Teatro crítico universal: Causas del amor

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV

Un afecto, que es el primer móvil de todas las acciones humanas, príncipe de todas las pasiones, monarca cuyo vasto imperio no reconoce en la tierra algunos límites, máquina con que se revuelven y trastornan reinos enteros, ídolo que en todas las religiones tiene adoradores; en fin, astro fatal, de cuya influencia pende la fortuna de todos, pues según sus varios aspectos (quiero decir, según su mira a objetos diferentes), a unos hace eternamente dichosos, a otros eternamente infelices; un afecto, digo, dotado de tales prerrogativas, bien merece algún lugar en este Teatro.

Mas, ¿qué hemos de decir del amor que no esté ya dicho infinitas veces? ¿Será bien que repitamos, ni aun en compendio, lo que está esparcido en innumerables libros, o bien refiriendo mil vulgarizadas historias, o bien tejiendo una fastidiosa rapsodia de sentencias de filósofos y poetas? A la verdad, esto es lo que se estila, no sólo en esta materia, sino en todas. Respecto de cualquier asunto, los escritores (mejor los llamaremos escribientes) son muchos, los autores rarísimos. La producción de los libros comunísimamente es producción unívoca. Llaman así los filósofos de la escuela a aquella producción en que el efecto es de la misma especie que su causa. ¿Qué quiero decir? Que los libros comunísimamente son hijos de otros libros, no de la idea y entendimiento de los que los escriben. ¡Oh, cuántos grajos no hacen sino repetir lo que cantaron algunos cisnes! ¡A cuántos vivos no se oyen sino los ecos de las voces de algunos muertos! ¡Cuántas cornejas sólo se adornan de ajenas plumas! Aún sería tolerable si estos escribientes supiesen dar a lo que trasladan una nueva agradable forma. Mas lo que a cada paso se ve es que de preciosos materiales fabrican torpísimos edificios, y de bellas pinturas sacan en la copia infelices mamarrachos.

Para escritores de este género no hay asunto más copioso que el del amor, pues con lo que hay escrito de él se puede llenar no un gran libro, sino una gran biblioteca; mas por lo mismo que hay tanto escrito del amor, para el que quisiere decir algo de nuevo, ningún asunto parecerá más estéril. Parecerá, digo; pero realmente no lo es. Es verdad que, por lo que toca a la filosofía moral, hay bastante escrito del amor; por lo que mira a la poesía y discursos académicos, es demasiado, es infinito lo que hay escrito; mas por lo que pertenece a la física, o filosofía natural, se puede asegurar que aún está la materia casi intacta.

A la filosofía pertenece examinar las causas de las cosas. ¿De qué causas nace o pende el amor? Cuatro géneros de causas distinguen los filósofos: eficiente, material, formal y final. La eficiente es el sujeto amante, y él mismo también es causa material, uno y otro mediante el alma como potencia remota y radical, y la voluntad como potencia formal y próxima. La final es la bondad del objeto amado. Causa formal no la hay aquí, porque el mismo amor es forma, que denomina al sujeto amante; y según el axioma filosófico, para una razón formal no hay que buscar otra razón formal.

Todo lo dicho es clara y llana filosofía; pero en el lenguaje común de los hombres se ha hecho gran lugar un axioma que incluye con las causas expresadas otra distinta de ellas. El axioma es que la semejanza es causa del amor.

En el tomo II, discurso IX, número 9, toqué de paso este punto, y es preciso repetir aquí lo que escribí allí. Estas son mis palabras: «La regla de que la semejanza engendra amor, y la desemejanza odio, tiene tantas excepciones que pudiera borrarse del catálogo de los axiomas. A cada paso vemos diversidad en los genios, sin oposición en los ánimos, y aun creo que dos genios perfectamente semejantes no serían los que más se amasen: acaso se causarían más tedio que amor, por no hallar uno en otro sino aquello mismo que siempre posee en sí propio. La amistad pide habitud de proporción, no de semejanza. Únese la forma con la materia, no con otra forma, con ser desemejante a aquélla y semejante a ésta. Con corta diferencia pasa en la unión afectiva lo que en la natural. Los ardores del amor se encienden en cada individuo por aquella perfección que halla en otro, y no en sí mismo. Puede ser que en otra ocasión, extendiéndome más sobre esta materia, ponga en grado de error común el axioma de que la semejanza engendra amor, como comúnmente se entiende». Llegó el caso de ejecutarlo, siendo el motivo la noticia que tuve de que algunos curiosos lo deseaban.

