Terminación de la guerra civil. Artículo I (1849)
Ha llegado á su término, ningun reparo tenemos ya en decirlo, la última insurreccion carlista. Que pasen otros cuantos dias, y hasta los hombres que mas que como empresa política parece la miran como inevitable sacrificio, se habrán rendido ó desaparecerán. Puede que aun no falte quien al ver estinguirse después de esta confesion la última llama, eche á nuestra franqueza la culpa de su infortunio; pero el juicio de semejantes hombres á quienes, como á los náufragos de la Medusa, las mismas ansias del deseo les representan objetos deliciosos hasta en el fondo del abismo, no debe detenernos para confesar lo que se halla patente á los ojos de todos. La prueba está hecha: los sucesos han venido como naturalmente debian de venir: ni nuestras palabras, ni nuestro silencio pueden ya influir en el éxito.
¿Y qué demuestra el hecho? ¿Demostrará que la causa ahora vencida esté definitivamente muerta por el influjo general de la época, como muchos sustentan? Ni imaginarlo; porque los progresistas ó los republicanos que por ese mismo influjo debieran de estar entonces mas boyantes, se ha visto que estan mil veces mas débiles que los carlistas; porque los moderados, hoy victoriosos, no fueron capaces, cuando tuvieron contra ellos el gobierno establecido, de hacer por sí solos ni aun lo que los progresistas ó republicanos; porque á causas ó nacionalidades, como ahora se dice, que el tiempo ha revelado estaban ó que de notoriedad se sabe estan aun vivas, se las ha visto ó se las ve en situacion análoga á la en que ahora queda el partido carlista; no habiendo habido, ni con mucho, ninguna entre ellas que diera muestras de su vitalidad con sacrificios tan horrorosos y perennes como éste. ¿Demostrará que en el seno del carlismo se ha desarrollado alguna disidencia ó germen de corrupcion capaz de enervarle y destruirle, como otros dicen? Tampoco. En medio de la division que trabaja todas las escuelas políticas, inclusa la de los legitimistas franceses, ese partido es el único que no presenta señales esteriores de desacuerda en sus doctrinas. No tiene mas que una bandera, no reconoce mas que un gefe; siendo de notar que si alguno de sus individuos, ora por conviccion, ora por resentimientos, ora por el cansancio ó la corrupcion á que están espuestos los hombres en las desgracias y espatriaciones prolongadas, le deja, nunca es para proclamar un principio ó persona diferente dentro de su antigua comunion, sino para someterse ó unirse á los que siempre habia combatido. ¿Demostrará, en fin, que las poblaciones no hayan querido prestar á los carlistas la asistencia que antes, como otros afirman? Mucho menos. Prescindiendo de lo que sobre este particular se ha escapado en varias ocasiones á los diarios de la Situacion, y en pleno parlamento, á los señores Mon y Pidal, basta considerar cómo empezó, cuánto ha durado y hasta qué punto había crecido la lucha, para convencerse de que las ventajas que en esta parte tenían los insurrectos no eran inferiores á las que tuvieron las tropas españolas en la guerra de la Independencia. Tal vez diremos poco, porque el fenómeno de haber estado creciendo, como en Cataluña, ó de haberse sostenido, cómo en ambas Castillas, por años enteros en medio de la mas activa y diestra persecucion de fuerzas ocho y diez veces mayores; ese fenómeno, que no podría esplicarse si no se suponen tales ventajas, no le ofrecieron jamás los llamados cuerpos francos de aquella época. Se ha rechazado, es verdad, de nuevo á los carlistas; pero de cuantos hechos han dado esa victoria, no se citará uno que no haya podido existir sin el concurso espontáneo del pueblo. No se han pronunciado en masa los moradores; pero es preciso no perder de vista que el lenguaje mas esplícito de que éstos pueden usar en favor de insurrecciones incipientes que se las han con gobiernos prevenidos, activos, esperimentados y severos, es la inmovilidad y el silencio.
