mío, den algunos de mis bienes y objetos usuales a mis compañeros de despacho, especialmente a Rafael Garcerán, Andrés de la Cuerda y Manuel Sarrión, tan leales durante años y años, tan eficaces y tan pacientes con mi nada cómoda compañía. A ellos y a todos los demás doy las gracias y les pido que me recuerden sin demasiado enojo.
c) Que repartan también otros objetos personales entre mis mejores amigos, que ellos conocen bien, y muy señaladamente entre aquellos que durante más tiempo y más de cerca han compartido conmigo las alegrías y adversidades de nuestra Falange Española. Ellos y los demás camaradas ocupan en estos momentos en mi corazón un puesto fraternal.
d) Que gratifiquen a los servidores más antiguos de nuestra casa, a los que agradezco su lealtad y pido perdón por las incomodidades que me deban.
Cuarta. Nombro albaceas, contadores y partidores de herencia, solidariamente, por término de tres años y con las máximas atribuciones habituales a mis entrañables amigos de toda la vida Raimundo Fernández Cuesta y Merelo y Ramón Serrano Suñer, a quienes ruego especialmente:
a) Que revisen mis papeles privados y destruyan todos los de carácter personalísimo, los que contengan trabajos meramente literarios y los que sean simples esbozos y proyectos en periodo atrasado de elaboración, así como cualesquiera libros prohibidos por la Iglesia o de perniciosa lectura que pudieran hallarse entre los míos.
b) Que coleccionen todos mis discursos, artículos, circulares, prólogos de libros, etc., no para publicarlos —salvo que lo juzguen indispensable— sino para que sirvan de pieza de justificación cuando se discuta este periodo de la política española en que mis camaradas y yo hemos intervenido.
c) Que provean a sustituirme urgentemente en la dirección de los asuntos profesionales que me están encomendados, con ayuda de Garcerán, Sarrión y Matilla, y a cobrar algunas minutas que se me deben.
d) Que con la mayor premura y eficacia posible hagan llegar a las personas y entidades agraviadas a que me refiero en la introducción de este testamento las solemnes rectificaciones que contiene.
Por todo lo cual les doy desde ahora las más cordiales gracias. Y en estos términos dejo ordenado mi testamento en Alicante el citado día diez y ocho de noviembre de mil novecientos treinta y seis, a las cinco de la tarde, en otras tres hojas además de ésta, todas foliadas, fechadas y firmadas al margen. Tachado: arras – ellos – ( ) – entregó • No vale = Entre líneas, todos – concedió • Vale = Enmendado: ahora = Vale =