XX

Teresa no sabía qué hacer, pero al fin resolvió escribir unas pocas líneas a Roberto, rogándole que explicara su conducta; ¡no podía gastar orgullo con él! He aquí la respuesta:

«Son tantas las pruebas que tengo de que usted no me ama, ni me ha amado jamás, que no creo necesario explicarme. Me he sentido hondamente herido en mi corazón como amante, y en mi dignidad como hombre... Le aseguro a usted que ha desaparecido un amor que usted despreciaba cuando me lo ponderaba. Ahora veo claro que usted no supo estimar la santidad de los sentimientos que me animaron. Fui amante, servidor, esclavo; pero parto porque quiero olvidar, si es posible, mis horribles sufrimientos. Mas, antes de ausentarme, le devuelvo todo lo que tenía de usted... era un tesoro que amaba más que la vida y que pensé no me lo arrancarían jamás».

Al mismo tiempo le devolvía todas las cartas que tenía de ella y otros pequeños recuerdos de su amor.

El golpe fue terrible para la infeliz Teresa. Sin embargo, procuró no perder la cabeza; buscó las cartas de Roberto, y cuanto él le había regalado: algunos libros y dibujos; pero no pudo resolverse a devolverle algunas flores secas; las guardó prontamente porque conoció que su vista la enternecía, y recogiendo lo demás hizo un paquete que selló y dirigió «al señor Roberto Montana».

Cuando vio el paquete cerrado sobre su mesa y se hizo cargo enteramente de lo que esto significaba para su vida, un hondo sollozo salió de su pecho oprimido, y cayendo postrada sobre el alfombrado fue presa de una horrible desesperación. Por lo mismo que sus sentimientos eran concentrados y ocultos se aferraban a las fibras de su vida misma y cuando estallaban no era capaz de reprimirlos fácilmente. Así pasó muchas horas, no supo cuántas, rehusando abrir su puerta y tomar alimento. Al fin se levantó, y después de haberse paseado largo rato se sentó y escribió por la última vez a Roberto:

«Un rayo ha caído a mis pies y he quedado como ofuscada. Hay momentos en que creo estar loca... Lo único que comprendo es que entre usted y yo todo ha concluido, que jamás podremos entendernos y que esto no tiene remedio. Pero, es preciso que usted sepa que no veo ni comprendo absolutamente qué motivo tiene usted, o pretende tener para haberme tratado así. Entre personas que se estiman las explicaciones no están de sobra. Confieso que usted me ha hecho pasar dos días de angustia, dos noches de indecibles tormentos... En medio de este mar de dudas sólo he visto con claridad que usted ya no me ama y que por eso se ha aprovechado de un pretexto inexplicable para decírmelo... Sin embargo, Roberto ¿no merecía yo acaso mayores consideraciones de parte de usted? Dejo la contestación a su conciencia.

Procuraré tener valor para luchar contra la debilidad de mi corazón... ¡Soy fuerte! Volveré a la calma estancada de mi vida anterior... ¡Todo ha acabado ya, todo! Al fin he quedado tranquila: la tranquilidad de la muerte, es cierto; ha muerto en mi alma la última ilusión, y ya la vida para mí es árida y desnuda y la veo en su yerta realidad. Siento que mi espíritu ha perdido el resorte que lo movía y que en pocas horas he llegado moralmente a la senectud. La lámpara del amor ha quemado hasta la última gota de su combustible y ha brillado con su postrera luz; la flor de mi juventud ha perdido su último pétalo; el desengaño ha venido al fin. No ha querido conocer lo que guarda mi alma, la única persona en quien he tenido completa confianza, la única a quien he contado lo íntimo de mis ensueños y mis ideas, y a quien no vacilé ni temí mostrar el fondo de mi pensamiento, creyendo que su corazón me comprendería siempre.

¡Adiós Roberto! ¡vaya usted en paz!... Aunque se despide para siempre, sin pronunciar una palabra de ternura; aunque mi imagen se ha borrado para siempre de su alma, repito con el perdón en los labios: ¡vaya en paz! Que la fortuna sea su compañera; que la esperanza lo alimente... ¡que no conozca el sufrimiento, y que encuentre en otro corazón lo que creyó no hallar en el mío!... No evoque usted jamás mi memoria, ni el eco de mis palabras sino en las horas de tristeza...; olvídeme completamente y sea feliz.

¡Adiós! ¡Roberto, adiós!»



Después de que cerró y envió su carta y las de Roberto, se quedó largo tiempo inmóvil, la cabeza apoyada contra un sillón; allí, sola, aislada, pálida, con los brazos caídos, los ojos cerrados y el cabello suelto, la pobre mujer presentaba la imagen de la más completa desolación.

Horas después una sombra se proyectó en el umbral de la casa de Santa Rosa y una voz conmovida preguntó por Teresa. Le dijeron que había dado orden de no dejar entrar a nadie. La voz insistió y entonces fueron a golpear en la puerta del cuarto en que yacía Teresa, pero nadie contestó. El que había llegado se apartó con pasos lentos de la puerta a tiempo que entraba Santa Rosa y reconoció a Montana que se alejaba, y lo primero que hizo fue ordenar a sus criados que jamás dijeran a Teresa quién había ido esa noche. Poco rato después se presentó un sirviente con una carta para Teresa: Santa Rosa la interceptó y mandó devolverla cerrada a nombre de su hija con intimación de que rehusaba recibir cartas del señor Montana.

Éste, a quien abrumaron los remordimientos cuando hubo leído la última carta de la que tanto había amado, quiso ir a pedirle perdón de rodillas. Pero la imposibilidad de llegar hasta ella y la creencia de que no había querido verlo, produjeron un rapto de orgullo inconsiderado, y cuando lució el sol del día siguiente no lo halló en Lima.

La desgraciada Teresa ignoró lo que había pasado, y la luz del día la encontró todavía entregada a su desgarradora desconsolación.