Una, una sola cosa ha venido á probar el resultado de esta guerra, y es que la empresa de vencer á un gobierno por medio de guerrillas que no cuenten con mas armas que las que cojan al enemigo, ni con otros recursos pecuniarios que los que saquen de los pueblos, teatro de sus operaciones; esa empresa que algunos, equivocados sobre la historia, ó inducidos en error por hombres ya lisonjeros, ya ilusos, ya escesivamente fogosos, creyeron sin duda facilísima: esa empresa es en España, lo mismo que en las demás partes del mundo, de todo punto imposible. Lo mismo que en las demas partes del mundo, decimos, porque desde los Macabeos acá no ha habido en la tierra pueblo alguno en que tal fenómeno se haya visto. Ni aun el caso de Gustavo Vasa fué verdadera escepcion de esta regla, supuesto que ni Cristiano II llegó á organizar completamente en Suecia su gobierno, ni los indígenas que al cabo de tres años le espulsaron de ella, dieron comienzo á su empresa guerrilleando, sino poniendo insurreccion distritos enteros.
Pero ya oímos á algunos que nos citan, ora la guerra de la Independencia, terminada con el triunfo de los españoles, ora la civil del 33 al 39, no concluida contra los carlislas sino por la inesperada defeccion de su general en gefe. ¡La guerra de la Independencia! El mas asendereado de los guerrilleros de entonces no tuvo, ni tantas dificultades que superar, ni tantas privaciones que sufrir, ni tantos peligros que correr como el mas afortunado de los caudillos carlistas. Y no lo decimos precisamente porque la opinion popular le amparase mas, sino porque, sobre haber tenido siempre en punto fijo del territorio español un gobierno á quien referirse, casi nunca le faltarían ni buenos fusiles ingleses con que armar sus reclutas, ni alguna plaza en que refugiarse de tiempo en tiempo y curar sus heridos, ni regulares ejércitos á cuya sombra poder de vez en cuando respirar.
Y en cuanto á la guerra civil del 33 al 39, dado que la defeccion de Maroto no fuera una flaqueza ó abuso de confianza que cualquier hombre previsor debiera ya recelar de este ó de aquel, después de seis años de esfuerzos y trabajos nunca vistos ni oidos, ¿quién ha dicho que empezara por guerrillas? ¿quién ha olvidado que principió, y esto inmediatamente después de la muerte del último Rey, por el alzamiento de ciudades, distritos y aun provincias enteras, con treinta ó cuarenta mil hombres armados?
Si de alguna manera pudo el ataque dado proporcionar el triunfo al Conde de Montemolín, fué concurriendo con él una de las dos circunstancias con que á juzgar por las proclamas de los primeros caudillos carlistas, contaron sin duda los consejeros del Príncipe, á saber: el pase de las tropas de la Reina Isabel al lado de los agresores, y una cooperacion directa ó indirecta, pero fuerte ó poderosa del bando revolucionario ó progresista. Pero ¿debieron de esperarse estos dos sucesos? Aun supuesta la voluntad de las tropas y de los progresistas, decimos redondamente que no. No el primero, porque, al principio, la repugnancia que naturalmente tienen tropas regladas para unirse á la bandera que llevan cuerpos poco numerosos, sin brillo esterior, y precisados á andar errantes, y después, el compromiso y el acaloramiento que nacen de los combates, le hacian de todo punto improbable: no el segundo, porque los progresistas serán, si se quiere, elocuentísimos, bizarros y virtuosos, pero si no ganaban el ejército, en cuyo caso podian hacer instantáneamente una revolucion completa no menos perjudicial á los carlistas que á la Situacion, eran para la cuenta una suma insignificante ó negativa: insignificante en cuanto, solos, no se sostendrían nada, por su corto número; negativa en cuanto, juntos con los partidarios del Conde de Montemolin, por cada auxiliar que dieran al príncipe proscrito, alejarian de sus filas dos ó diez.
Queda espuesto el por qué la guerra civil ha tenido el éxito que vemos: nuestro próximo número dirá cuales podrán ser, en el estado actual de la Europa, las consecuencias políticas de este acontecimiento.
Fuente
editar- La Esperanza (19 de mayo de 1849). «Terminacion de la guerra civil. Articulo I».