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A la siguiente noche estaba nuestra heroína sentada en un rincón de la cuadra (así llamaban la sala principal en el Perú), sola con sus sentimientos y huyendo de la claridad que sus ojos debilitados no podían soportar. Tan absorta estaba que se sobresalto al oír de repente que la saludaban, y su voz tembló al contestar: era Roberto que se hacía presentar por un amigo de su padre, lo que en la situación de ánimo en que se hallaba Teresa, la hizo miara como un peligro y formar el firme propósito de no cultivar una amistad que imaginaba podía serle funesta. En consecuencia, recibió con frialdad la visita, y se abstuvo de invitar al presentado a que volviera a visitarla. Al adivinar esta intención, Roberto cambió completamente de modales y también se manifestó serio e indiferente. La visita fue corta y desabrida y sólo se habló de lugares comunes. Teresa se quedo entregada a una profunda meditación, de la que nació la resolución de no permitir nunca que su pensamiento se extraviara en una dirección indebida.

Durante el siguiente mes se encontró en varias partes con Roberto, pero apenas se saludaron de lejos. Abandonó casi el piano, cuyas armonías le traían recuerdos que deseaba olvidar, y más que nunca huía de la soledad.

Una noche llegó a casa de una amiga, y al entrar al primer salón oyó que tocaban y cantaban en el interior, reconociendo la voz de Roberto que ejecutaba el Adiós de la Lucía. El primer salón estaba vacío, y allí se sentó en silencio a escuchar; quiso, siquiera una vez, dejarse llevar por su sentimiento, y los ojos se le llenaron de lágrimas... pero el canto acabó; le fue preciso presentarse y entró al salón interior.

Roberto se acercó a saludarla y tomando asiento a su lado, sin decirle nada, la miró algunos momentos. Ella no sabía qué hacer, y no encontraba nada que decir para interrumpir un silencio que le era tan penoso.

Había varias muchachas y propusieron bailar; una de ellas, acercándose al piano, dijo:

«Voy a tocarles una valse enteramente nuevo que me acaban de enviar de París».

Y ejecutó un valse de la Traviata.

-¿Me haría usted el honor de bailar este valse? -preguntó Roberto a Teresa; e insistió de tal modo, que ella no pudo excusarse.

-Está usted muy triste esta noche -dijo apenas se detuvieron un momento.

-No por cierto -contestó ella bajando los ojos.

-Perdóneme usted, pero he aprendido a leer algún tanto en las fisonomías... particularmente en la suya.

A cualquier otro le hubiera contestado con una chanza y lo hubiera obligado a cambiar de conversación naturalmente; pero ahora sentía su espíritu como embotado, y aunque deseaba que Roberto no le volviese a hablar así no acertaba a replicarle.

Siguieron bailando, y cuando Roberto la llevó a su asiento notó en ella un aire tan frío que no volvió a acercársele durante la noche. La pobre niña, luchando consigo misma, hizo cuanto le fue posible para manifestar cuánto le desagradaban aquellas preferencias, bien que en su interior sentía que la presencia de Roberto le era demasiado agradable; por lo que al día siguiente puso en obra un proyecto que la alejara del inminente peligro en que se veía.

Se fingió enferma, y hablando con el médico de la casa le suplicó que le prescribiese los aires del campo.

-Sí, señor -decía el médico a Santa Rosa-: la señorita puede agravarse, si usted no pone los medios que le he indicado.

-¿Pero qué enfermedad es ésta?... la veo poco más o menos lo mismo que siempre... un poco más pálida, lo que no es suficiente causa para desterrarla.

-Es preciso.

-¡Pero me hace falta, doctor!

-Peor sería si se agravara... ¿por qué no enviarla a la hacienda del señor Trujillo?

-Tal vez... tendré que ir pronto... Hace mucho tiempo que Trujillo me está repitiendo que debo ir; pero falta saber si Teresa querrá.

Por supuesto ella accedió a las prescripciones del médico.

Su padre y el señor Trujillo permanecieron apenas algunos días con los dos esposos en la hacienda, y después se fueron a visitar otras propiedades. León se había manifestado muy contento con la llegada de su esposa, a quien amaba tanto como le era posible; por desgracia para Teresa, aquella intimidad nacida dresa, aquella intimidad nacida dás que nunca cuán indiferente le era León, al paso que él no parecía comprender la poca armonía que los ligaba, y vivía tranquilamente.

Al fin fue preciso volver a Lima. Rosita voló a ver a su querida amiga.

«Con la ausencia has perdido mil cosas», le dijo: la tertulia de bodas de la Álvarez, y sobre todo un magnífico paseo dado por Roberto Montana como una despedida a la sociedad de Lima.

-¿Se fue, pues? -preguntó Teresa, sintiendo algo como una picada en el corazón.

-Sí, se fue para Europa. Sabes lo apasionado que es por la música; «hace mucho tiempo -me dijo-, que necesito beber en la fuente de la armonía, oír a los grandes artistas europeos».

-¿Pero él no había estado en Europa?...

