Teatro crítico universal: Voz del pueblo

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Aquella mal entendida máxima de que Dios se explica en la voz del pueblo, autorizó la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una potestad tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria. Es éste un error de donde nacen infinitos; porque asentada la conclusión de que la multitud sea regla de la verdad, todos los desaciertos del vulgo se veneran como inspiraciones del Cielo. Esta consideración me mueve a combatir el primero este error, haciéndome la cuenta de que venzo muchos enemigos en uno solo, o a lo menos de que será más fácil expugnar los demás errores quitándoles primero el patrocinio que les da la voz común en la estimación de los hombres menos cautos.


Aestimes judicia, non numeres, decía Séneca. El valor de las opiniones se ha de computar por el peso, no por el número de las almas. Los ignorantes, por ser muchos, no dejan de ser ignorantes. ¿Qué acierto, pues, se puede esperar de sus resoluciones? Antes es de creer que la multitud añadirá estorbos a la verdad, creciendo los sufragios al error. Si fue superstición extravagante de los Molosos, pueblos antiguos de Epiro, constituir el tronco de una encina por órgano de Apolo, no lo sería menos conceder esta prerrogativa a toda la selva Dodonea. Y si de una piedra, sin que el artífice la pula, no puede resultar la imagen de Minerva, la misma imposibilidad quedará en pie aunque se junten todos los peñascos de la montaña. Siempre alcanzará más un discreto solo que una gran turba de necios; como verá mejor al sol un águila sola que un ejército de lechuzas.

Preguntando alguna vez el Papa Juan XXIII qué cosa era la que distaba más de la verdad, respondió que el dictamen del vulgo. Tan persuadido estaba a lo mismo el severísimo Foción, que orando una vez en Atenas, como viese que todo el pueblo de común consentimiento levantaba la voz en su aplauso, preguntó a los amigos que tenía cerca de sí que en qué había errado, pareciéndole que en la ceguera del pueblo no cabía aplaudir sino los desaciertos. No apruebo sentencias tan rigurosas, ni puedo considerar al pueblo como antípoda preciso del hemisferio de la verdad. Algunas veces acierta; pero es por ajena luz o por casualidad. No me acuerdo qué sabio compara el vulgo a la luna, a razón de su inconstancia. También tenía lugar la comparación porque jamás resplandece con luz propia: Non consilium in vulgo, non ratio non discrimen, non diligentia, decía Tulio. No hay dentro de este vasto cuerpo luz nativa con que pueda discernir lo verdadero de lo falso. Toda ha de ser prestada y aun ésa se queda en la superficie, porque su opacidad hace impenetrable a los rayos el fondo.

Es el pueblo un instrumento de varias voces que, si no por un rarísimo acaso, jamás se pondrán por sí mismas en el debido tono, hasta que alguna mano sabia las temple. Fue sueño de Epicuro pensar que infinitos átomos, vagueando libremente por el aire, al ímpetu del acaso, sin el gobierno de alguna mente, pudiesen formar este admirable sistema del orbe. Pedro Gasendo y los demás reformadores modernos de Epicuro añadieron a ese confuso vulgo el régimen de la suprema inteligencia. Y aun supuesto ése, no se puede entender cómo, sin formas que pulan la rudeza de la materia, produzca la tierra la más humilde planta. Poco se distingue el vulgo de los hombres del vulgo de los átomos. De la concurrencia casual de sus dictámenes apenas podrá resultar jamás una ordenada serie de verdades fijas. Será menester que la suprema inteligencia sea intendente de la obra; pero, ¿cómo lo hace? Usando, como de subalternos suyos, de hombres sabios, que son las formas que disponen y organizan esos materiales entes.