Por lo cual digo, lo primero, que, hablando con propiedad filosófica, nunca se puede rectamente decir que la semejanza es causa del amor. La razón es, porque si lo fuese, era preciso reducirse a alguno de los cuatro géneros de causas expresado; pero a ninguno de ellos puede reducirse: no al de causa eficiente, porque la semejanza, siendo una pura relación predicamental, carece de toda actividad. No al de causa material, porque ésta, si se habla de la próxima, lo es la voluntad; si de la remota, el alma. No al de causa formal, por lo que se ha dicho arriba de que para una razón formal no hay otra razón formal, fuera de que es evidente que el amor no es sujeto receptivo de la semejanza ni en la substancia ni en otra cosa distinta del mismo amor. No al de causa final, porque el motivo y fin del amante no es la semejanza, sino la bondad del objeto amado.

Vaya otro argumento generalísimo. Si la semejanza fuese causa del amor, cuanto mayor fuese la semejanza produciría mayor amor; porque las causas tanto son más activas cuanto más perfectas en aquel predicado o formalidad de donde se deriva su eficacia. Vese esto en la bondad, que porque es causa motiva del amor, cuanto es más bueno el objeto, como le proponga tal el entendimiento, tanto mayor amor causa; luego si la semejanza fuese causa del amor, a mayor semejanza conocida y propuesta por el entendimiento, naturalmente correspondería mayor amor en la voluntad; luego el hombre sin desorden, antes bien conformándose a la naturaleza de las cosas, más amaría a otro hombre que a Dios, pues es sin comparación más semejante un hombre a otro que Dios al hombre.

Responderáseme acaso que el exceso de bondad que hay de parte de Dios compensa con grandes ventajas o prevalece al exceso de semejanza que hay de parte del hombre; pero de la misma suposición que se hace en la respuesta, infiero yo que la mayor semejanza es totalmente inútil para influir mayor amor. La razón es porque, puesto que Dios es más bueno que el hombre, y el hombre más semejante al hombre que Dios, se sigue que la mayor semejanza no tiene conexión alguna con la mayor bondad; luego no es influxiva de mayor amor, porque sólo podría serlo en virtud de alguna conexión (como de fundamento con el fundado) con la mayor bondad; pues siendo la bondad, en buena filosofía, único motivo del amor, sólo por conexión con la bondad puede otra cualquiera cualidad considerarse como influyente en el amor. Más. Cuanto Dios excede en bondad o perfección al hombre, tanto el hombre es desemejante a Dios. La razón es clara, porque la diversidad entre dos extremos crece a proporción de la desigualdad de perfección que hay entre ellos; luego siendo Dios infinitamente más perfecto que el hombre, el hombre será infinitamente menos semejante a Dios que a otro hombre; luego estarán en equilibrio estas dos causas del amor, semejanza y bondad, colocada aquélla en el hombre, ésta en Dios, para el efecto de motivar el amor en otro hombre; luego éste sin absurdo, y arreglándose a la naturaleza de las cosas, podrá amar tanto a otro hombre como a Dios.