-Había oído apenas en los Estados Unidos a muchos artistas famosos.

Teresa sintió cierto alivio al par que pena; temía encontrarse otra vez con Roberto y tener que luchar para huirle. Volvió a seguir su vida de salón que caracteriza la existencia de una limeña; pero su corazón, su alma y su espíritu estaban siempre en completo desacuerdo con cuanto la rodeaba, y por consiguiente, no podía ser feliz. Pero si no podía ser feliz, quiso al menos buscar algún objeto que llenara un tanto el vacío de su alma, y se dedicó al estudio.

Buscó nuevamente sus libros favoritos, y durante algunos meses se entregó a estudios literarios que le habían llamado la atención en el colegio.

Naturalmente no podía mencionar semejante cosa a sus habituales amigos ni a su padre, quienes ignoraron en lo que se ocupaba. Pero la soledad moral, en la juventud, esteriliza tanto el espíritu, como la soledad física embrutece al hombre civilizado. La juventud es esencialmente expansiva y necesita confiar sus pensamientos; si estos se encuentran rechazados, la concentración a que es preciso entregarse entonces, causa una misantropía perniciosa para el alma y el corazón. En una edad más avanzada y cuando ya se tienen ideas fijas y seguras, el espíritu puede existir sólo y no necesita tanto comunicar el resultado de sus reflexiones; pero Teresa era una niña, y a los diez y ocho años no se puede pedir fijeza ni seguridad en las ideas.

Al cabo de algunos meses de estudio arduo sintió de repente la inutilidad de él en aquella sociedad, y empezaba a abandonarlo, cuando Rosita volvió inadvertidamente a despertar en ella un sentimiento que había logrado en parte adormecer.

-Aquí traigo esta música para que la ensayemos juntas -le dijo un día-. Me la acaban de enviar de Europa, y en una esquina de esta aria han escrito: «Si la música de canto no le conviene, tal vez su amiga, la señorita Teresa, querrá ensayarla».

-¿Y quién te la manda? -preguntó Teresa pro formula, pues comprendía muy bien quién podía ser.

-Roberto Montana.

-¡Ah!... veamos... son arias de óperas recientes.

Y se puso a tocar, ensayando los principales motivos. Eran arias muy a propósito para el estilo que prefería, entre sentimentales y entusiastas. Pero con aquella hipocresía que distingue a todas las mujeres (efecto de la educación y de la dependencia en que viven) dijo levantándose:

-¡Bah! Tu amigo no tiene buen gusto... esas canciones no me agradan.

-¡Eres injusta, Teresita! Si no te agradaran no sería prueba de mal gusto.

-Sin embargo, habría creído que ese estilo es el tuyo -añadió, oyendo a Teresa que había vuelto a sentarse al piano y ejecutaba otra pieza.

-Puedes dejármelas para tocarlas más despacio; bien que estoy segura de que no me agradarán.

Rosita la miró un momento, y dijo con aire más serio que de costumbre:

-He notado en ti una cosa rara: cada vez que se habla de Roberto te enfadas y parece que te disgusta todo lo que venga de él. El mismo sentimiento encontré en él, antes de irse, respecto de ti, y cuando estabas en la hacienda... No soy tan tonta; esto prueba que hay una verdadera antipatía entre los dos, o que la simpatía es muy fuerte...

-¡Rosita!

-¡Teresa! -replicó la otra imitando su aire de escándalo-, ¿por qué te abochornas por eso?... Sin embargo, si él no estuviera ausente te diría que la de ese joven es conquista que quiero hacer... y te advertiría seriamente que no te interpusieras entre los dos...

-Ya sabes -interrumpió Teresa- que esa clase de chanzas me son sumamente desagradables... Tu amigo me ha disgustado; me parece pretencioso, lleno de vanidad...

-¡Vaya! ¡qué furia!... Te repito que eso mismo, si Roberto estuviera aquí, me probaría...

-¿Qué? -exclamó Teresa.

-¡Nada, nada...! ¡qué entusiasmo! Te vuelves un jeune tigre, como diría el secretario del ministro francés.

No se volvió a mencionar el nombre de Roberto entre las dos amigas o pseudo amigas; pero Teresa guardó la música, y cuando estaba sola y no temía que la interrumpiesen cantaba las arias enviadas expresamente para ella, sin que Rosita jamás lograse oírlas.

Así se pasó otro año de matrimonio.

Todo en torno suyo parecía sonreírle, y sin embargo su corazón estaba repleto de pesares. Aquellos dolores palpables, penas que se pueden decir, también tienen remedio, se consuelan, se mitigan al exhalarlas; pero cuando, como nuestra heroína, lo que uno sufre es un secreto para todos; cuando lo que siente es un pesar que lleva encubierto en el fondo del alma como un objeto robado: entonces tal sentimiento de dolor incierto, vago, muchas veces sin nombre, echa una sombra duradera sobre el espíritu y el corazón joven y sencillo; no puede, después de haber pasado por este desolador sentimiento, conocer la felicidad, porque un sentimiento así corroe como veneno, y la cicatriz que forma no se borra jamás.