Los que dan tanta autoridad a la voz común no prevén una peligrosa consecuencia que está muy vecina a su dictamen. Si a la pluralidad de voces se hubiese de fiar la decisión de las verdades, la sana doctrina se había de buscar en el Alcorán de Mahoma, no en el Evangelio de Cristo; no los decretos del Papa, sino los del mustí, habrían de arreglar las costumbres, siendo cierto que más votos tiene a su favor en el mundo el Alcorán que el Evangelio. Yo estoy tan lejos de pensar que el mayor número deba captar el asenso, que antes pienso se debe tomar el rumbo contrario, porque la naturaleza de las cosas lleva que en el mundo ocupe mucho mayor país el error que la verdad. El vulgo de los hombres, como la ínfima y más humilde porción del orbe racional, se parece al elemento de la tierra, en cuyos senos se produce poco oro, pero muchísimo hierro.


Quien considerare que para la verdad no hay más que una senda y para el error infinitas, no extrañará que caminando los hombres con tan escasa luz, se descaminen los más. Los conceptos que el entendimiento forma de las cosas son como las figuras cuadriláteras, que sólo de un modo pueden ser regulares, pero de innumerables modos pueden ser irregulares o trapecias, como las llaman los matemáticos. Cada cuerpo en su especie, sólo por una medida puede salir rectamente organizado; pero por otras infinitas puede salir monstruoso. Sólo de un modo se puede acertar; errar, de infinitos. Aun en el cielo no hay más que dos puntos fijos para dirigir los navegantes. Todo lo demás es voluble. Otros dos puntos fijos hay en la esfera del entendimiento: la revelación y la demostración. Todo el resto está lleno de opiniones, que van volteando y sucediéndose unas a otras, según el capricho de inteligencias motrices inferiores. Quien no observare diligente aquellos dos puntos, o uno de ellos, según el hemisferio por donde navega, esto es, el primero en el hemisferio de la gracia, el segundo en el hemisferio de la naturaleza, jamás llegará al puerto de la verdad. Pero así como en muy pocas partes del globo terráqueo miran derechamente las agujas magnéticas a uno ni a otro polo, sí que las más declinan de él, ya más, ya menos grados, ni más ni menos en muy pocas partes del mundo atina el entendimiento humano con uno ni otro polo de su gobierno. Al polo de la revelación sólo se mira derechamente en dos partes pequeñas: una de la Europa, otra de la América. En todas las demás se inclina, ya más, ya menos grados. En los países de los herejes ya tuerce bastante la aguja; más aún en los de los mahometanos; muchísimo más en los de los idólatras. El polo de la demostración sólo tiene inspectores en el corto pueblo de los matemáticos, y aun ahí se padecen a veces algunas declinaciones.

Pero, ¿qué es menester girar el mundo para hallar en varias regiones la sentencia del común divorciada con la verdad? Aun en aquel pueblo que se llamó pueblo de Dios, tan lejos estuvieron muchas veces de ser una misma la voz de Dios y la del pueblo, que ni aun consonancia tuvieron entre sí. Tan presto se ponía la voz del pueblo en armonía con la divina, tan presto se desviaba a la mayor disonancia. Propónele Moisés las leyes que Dios le había dado y todo el pueblo responde a una voz: Cuanto Dios ha dicho ejecutaremos: Responditque omnis populus una voce: Omnia verba Domini quae locutus est faciemus. ¡Oh qué consonancia tan hermosa de una voz con otra! Apártase el maestro de capilla Moisés, que ponía en tono la voz del pueblo, y al instante el pueblo mismo congregado, después de obligar a Aarón a que le fabricase dos ídolos, levanta la voz diciendo que aquellos son verdaderos dioses, a quienes deben su libertad: Dixeruntque: hi sunt dii tui, Israel, qui te eduxerunt de terra Aegypti. ¡Oh qué disonancia tan horrible!

Así sucedió otras muchas veces. Pero el caso en que pidieron rey a Samuel tiene algo de particular. La voz de Dios, por el órgano del profeta, los disuadía de la elección de Rey. Pero, ¡qué distante estaba la voz del pueblo de ponerse en consonancia con el órgano de Dios! Instan una y otra vez que se les dé rey; y, ¿en qué se fundan? En que las demás naciones le tienen: Erimus nos quoque sicut omnes gentes. Aquí se notan dos cosas: la una, que siendo voz de todo el pueblo, fue errada; la otra, que no la eximió de error el ir calificada con la autoridad de todos los demás pueblos, Erimus nos quoque sicut omnes gentes. La voz del pueblo de Israel se puso en consonancia con las voces de todos los demás pueblos y la consonancia con las voces de todos los demás pueblos la hizo disonante de la voz divina. Andaos ahora a gobernaros por voces comunes sobre el fundamento de que la voz del pueblo es voz de Dios.