La infinita diversidad que reconocemos entre Dios y el hombre no obsta (porque quitemos este escrúpulo a los que miran las cosas a bulto) a la semejanza que entre Dios y el hombre nos atestigua el sagrado texto del Génesis: Faciamus bominem ad imaginem et similitudinem nostram. Es así que el hombre, por su naturaleza intelectual, es semejante a Dios, y con tal semejanza, que respecto de Dios no la hay mayor ni aun igual, de los ángeles abajo, en todo el Universo. Con todo, hay infinita diversidad entre Dios y el hombre. Con todo, el hombre es más semejante al bruto, a la planta, a la piedra, que a Dios. La distancia o desigualdad de perfección que hay entre el hombre y la piedra es finita. La que hay entre el hombre y Dioses infinita. A esta distancia o desigualdad de perfección se proporciona la diversidad. Asunto es éste que abre campo a nada vulgares delicadezas metafísicas y que está brotando ingeniosos problemas; verbigracia: ¿Cómo una naturaleza vital e intelectual (la del hombre) es más diversa de otra naturaleza vital e intelectual (la de Dios) que de una naturaleza que carece de toda intelectualidad y vida? (la de la piedra). ¿Cómo en infinita diversidad cabe alguna semejanza? ¿Cómo siendo infinita la distancia que hay del hombre a Dios aún dista más de Dios la piedra que el hombre? Non omnes capiunt verbum istud. Mas porque no nos permite nuestro propósito detenernos en desenmarañar dificultades metafísicas, qui potest capere, capiat.


Descendamos ya de las especulaciones filosóficas y metafísicas a las observaciones experimentales. ¿Qué muestra en nuestro propósito la experiencia? Lo mismo que la razón; esto es: que ni la semejanza tiene conexión alguna con el amor, ni la desemejanza con el odio. En todo género de amores señalaremos experimentos. Más semejante es el hombre feo a la mujer fea que a la hermosa; con todo ama a ésta y no a aquélla. Más semejante es la mujer de ánimo flaco y débil al hombre pusilánime que al valeroso; con todo, ama a éste y desestima a aquél. Ferrum est, quod amant, dice Juvenal de todas las mujeres con ocasión de hablar de Hippia, enamoradísima de un gladiador feísimo. Más semejantes son recíprocamente los individuos de un mismo sexo que los de sexo diferente; con todo, los de sexo diferente se aman más. Ni se me diga que esto sólo se verifica en el amor torpe, pues es cierto que no hablaba David, respectivamente, al amor torpe, cuando para encarecer la eminente amabilidad de Jonatás dijo que era más amable que las mujeres: Amabilis super amorem mulierum. Amaba extremadamente Amnon a su hermana Thamar; insultóla violentamente, y al punto empezó a aborrecerla aún más que la había amado antes. Pregunto si antes del insulto era Thamar semejantísima a Amnon y mediante el insulto se hizo desemejantísima. Tan semejante se quedó como era antes; y con todo, Amnon pasó, respecto de ella, de un grande amor a un sumo odio. ¡Cuántos cada día de enemigos se hacen amigos, de amigos enemigos, sin alterarse un punto la semejanza o desemejanza que hay entre ellos!

Muchos hombres han amado y aman más a tales o tales brutos, ya en individuo, ya en especie, que a cuanto hay escogido en la propia. Este es perdido por perros y no piensa en otra cosa; aquél, por caballos; el otro por pájaros. ¡Cuántos han sentido más la muerte de un ruiseñor que la de un vecino! ¿Cuántas damiselas lloraron más la de una perrilla que la de una parienta! Omitiendo como fabuloso, y acaso no lo será, lo que Homero dice de Andrómaca, mujer de Héctor, que amaba y cuidaba más de los caballos del marido que del marido mismo. Calígula amaba tanto a un caballo suyo velocísimo, que más de una vez le tuvo por convidado a su mesa y le hacía ministrar vino en vasos de oro. Xifilino lo dice. El emperador Antonino Vero, a otro, que amaba con igual extremo y se le murió, dio magnífico sepulcro, y mandó hacer simulacro de oro que le representase, que traía siempre consigo. Cuéntalo Marco Antonio Sabelico. Craso derramó lágrimas por la muerte de una murena que tenía domesticada. Refiérelo Plutarco. Pregunto si todos éstos contemplaban mayor semejanza con ellos en los brutos que hicieron objeto de su cariño que en los individuos de su especie. Contemporáneo de Craso, el enamorado de la murena, fue Domicio, el cual, increpando a aquél sobre haber llorado la muerte de un pez, Craso discretamente le recriminó sobre el extremo opuesto, porque había enterrado tres mujeres sin tributar ni una lágrima sola a ninguna de ellas. ¿Había alguna semejanza mayor entre Craso y su murena que entre Domicio y sus esposas? ¿Quién pronunciará tal quimera?

