Los milagros de la Argentina
Terrón fecundo

de Godofredo Daireaux


Don Nicolás Palmerini, italiano de nacimiento, pero argentinizado hasta lo más hondo del corazón por los muchos años de su estadía en esta tierra hospitalaria, por el bienestar de ella arrancado a fuerza de labor, y más que todo, por el amor a su mujer, argentina de veras ella, y a sus numerosos hijos nacidos en plena Pampa, iba por fin a tomar posesión del campo de que había podido, trabajando con afán, ahorrando con ansia, hacerse dueño.

No había que perder tiempo. ¡Manos a la obra, y en todas partes a la vez! pues un mes más de demora y ya no se podía sembrar. A los pocos días, ya se había alargado bastante el alambrado, se estaba edificando la sencilla morada para la familia, y en ancha hilera, los arados escalonados rompían la tierra virgen, volteando el pasto puna y desalojando de su dominio secular la orgullosa cortadera de penachos plateados, inútil... si lo pudiera ser lo que es hermoso. Con la reposada actividad de sus cien bueyes, preparaba don Nicolás la áurea opulencia de la mies futura.

Pero los bueyes, recién traídos de otro campo más tierno, porfiaban sigilosamente, en las horas de descanso, para la querencia y don Nicolás, que bien sabía que mientras no estuviera del todo cerrado el campo, no había que fiarse demasiado de esa gente, habló de conchabar algún muchacho para cuidarlos. Lo supo el viejo Mateo, quien pensando que, para rondar bueyes, un gaucho viejo, aun agobiado por los años, vale tanto como un muchacho... que tuviera experiencia, se le ofreció. Y Palmerini aceptó.

En el campo había una tapera, vestigio casi borrado ya por el tiempo, de la humilde vivienda de los primitivos pobladores de esos desiertos. Cueva más que choza, se conocía que había sido, por lo miserable de las pocas ruinas esparcidas por el suelo: algunos adobes crudos, unos cuantos puñados de paja embarrada, pedazos podridos de caña de Castilla y un montoncito de terrones de barro endurecidos, donde había sido la pared principal.

Casi siempre en ella y en sus alrededores cuidaba la boyada don Mateo; sería porque donde tantas generaciones han pisoteado el suelo, sale más tierno el pasto y más tupido. Nadie hacía caso de la preferencia del viejo hacia ese retazo de campo, hasta que un día dio orden el patrón a los arados de ir aproximándose a la tapera hasta hacerla entrar en la zona cultivada.

Cuando supo don Mateo que iban a arar la tapera, se le acercó a don Nicolás y le explicó que necesitaba para los bueyes ese retazo de pasto tierno, el único en todo el campo por haber estado ahí la única población, durante muchos años, en tiempos que sólo los indios cruzaban por esas pampas.

Y como don Nicolás lo sintiera al viejo profundamente conmovido, bajo su habitual cachaza de gaucho y de anciano, algo sospechó y le preguntó desde cuántos años conocía él personalmente esa población; don Mateo, dejando vagar del horizonte al suelo sus ojos penetrantes aún, si bien medio zarcos ya por la edad, le contestó a media voz, como hablándose a sí mismo:

-«En ella he nacido yo, en ella murieron mis padres; en ella siempre nos hemos sabido juntar, de vez en cuando, mis hermanos y yo, después de años, a veces, de correrías, de ausencias, de dispersión por esos mundos de Dios, donde cada cual tiene que buscarse la vida como mejor pueda. Poco a poco han desaparecido todos: padres, hijos, nietos; unos huyendo ante las invasiones de los salvajes, cuando eran demasiado grandes para poderlas resistir, o arrastrados al servicio de fronteras para defender contra los indios los bienes de los que los tenían, ora para pelear contra los gobiernos, ora para sostenerlos».

«Cuando quedé solo, y demasiado viejo para seguir trabajando en las rudas faenas del campo, sabiendo por otra parte que ya se acercaba la colonización para barrer de esos campos los últimos restos de los pobladores primitivos, abandoné la choza demasiado ruinosa para que la pudiese componer, y dejé que se volviese tapera. Pero, con todo, me da no sé qué el ver que hasta los mismos terrones de lo que fue cuna de tantas familias de mi misma sangre, hoy desparramadas en la Pampa, van a mezclar otra vez su polvo con la tierra de donde salieron, sin dejar siquiera un recuerdo de los pobres y valientes gauchos que ahí han vivido, luchado, penado».

Conmovido él también, ahora, miraba don Nicolás Palmerini, italiano de nacimiento, pero argentino de corazón, al viejo Mateo; veía allá, por el campo, suyo hoy, adquirido por su trabajo, a sus hijos manejando con vigor y destreza el arado y la rastra; y sentía que entre ellos, generación nueva de la Pampa, y el viejo aquél, postrer representante de las que fueron, no era él más que un eslabón extraño, quizá, pero de sólido metal, en la cadena sin fin de esa humanidad. Y surgieron en su mente justicieras ideas de noble respeto hacia los antecesores de él y de sus hijos, hacia esos primeros fundadores, cimiento inconsciente quizá, pero no por ello de menor mérito, de la prosperidad argentina.

-«Venga, don Mateo» -dijo, y ambos llegaron a la tapera, de un galope. Ahí se apeó don Nicolás Palmerini y alzando un terrón de los que quedaban de las paredes derruidas, lo puso en las manos del gaucho anciano, diciéndole:

-«Quiero que por todo mi campo, a medida que se vaya sembrando, caiga en el surco, para mezclarse con la semilla, un poco de esta tierra; creo que por ella será más fértil el suelo, más abundante la mies. Y como no sería justo que de las cosechas futuras no tuviera parte quien desde tanto tiempo las estuvo preparando, pasará usted, don Mateo, los últimos años de su vida, gozando, en mi casa, entre mi familia, que será desde ahora la suya, esta abundancia agrícola que tantos parecen mirar, en simulado error, como el resultado de su solo trabajo; como si los que ahora se vienen apoderando del suelo tratasen de borrar hasta el recuerdo de los que se lo han sabido conquistar y guardar para que algún día lo aprovecharan ellos; como si les fuera, en su flamante riqueza, insoportable el tan liviano peso del agradecimiento hacia sus humildes y sufridos antepasados».

El gaucho viejo, desde entonces, obedeciendo la orden de su generoso amo, no dejó ni un solo día, durante la siembra, de recorrer a caballo el campo recién arado, tirando él, con majestuoso ademán de su brazo emponchado, livianas partículas de la tierra recogida en la tapera, para que se mezclase como simiente fecunda con el trigo ya confiado al surco.

Y cuando, algunos meses después, recogió Palmerini una cosecha de tan extraordinario rinde, que ya quedaba rico del todo, ni por un momento vaciló en creer, ni tampoco don Mateo, que sólo se debía tan espléndido éxito a su providencial inspiración.



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