En una materia determinada creí yo algún tiempo que la voz del pueblo era infalible, conviene a saber: en la aprobación o reprobación de los sujetos. Parecíame que aquel que todo el pueblo tiene por bueno, ciertamente es bueno; el que todos tienen por sabio, ciertamente es sabio, y al contrario. Pero haciendo más reflexión hallé que también en esta materia claudica algunas veces la sentencia popular. Estando una vez Foción reprendiendo con alguna aspereza al pueblo de Atenas, su enemigo Demóstenes le dijo: «Mira que te matará el pueblo si empieza a enloquecer.» «Y a ti te matará -respondió Foción- si empieza a tener juicio.» Sentencia con que declaró su mente, de que nunca hace el pueblo concepto sano en la calificación de sujetos. El hado infeliz del mismo Foción comprobó en parte su sentir, pues vino a morir por el furioso pueblo de Atenas, como delincuente contra la Patria, siendo el hombre mejor que en aquel tiempo tenía Grecia.

Ser reputado un ignorante por sabio, o un sabio por loco, no es cosa que no haya sucedido en algunos pueblos. Y en orden a esto es gracioso el suceso de los abderitas con su compatriota Demócrito. Este filósofo, después de una larga meditación sobre las vanidades y ridiculeces de los hombres, dio en el extremo de reírse siempre que cualquiera suceso le traía este asunto a la memoria. Viendo esto los abderitas, que antes le tenían por sapientísimo, no dudaban en que se había vuelto loco. Y a Hipócrates, que florecía en aquel tiempo, escribieron pidiéndole encarecidamente que fuese a curarle. Sospechó el buen viejo lo que era, que la enfermedad no estaba en Demócrito, sino en el pueblo, el cual, a fuer de muy necio, juzgaba en el filósofo locura lo que era una excelente sabiduría. Así le escribe a su amigo Dionisio dándole noticia de este llamamiento de los abderitas y relación que le habían hecho de la locura de Demócrito: Ego vero neque morbum ipsum esse puto, sed immodicam doctrinam, quae revera non est immodica, sed ab idiotis putantur. Y escribiendo a Filopemenes, dice: Cum non insaniam, sed quandam excellentem mentis sanitatem vir ille declaret. Fue, en fin, Hipócrates a ver a Demócrito, y en una larga conferencia que tuvo con él halló el fundamento de su risa en una moralidad discreta y sólida, de que quedó convencido y admirado. Da puntual noticia Hipócrates de esta conferencia en carta escrita a Damageto, donde se leen estos elogios de Demócrito. Entre otras cosas le dice: «Mi conjetura, Damageto, salió cierta. No está loco Demócrito; antes es el hombre más sabio que he visto. A mí con su conversación me hizo más sabio, y por mí a todos los demás hombres»: Hoc erat illud, Damagete, quod coniectabamus. Non insanit Democritus, sed super omnia sapit, et nos sapientiores effecit, et per nos omnes homines.