Aun a objetos mucho más desemejantes al hombre que los brutos, esto es, los vegetables, se extiende el amor humano. Jerjes estuvo locamente enamorado de un hermoso plátano que vio en la Lidia, hasta adornarle con preciosos dijes y señalar sujeto espectable que velase siempre en su custodia. El orador Quinto Hortensio amaba también extraordinariamente los plátanos que tenía en una quinta suya en el Tusculano, y los regaba con vino. Pasieno Crispo, dos veces cónsul y segundo marido de Agripina, madre de Nerón, casi entregó todo su corazón a un moral de bella disposición que había en el mismo Tusculano; de modo que no sólo le regaba con vino y dormía a su sombra, con preferencia de la hierba que cubrían sus ramas a las plumas del más delicioso y suntuoso lecho, sino que frecuentemente imprimía ósculos y abrazos a su tronco y ramas.


Ni será del caso responder que los referidos son unos amores desordenados y extravagantes. ¿Qué importa esto? Los efectos de la voluntad, por extravagantes, no salen de la esfera de actividad de sus naturales causas; y así, si la semejanza fuese causa natural y precisa del amor, el amor más desordenado buscaría en el objeto la semejanza con el amante; así como porque el amor tiene por causa eficiente y material la voluntad, y por final la bondad, o verdadera o aparente, del objeto, es imposible amor, por monstruoso y desordenado que sea, que no deba su ser a estas causas. Fuera de que aquellos amores no fueron desordenados por los objetos que miraban, sino por el exceso y el modo. En efecto, a cada paso se ven hombres muy enamorados de tal o tal planta en su jardín o huerta, sin que les rinda otra utilidad que el gusto de mirarla y la complacencia de poseerla, y sin que nadie note de desordenado aquel amor.

Tampoco será respuesta decir que entre el hombre y el bruto, y aun entre el hombre y la planta, se salva alguna semejanza. Dar esto por respuesta es señal de no entender el argumento. No hay cosa en el mundo con quien el hombre no tenga alguna semejanza; y así le es imposible, no sólo amar, mas ni aun aborrecer a cosa alguna que no sea algo semejante a él. La cuestión es si la semejanza es razón de amarla; y digo que no, porque si lo fuese, mayor semejanza influiría mayor amor, por la regla filosófica: Sicut se habet simpliciter ad simpliciter, ita magis ad magis. Pero lo contrario prueba los experimentos propuestos y otros innumerables que pudieran alegarse, en quienes se ve que el hombre a cada paso ama más a objetos menos semejantes a él que a otros que son mucho más semejantes.


Es preciso, pues, que el axioma de que la semejanza engendra amor padezca muchas limitaciones; que el axioma, como comúnmente se entiende, esto es, tomándole con la generalidad que comúnmente se le da, puede colocarse en el grado de error común. Mas, ¿qué limitaciones son éstas?

Respondo diciendo, lo primero, que la semejanza engendra amor sólo para un efecto determinado, que es la sociedad. Pueden considerarse tres géneros de sociedad: sociedad natural, que es la del tálamo; sociedad política común, que es aquella con que los hombres se congregan a formar un cuerpo de república, y sociedad política privada, que es la que, por elección particular, forman dos o tres o más personas. Todas tres sociedades piden semejanza en la especie. La primera pide semejanza en la especie, pero desemejanza en el sexo, y ésta es ya otra nueva limitación. La segunda pide semejanza en la especie, sin prohibir la desemejanza en el sexo. La tercera también pide semejanza en la especie, sin prohibir la desemejanza en el sexo; mas con esta advertencia, que para algunas utilidades particulares a que aspiran este o aquel amante, pide la sociedad política privada, no sólo semejanza en la especie, mas también en inclinaciones y costumbres. El ladrón busca por compañero al ladrón para que le ayude a hurtar; el homicida al homicida, para ejecutar el golpe destinado; el incontinente al incontinente, para los coloquios torpes en que se deleita; el virtuoso al virtuoso, para aprovechar con sus instrucciones y ejemplos.