Hállanse estas cartas en las obras de Hipócrates, dignísimas, cierto, de ser leídas, especialmente la de Damageto. Y de ellas se colige, no sólo cuánto puede errar el pueblo entero en el concepto que hace de algún individuo, mas también la ninguna razón con que tantos autores pintan a Demócrito como un hombre ridículo y semifatuo, pues nadie le disputa el juicio y la sabiduría a Hipócrates; y éste, habiéndole tratado muy despacio, da testimonio tan opuesto, que, por su dicho, venía a ser Demócrito el hombre más sabio y cuerdo del mundo. Otra carta se halla de Hipócrates a Demócrito, donde le reconoce por el mayor filósofo natural del orbe: Optimum naturae, ac mundi interpretem te iudicavi. Era entonces Hipócrates bastantemente anciano, pues en la misma carta lo dice: Ego enim ad finem medicinae non perveni, etiamsi iam senex sim, y por tanto, capacísimo de hacer recto juicio de la doctrina de Demócrito. Lo que a mi parecer hace verosímil la acusación que algunos autores oponen a Aristóteles de que no expuso fielmente las opiniones de éste y otros filósofos que le precedieron a fin de establecer en el mundo la monarquía de su doctrina, desacreditando todas las demás, y haciendo, dice el gran Bacon de Verulamio, con los demás filósofos lo que hacen los emperadores otomanos, que para reinar seguros matan a todos sus hermanos. Pero volvamos a nuestro propósito1.


En cuanto a la virtud y el vicio, tomando una por otro en sujetos determinados, fueron tantos los errores de los pueblos, que se tropieza con ellos a cada paso en las historias. No hay más que ver que los mayores embusteros del mundo pasaron por depositarios de los secretos del Cielo. Numa Pompillo introdujo en los romanos la policía y la religión que quiso, a favor de la ficción de que la ninfa Egeria le dictaba todo cuanto él proponía. Debajo de las banderas de Sertorio militaron ciegos los españoles contra los romanos, por haberle creído que en una cierva blanca, que había criado a su modo y de quien con astucia se servía, ostentando que sabía por ella todas las noticias que por vías ocultas se le administraban, le hablaba la deidad de Diana. Mahoma persuadió a una gran parte de la Asia que el Arcángel San Gabriel era nuncio que había deputado para él la corte celestial, debajo de la figura de una paloma, a quien había enseñado a arrimarle el pico a la oreja. Los más de los heresiarcas, aunque manchados de vicios bastantemente descubiertos, fueron reputados en varios pueblos como archivos venerables de los misterios divinos. Dentro del mismo seno de la Iglesia romana se produjeron semejantes monstruosidades. Tanquelino, hombre flagiciosísimo, dado descubiertamente a toda torpeza, en el siglo undécimo fue venerado de todo el pueblo de Amberes por santo, en tanto grado, que guardaban como reliquia el agua en que se lavaba. La República florentina, que nunca pasó por pueblo rudo, respetó muchos años como hombre santo y dotado de espíritu profético a fray Jerónimo de Savonarola, hombre de prodigiosa facundia y aún mayor sagacidad, que les hizo creer que eran revelaciones sus conjeturas políticas y los avisos ocultos que tenía de la corte de Francia, sin embargo, de que muchas de sus predicciones salieron falsas, como la de la segunda venida de Carlos VIII a Italia, de la mejoría de Juan Pico de la Mirandola en la enfermedad de que dos días después murió, y otras. Ni haberle quemado en la plaza pública de Florencia bastó para desengañar a todos de sus imposturas, pues no sólo los herejes le veneran como un hombre celestial y precursor de Lutero, por sus vehementes declamaciones contra la corte de Roma, mas aun algunos católicos hicieron su panegírico, entre los cuales sobresalió Marco Antonio Flaminio, con este hermoso, aunque falso epigrama:

Dum fera flamma tuos, Hieronime, pascitur artus
Religio sacras dilaniata comas
Flevit, et «oh», dixit «crudeles parcite flammae»
«Parcite, sunt isto viscera nostra rogo».

Lo que ha habido en esta materia más monstruoso es que algunas iglesias particulares celebraron y dieron culto como a Santos a hombres perversos o que murieron separados de la comunión de la Iglesia romana. La iglesia de Limoges celebró solemnemente mucho tiempo con rezo propio, que aún hoy existe en el Breviario antiguo de aquella Iglesia, a Eusebio Cesariense, que vivió y murió en la herejía arriana, por equivocación, a lo que se puede discurrir, que hubo al principio, de Eusebio, obispo de Cesarea en Capadocia, sucesor de San Basilio, con Eusebio, obispo de Cesarea en Palestina, de quien hablamos. Bien sé que uno u otro autor dicen que Eusebio se redujo en el Concilio Niceno a la creencia católica, y fue después constante en ella; pero contra tantos testimonios en contrario y contra sus mismos escritos, que, al parecer, carece su defensa de toda probabilidad. La iglesia de Turon veneró a un ladrón como mártir y le tenía erigido altar, que destruyó, sacando de su error al pueblo, San Martín, como afirma Sulpicio Severo en su Vida.


Para desconfiar del todo de la voz popular no hay sino hacer reflexión sobre los extravagantísimos errores que en materia de religión, policía y costumbres se vieron y se ven autorizados con el común consentimiento de varios pueblos. Cicerón decía que no hay disparate alguno tan absurdo que no le haya afirmado algún filósofo: Nihil tam absurdum dici potest, quod non dicatur ab aliquo philosophorum. Con más razón diré yo que no hay desatino alguno tan monstruoso que no esté patrocinado del consentimiento uniforme de algún pueblo.

Cuanto la luz de la razón natural representa abominable, ya en esta, ya en aquella región, pasó y aún pasa por lícito. La mentira, el perjurio, el adulterio, el homicidio, el robo; en fin, todos los vicios lograron o logran la general aprobación de algunas naciones. Entre los antiguos germanos el robo hacía al usurpador legítimo dueño de lo que hurtaba. Los hérulos, pueblo antiguo poco distante del mar Báltico, aunque su situación no se sabe a punto fijo, mataban todos los enfermos y viejos; ni permitían a las mujeres sobrevivir a sus maridos. Más bárbaros aún los caspianos, pueblos de la Scitia, encarcelaban y hacían morir de hambre a sus propios padres cuando llegaban a edad avanzada. ¿Qué deformidades no ejecutarían unos pueblos de Etiopía, que, según Eliano, tenían por rey a un perro, siendo este bruto, con sus gestos y movimientos, regla de todas sus acciones? Fuera de la Etiopía señala Plinio los toembaros, que obedecían al mismo dueño.

Ni está mejorado en estos tiempos el corazón del mundo. Son muchas las regiones donde se alimentan de carne humana y andan a caza de hombres como de fieras. En el palacio del rey de Macoco, dueño de una grande porción de la África, junto a Congo, se matan diariamente, a lo que afirma Tomás Cornelio, doscientos hombres, entre delincuentes y esclavos de tributo, para plato del rey y de sus domésticos, que son muchísimos. Los yagos, pueblos del reino de Ansico, en la misma África, no sólo se alimentan de los prisioneros que hacen en la guerra, mas también de los que entre ellos mueren naturalmente; de modo que en aquella nación los muertos no tienen otro sepulcro que el estómago de los vivos. Todo el mundo sabe que en muchas partes del Oriente hay la bárbara costumbre de quemarse vivas las mujeres cuando mueren los maridos; y aunque esto no es absoluta necesidad, rarísima o ninguna deja de ejecutarlo, porque queda después infame, despreciada y aborrecida de todos. Entre los cafres, todos los parientes del que muere tienen la obligación de cortarse el dedo pequeño de la mano izquierda, y echarlo en el sepulcro del difunto.

¿Qué diré de las licencias que tiene la torpeza en varias naciones? En Malabar pueden las mujeres casarse con cuantos maridos quisieren. En la isla de Ceilán, en casándose la mujer es común a todos los hermanos del marido, y pueden los dos consortes divorciarse cuando quieran, para contraer nueva alianza. En el reino de Calicut todas las nuevas esposas, sin excepción de la misma reina, antes de permitirse al uso de sus maridos, son entregadas a la lascivia de alguno de sus bracmanes o sacerdotes. En la Mingrelia, provincia de la Georgia, donde son cristianos cismáticos con mezcla de varios errores, el adulterio pasa por acción indiferente; y así rarísima persona hay, ni de uno ni de otro sexo, que guarde fidelidad a su consorte; bien es verdad que el marido, en el caso de sorprender a la mujer en adulterio, tiene derecho para hacer pagar al adúltero un cochino, que es muy buena satisfacción, y suele ser convidado a comer de él el mismo reo.