La doctrina que acabo de proponer es enteramente conforme a la del Espíritu Santo en el capítulo XIII del Eclesiástico, que creo es el único lugar de las sagradas letras que toca con expresión la materia en que estamos: Omne animal diligit simile sibi, sic et omnis homo proximum sibi. Omnis caro ad similem sibi conjungetur, et omnis homo simili sui sociabitur. Si communicabit lupus agno aliquando, sic pecator justo. Hay en este pasaje tres proposiciones: la primera, en su sonido, es general: Omne animal diligit simile sibi; pero los dos siguientes la explican y limitan. Este es el ordinario método de la Sagrada Escritura, que cuando sobre este o aquel asunto propone alguna máxima vaga o indefinida, en el contexto que se sigue la explica y señala el sentido en que se debe tomar. Propone, pues, aquí con generalidad, la máxima de que todo animal ama a su semejante; pero luego explica qué amor es éste o en orden a qué efecto; esto es, en orden a la sociedad, como evidencian las repetidas expresiones de conjungetur, sociabitur, communicabit. Y más se debe notar que en la segunda y tercera proposición se indican las dos clases de sociedades, natural y política. El verbo conjungetur, especialmente aplicado al sustantivo caro, significa la sociedad o unión natural. Los verbos sociabitur y communicabit, la política; mas con la distinción que la voz sociabitur comprehende la sociedad política, pública y privada; la voz communicabit determinadamente significa la privada, lo que convence la negación, allí mismo expresada, de esta sociedad entre el justo y el pecador.

Se debe notar también que la tercera proposición es hiperbólica. Dice que tan difícil o tan imposible es comunicar o hacer amigable compañía el pecador al justo como el lobo al cordero; pero apartada la hipérbole, es cierto que lo segundo nunca sucede, y lo primero cada día se experimenta. También sin hipérbole se puede explicar diciendo que la compañía que niega siempre el Espíritu Santo del pecador con el justo, es compañía ordenada a cooperar con el justo a sus buenas obras, lo cual el pecador, como tal, nunca hace.


Sobre la limitación genérica de que la semejanza sólo conduce para el amor de sociedad entran otras limitaciones particulares respecto de todos tres géneros de sociedades, que van sucesivamente estrechando la máxima de que la semejanza engendra amor hasta dejarla en angostísimos términos. Conduce la semejanza específica para el amor de sociedad natural; pero pide desemejanza en el sexo. Esta es la primera limitación. La segunda, que admite desemejanza en la condición y en las cualidades personales, tanto intrínsecas como extrínsecas. Ama el hombre humilde a la mujer de alta condición; el pobre, a la rica; el feo, a la hermosa, y recíprocamente sucede lo mismo de parte del otro sexo. Es famoso al intento el caso referido en el capítulo VI del Génesis, en que los que se llaman hijos de Dios, esto es, según la común y mejor inteligencia, los descendientes de Seth, se enamoraron de las hembras descendientes de Caín, diversas de ellos en condición, en prosapia, en costumbres, etc.

En orden al amor de sociedad política común, la máxima de que es necesaria para él la semejanza tiene limitación o excepción en el orden de la gracia. En el cielo, ángeles y hombres, aunque diversos, no sólo en especie, sino en género, formarán una misma república, unidos todos sus miembros con más estrecho amor que los de las repúblicas de la tierra.