Sería cosa inmensa si me pusiese a referir las extravagantísimas supersticiones de varios pueblos. Los antiguos gentiles, ya se sabe que adoraron los más despreciables y viles brutos. Fue deidad de una nación la cabra, de otra la tortuga, de otra el escarabajo, de otra la mosca. Aun los romanos, que pasaron por la gente más hábil del orbe, fueron extremadamente ridículos en la religión, como San Agustín, en varías partes de sus libros de la Ciudad de Dios, les echa en rostro; en que lo más especial fue aquella innumerable multitud de dioses que introdujeron, pues sólo para cuidar de las mieses y granos tenían repartidos entre doce deidades doce oficios diferentes. Para guardar la puerta de la casa había tres: el dios Lorculo cuidaba de la tabla, la diosa Cardea cuidaba del quicio, y el dios Limentino del umbral; en que con gracejo los redarguye San Agustín de que, teniendo cualquiera por bastante un hombre solo para portero, no pudiendo un dios solo hacer lo que hace un hombre solo, pusiesen tres en aquel ministerio. Plinio, que va por el extremo opuesto de negar toda deidad o por lo menos de dudar de la deidad y negar la providencia, hace la cuenta de que era, según la supersticiosa creencia de los romanos, mayor el número de las deidades que el de los hombres: Quam ob rem maior caelitum populus etiam quam hominum intelligi potest. El cómputo es fijo; porque cada uno se formaba una deidad singular en su propio genio, y sobre eso adoraba todos los dioses comunes, cuya multitud se puede colegir, no sólo de lo que acaba de decirnos San Agustín, mas también de lo que dice el mismo Plinio, que llegaron a erigirse templos y aras a las mismas dolencias e incomodidades que padecen los hombres: Morbis etiam in genera descriptis, et multis etiam pestibus, dum esse placatas trepido metu cupimus. Y es cierto, que la Fiebre tenía un templo en Roma, y otro la mala Fortuna.

Los idólatras modernos no son menos ciegos que los antiguos. El demonio, con nombre de tal, es adorado de muchas naciones. En Pegú, reino oriental de la península de la India, aunque reverencian a Dios como autor de todo bien, más cultos dan el demonio, a quien con una especie de maniqueísmo creen autor de todo mal. En la embajada que hizo a la China el difunto zar de Moscovia, habiendo encontrado los de la comitiva en el camino a un sacerdote idólatra orando, le preguntaron a quién adoraba, a lo que él respondió en tono muy magistral: «Yo adoro a un dios al cual el Dios que vosotros adoráis arrojó del Cielo; pero pasado algún tiempo, mi dios ha de precipitar del Cielo al vuestro y entonces se verán grandes mudanzas en los hijos de los hombres...». Alguna noticia deben tener en aquella región de la caída de Lucifer; pero buen redentor esperan si aguardan a que vuelva al Cielo esa deidad suya. Por motivo poco menos ridículo no maldicen jamás al diablo los jecides (secta que hay en Persia y en Turquía) y es que temen que algún día se reconcilie con Dios y se vengue de las injurias que ahora se le hacen.