La máxima aplicada al amor de sociedad privada padece muchas excepciones: lo primero, ni aun se necesita semejanza específica para ella, pues los ángeles de guarda hacen verdadera compañía a los hombres, a cuya custodia están destinados, sin ser semejantes a ellos ni en especie ni en género ínfimo. Lo segundo, en orden a la semejanza en las costumbres, se falsifica en muchísimos casos, en que vemos a los hombres viciosos buscar y deleitarse con la compañía y conversación de los buenos. Era un grande pecador Herodes; con todo, gustaba de la conversación del santísimo Bautista: Audito eo (dice San Marcos), multa faciebat, et libenter eum audiebat. Lo tercero, muchas veces los malos aborrecen a sus semejantes en las costumbres, porque la semejanza les es en alguna manera incómoda. Aborrece el incontinente al incontinente, mirándole como posible competidor en algún intento torpe; el codicioso al codicioso, porque no puede sacar nada de él; el logrero al logrero, porque le cercena algo su ganancia; el soberbio al soberbio, porque no puede dominarle o insultarle como al humilde; el impaciente al impaciente, porque en la ira ajena ve algún riesgo al desahogo de la propia; y, al contrario, aman como cómodos el incontinente al casto, el codicioso al liberal, el soberbio al humilde, el iracundo al pacífico.

Lo cuarto, aun en los casos en que el vicioso ama la sociedad de su semejante, la semejanza sea accidentalmente para el amor. Ama el ladrón la sociedad de otro ladrón, porque le servirá como concausa o instrumento para hurtar. Digo que la semejanza en la inclinación o habilidad de hurtar no influye per se en aquel amor. Véese esto en que el que quiere hurtar ama todo lo que es conducente para el robo, que sea semejante a él, que no; ama las pistolas, ama la ganzúa, ama la mascarilla y otras cosas, con quienes no tiene semejanza, aun en la especie ni el género.

Lo quinto, tampoco en el amor que el bueno tiene al bueno influye per se la semejanza. Si por imposible fuera este bueno, sin ser semejante al otro, aun el otro le amaría; porque siendo bueno amaría sin duda la virtud aun en sujeto, por posible o imposible, desemejante a él. Más: uno que es bueno y justo en grado remiso ama mucho más a otro que es virtuoso en grado eminente, que al que lo es en grado remiso, como él; sin embargo, es más semejante a él éste que aquél; porque con éste tiene semejanza en la esencia de la cualidad y en el grado; con aquél, en la esencia de la cualidad solamente. Finalmente, el virtuoso ama aún a aquel que posee algunas virtudes de que él carece. Aunque no tenga vocación de mártir, ama al mártir; aunque sea ignorante, ama al sabio; aunque sea tímido, ama al fuerte; luego no es la semejanza quien influye en el amor: si lo fuese, más amaría el virtuoso, o ignorante, o tímido a otro virtuoso, ignorante o tímido como él, que al virtuoso, sabio o fuerte; lo cual no sucede así, sino al contrario.


Así probado, por razón y por experiencia, que la máxima de que la semejanza es causa del amor, sólo es verdadera reducida a muy estrechos términos, y que, por consiguiente, en la generalidad que comúnmente se le atribuye puede ser reputada por error común, nada nos embarazará la copia de autoridades que nos alegan en contrario. Toda opinión común, que verdadera, que falsa, supónese que tiene muchos patronos, y entre ellos, algunos de especial autoridad. Por tanto, se debe suponer también que quien se arroja a la empresa de derribarla se hace la cuenta de no tropezar en este reparo. Como advirtió bien el ilustrísimo Cano, en la ciencia teológica se debe preferir la autoridad a la razón; en todas las demás facultades y materias se debe preferir la razón a la autoridad: Cum vero in reliquis disciplinis omnibus primum locum ratio teneat, postremum Auctoritas: at Theologia tamen una est, in qua non tam rationis in disputando, quam auctoritatis momenta quaerenda sunt. (Lib. I de Locis. cap. 2.)

Esto bastaría para satisfacción de cualquier autoridad que se nos opusiese. Pero habiendo tocado este punto el angélico Santo Tomás en la I 2.ª a quest. 17, artículo III, la especial veneración que profeso a su doctrina no me permite dejar de examinar su sentir, el cual, a los que no tienen ojos más que para ver la corteza de la letra, parecerá sin duda expresa y directamente contrario al nuestro.