En el reino de Siam adoran un elefante blanco, a cuyo obsequio continuo están destinados cuatro mandarines, y le sirven comida y bebida en vajilla de oro. En la isla de Ceilán adoraban un diente que decían haber caído de la boca de Dios; pero habiéndole cogido el portugués Constantino de Berganza, le quemó, con grande oprobio de sus sacerdotes, autores de la fábula. En el cabo de Honduras adoraban los indios a un esclavo; pero al pobre no le duraba ni la deidad ni la vida más de un año, pasado el cual le sacrificaban, sustituyendo otro en su plaza. Y es cosa graciosa que creían podía hacer a otros felices quien a sí propio no podía redimirse de las prisiones y guardas con que le tenían siempre asegurado. En la Tartaria meridional adoran a un hombre, a quien tienen por eterno, dejándose persuadir a ello con el rudo artificio de los sacerdotes destinados a su culto, los cuales sólo le muestran en un lugar secreto del palacio o templo, cercado de muchas lámparas, y siempre tienen de prevención escondido otro hombre algo parecido a él, para ponerle en su lugar cuando aquél muera, como que es siempre el mismo. Llámanle Lama, que significa lo mismo que padre eterno, y es de tal modo venerado, que los mayores señores solicitan con ricos presentes alguna parte de las inmundicias que excreta, para traerla en una caja de oro pendiente al cuello, como singularísima reliquia. Pero ninguna superstición parece ser más extravagante que la que se practica en Balia, isla del mar de la India, al oriente de la de Java, donde no sólo cada individuo tiene su deidad propia, aquella que se le antoja a su capricho: o un tronco, o una piedra, o un bruto, pero muchos (porque también tienen esa libertad) se la mudan cada día, adorando diariamente lo primero que encuentran al salir de casa por la mañana2.


¿Qué diré de los disparates históricos que en muchas naciones se veneran como tradiciones irrefragables? Los arcades juzgaban su origen anterior a la creación de la luna. Los del Perú tenían a sus reyes por legítimos descendientes del Sol. Los árabes creen como artículo de fe la existencia de un ave que llaman Anca Megareb, de tan portentoso tamaño que sus huevos igualan la mole de los montes, la cual, después que por cierto insulto la maldijo su profeta Handala, vive retirada en una isla inaccesible. No tiene menos asentado su crédito entre los turcos un héroe imaginario llamado Chederles, que dicen fue capitán de Alejandro; y habiéndose hecho inmortal, como también su caballo con la bebida de la agua de cierto río, anda hasta hoy discurriendo por el mundo, y asistiendo a los soldados que le invocan; siendo tanta la satisfacción con que aseguran estos sueños, que cerca de una mezquita destinada a su culto muestran los sepulcros de un sobrino y un criado de este caballero andante, por cuya intercesión, añaden, se hacen en aquel sitio continuos milagros.

En fin, si se registra país por país, todo el mapa intelectual del orbe, exceptuando las tierras donde es adorado el nombre de Cristo, en el resto de tan dilatada tabla no se hallarán sino borrones. Todo país es África para engendrar monstruos. Toda provincia es Iberia para producir venenos. En todas partes como en Licia, se fingen quimeras. Cuantas naciones carecen de la luz del Evangelio están cubiertas de tan espesas sombras como en otro tiempo Egipto. No hay pueblo alguno que no tenga mucho de bárbaro. ¿Qué se sigue de aquí? Que la voz del pueblo está enteramente desnuda de autoridad, pues tan frecuentemente la vemos puesta de parte del error. Cada uno tiene por infalible la sentencia que reina en su Patria; y esto sobre el principio que todos lo dicen y sienten así. ¿Quiénes son esos todos? ¿Todos los del mundo? No; porque en otras regiones se siente y dice lo contrario. Pues, ¿no es tan pueblo uno como otro? ¿Por qué ha de estar más vinculada la verdad a la voz de este pueblo que a la del otro? ¿No más que porque éste es pueblo mío, y el otro ajeno? Es buena razón.


No he visto que alguno de aquellos escritores dogmáticos que concluyentemente han probado por varios capítulos la evidente credibilidad de nuestra santa fe, introduzca por uno de ellos el consentimiento de tantas naciones en la creencia de esos misterios, pero sí el consentimiento de hombres eminentísimos en santidad y sabiduría. Aquel argumento tendría evidente instancia en la idolatría y en la secta mahometana; éste no tiene respuesta ni instancia alguna; porque si se nos opone el consentimiento de los filósofos antiguos en la idolatría, procede la objeción sobre supuesto falso; constando por testimonios irrefragables que aquellos filósofos en materia de religión no sentían con el pueblo. El más sabio de los romanos, Marco Varrón, distinguió, entre los antiguos, tres géneros de teología: la natural, la civil y la poética. La primera era la que existía en la mente de los sabios, la segunda regía la religión de los pueblos, la tercera era invención de los poetas. Y de todas tres, sola la primera tenían por verdadera los filósofos. La distinción de las dos primeras, ya Aristóteles la había apuntado en el libro XII de los Metafísicos, capítulo VIII, donde dice que en las opiniones comunicadas de los siglos antecedentes, en orden a los dioses, había unas cosas verdaderas, otras falsas, pero inventadas para el uso y gobierno civil de los pueblos: Caetera vero fabulose ad multitudinis persuasionem, etc. Es verdad que aunque aquellos filósofos no sentían con el pueblo, hablaban en lo común con el pueblo, que lo contrario era muy arriesgado; porque a quien negaba la pluralidad de dioses le tenían, como le sucedió a Sócrates, por impío; con que en la voz del pueblo estaba todo el error, y en la mente de pocos sabios se encarcelaba lo poco o mucho que había de verdad.

Menos aún se puede oponer a la moral evidencia que presta a la credibilidad de nuestros misterios el consentimiento de tantos hombres, a todas luces grandes, el decir que también entre los herejes hay y ha habido muchos sabios, porque éstos padecen dos gravísimas excepciones. La primera es que la doctrina no fue acompañada de la virtud. Entre los heresiarcas apenas hubo uno que no estuviese manchado con vicios muy patentes. Entre los que los siguieron, ni los mismos parciales reconocen alguno de santidad sobresaliente. Uno u otro que se quisieron meter a profetas, fueron la risa de los pueblos al ver falsificadas sus profecías, como sucedió en nuestros tiempos a monsieur Jurieu, cuyas erradas predicciones aún hoy son oprobio de los protestantes. La segunda excepción es que, entre esos mismos herejes doctos, falta el consentimiento: Unusquisque in siam suam declinavit. Tan lejos van de estar unos con otros de acuerdo, que ni aun lo está alguno de ellos consigo mismo. Es materia de lástima y de risa ver en sus propios escritos las frecuentes contradicciones de los mayores hombres que han tenido, y esto, en los artículos más substanciales. Éste fue el gran argumento con que azotó terriblemente a todos los herejes el insigne obispo meldense, Jacobo Benigno Bossuet, en su Historia de las variaciones de las iglesias protestantes. Duélome mucho de que esta maravillosa obra no esté traducida en todas las lenguas europeas; pues ni aun sé que haya salido hasta ahora del idioma francés al latino, cuando otros libros inútiles, y aun nocivos, hallan traductores en todas las naciones.

No obstante todo lo dicho en este capítulo, concluiré señalando dos sentidos en los cuales únicamente, y no en otro alguno, tiene verdad la máxima de que la voz del pueblo es voz de Dios. El primero es tomando por voz del pueblo el unánime consentimiento de todo el pueblo de Dios, esto es, de la Iglesia universal, la cual es cierto no puede errar en las materias de fe, no por imposibilidad antecedente que se siga a la naturaleza de las cosas, sí por la promesa que Cristo la hizo de su continua asistencia y de la del Espíritu Santo en ella. Dije todo el pueblo de Dios, porque una gran parte de la Iglesia puede errar, y de hecho erró en el gran cisma del Occidente, pues los reinos de Francia, Castilla, Aragón y Escocia tenían por legítimo Papa a Clemente VII; el resto de la cristiandad adoraba a Urbano VI, y de los dos partidos es evidente que alguno erraba. Prueba concluyente de que dentro de la misma Cristiandad puede errar en cosas muy substanciales, no sólo algún pueblo grande, pero aun la colección de muchos pueblos y coronas.

El segundo sentido verdadero de aquella máxima es tomando por voz del pueblo la de todo el género humano. Es por lo menos moralmente imposible que todas las naciones del mundo convengan en algún error; y así, el consentimiento de toda la tierra en creer la existencia de Dios se tiene entre los doctos por una de las pruebas concluyentes de este artículo.