Propone Santo Tomás, en el lugar citado, la cuestión en términos terminantes: Utrum similitudo sit causa amoris? Su conclusión es afirmativa: Respondeo dicendum, quod similitudo, proprie loquendo, est causa amoris. Ni se puede decir que el sentir de Santo Tomás sea que la semejanza es causa de algún amor, no de todo; lo primero, porque la conclusión es absoluta, y el Santo no le pone limitación alguna. Lo segundo, porque si sintiera el Santo que la semejanza es causa del amor, con las limitaciones que hemos puesto, o con algunas de ellas, las expresaría de necesidad en la respuesta al primero, tercero y cuarto argumento que se propone en contrario; porque dichos argumentos se fundan sobre ejemplares semejantes a algunos de los que en este discurso y en el nono del segundo tomo propusimos, mostrando que en ellos hay amor sin semejanza. Digo que si Santo Tomás sintiera, con nosotros, que en aquellos casos no se verifica que la semejanza es causa del amor, respondería que esta máxima no es generalmente verdadera, y señalaría alguna o algunas limitaciones. Pero no lo hace así; antes, a todos los argumentos responde insistiendo en que en los mismos casos que proponen se verifica la máxima.

Puesto todo lo dicho, parece que está cerrada la puerta para exponer a Santo Tomás de modo que nos sea contrario. Sin embargo, está muy abierta y patente, observando qué entendió el Santo por semejanza en el artículo citado, o qué amplitud dio al significado de esta voz. Nótese, lo primero, que en el cuerpo del artículo señaló dos especies o clases de semejanzas. La primera consiste en que los extremos que se comparan tengan actualmente un mismo predicado, denominación o forma; como dos sujetos blancos son semejantes, porque ambos tienen actualmente blancura. La segunda consiste en que un sujeto tenga, en potencia o en inclinación, aquello que el otro tiene actualmente. En este sentido se puede decir que la potencia es semejante al acto, y la materia a la forma. Nótese, lo segundo, que en conformidad de esta doctrina responde al segundo, tercero y cuarto argumento con la segunda clase de semejanza, concediendo en los casos que proponen los argumentos sólo una semejanza, que consiste en habitud de proporción, potencia o inclinación.

Cualquiera ve que, tomando la semejanza en este sentido, es imposible haber amor sino entre semejantes, porque es imposible haber amor sin inclinación. Pero también ve cualquiera que esto es tomar la semejanza latísimamente. No hay cosas más desemejantes en todo el vasto imperio de la naturaleza que la materia primera y la forma: aquélla, pura potencia; ésta, acto formal; aquélla, imperfectísima; ésta, continente de toda la perfección específica; aquélla, que dista casi nada de la nada, prope nibil, como se explican muchos escolásticos; ésta, que da todo el ser específico al compuesto natural. Con todo, entre estas dos entidades desemejantísimas se salva alguna semejanza, entendiendo por semejanza la inclinación, habitud y potencia de la materia a la forma. Vuelvo a decir que tomando la semejanza en este sentido, nunca hay ni puede haber amor sin semejanza; porque nadie puede amar, ni con apetito innato, ni con apetito ilícito, sino objeto respecto de quien tiene proporción de habitud, potencia o inclinación. Nosotros, pues, hablamos en este discurso de la semejanza propiamente tal, y la máxima de que la semejanza es causa de amor, comunísimamente se entiende de la semejanza propiamente tal. Así, se debe reparar que en el lugar citado del segundo tomo sólo notamos de error común aquella máxima, con esta expresa limitación, como comúnmente se entiende. Santo Tomás no la entendió ni aprobó en este sentido, sino en el que ya hemos explicado. Así, ninguna oposición hay entre lo que decimos y lo que Santo Tomás enseña.

Nótese, lo tercero, que al primer argumento, que procede sobre los soberbios, que aunque semejantes recíprocamente se aborrecen, y los que profesan un mismo oficio lucrativo, entre quienes muy de ordinario sucede lo propio, responde el Santo que unos y otros se aborrecen, no por ser semejantes, sino porque mutuamente se impiden aquel bien a que aspiran: el soberbio a otro soberbio, la excelencia que pretende; el artífice a otro del mismo oficio, parte de la ganancia. Lo propio decimos nosotros. El semejante nunca es aborrecido por ser semejante (si fuese así, todos los semejantes serían aborrecidos de sus semejantes), sino porque se considera incómodo. Pero añado: tampoco el semejante que se ama se ama por ser semejante (si fuese así, todos los semejantes serían amados de sus semejantes), sino porque considera bueno o útil al que le ama. Nunca puede ser causa motiva del amor otra que la bondad, o honesta, o útil, o delectable.


Probado ya que la semejanza no es, como se imagina, causa general del amor, sustituiremos en su lugar otra que verdaderamente lo es. Entramos en más curiosa y sutil filosofía. Hablo de la causa dispositiva, que los filósofos reducen al género de causa material. El amor es efecto y juntamente forma del sujeto. En razón de efecto, es el sujeto causa eficiente suya; en razón de forma, es el mismo sujeto su causa material. Como efecto, pide en el sujeto virtud o actividad; como forma, pide disposición, pues ningún sujeto puede recibir alguna forma sin estar previamente dispuesto para ella. Todos los misterios del amor penden de esta causa dispositiva, y, sin embargo, no hay quien, tratando del amor, se acuerde de ella. ¿Por qué siendo todos los hombres de una misma naturaleza, uno ama una cosa y otro otra? ¿Por qué éste ama lo que aquél aborrece? ¿Por qué éste es ardiente en amar y aquél tibio? ¿Por qué algunos miran con perfecta indiferencia las personas del otro sexo, de quienes otros apenas se pueden apartar? ¿Por qué éste entre las personas, ya de uno, ya de otro sexo, sólo ama a una inferior en mérito a otras muchas, insensible para todas las demás? ¿Por qué un mismo sujeto aborrece hoy lo que amaba ayer, o al contrario? ¿Por qué éste ama a quien le corresponde y aquél arde por quien le desdeña? ¿Por qué unos distraen la voluntad a muchos y varios objetos, otros no adoran más ídolo que el deleite o conveniencia propia?

Diránme, acaso, que toda esta variedad proviene de la varia representación objetiva, y dirán bien si hablan de la causa inmediata; mas no si entienden que la varia representación objetiva es causa radical o primordial de esta variedad. Hay dos especies de representación objetiva, no sólo distintas, mas aun realmente separables: una, puramente especulativa o teórica; otra, eficaz y práctica; una, que existe en el entendimiento, dejando la voluntad intacta; otra, que aunque existe en el entendimiento, tiene influjo y moción respecto de la voluntad. La distinción de estas dos representaciones se ve claramente, y se experimenta a cada paso en el que conoce que el bien honesto es preferible al delectable; sin embargo, abraza el delectable, abandonando el honesto, según aquello de Ovidio:

Video meliora, proboque
Deteriora sequor.

Y en el enfermo, que conociendo serle mucho más conveniente sufrir la sed que saciarla, no la sufre, antes la sacia. En estos y otros innumerables casos hay a un mismo tiempo dos representaciones objetivas encontradas: la una teórica, que propone como preferible el bien honesto o el útil; otra práctica, que influye para que se abrace el delectable. ¿Por qué aquélla es puramente teórica y ésta práctica? ¿Por qué ineficaz aquélla y eficaz ésta? No más que porque aquélla no halla disposición en el sujeto y ésta sí. Así, sin variarse nada intrínsecamente el conocimiento teórico, sólo con variarse la disposición del sujeto, pasará el teórico a práctico, lo cual frecuentemente sucede.

Mas ¿qué disposición es ésta? Hayla de dos maneras. En cada individuo hay una disposición permanente de su naturaleza, y otras que son pasajeras: aquélla consiste en el temperamento de cada uno; éstas, en las accidentales alteraciones del temperamento. Del temperamento viene aquella constitución habitual del ánimo que llamamos genio o índole, la cual, aunque padezca a tiempos sus desigualdades, o sus altos y bajos, siempre, no obstante, permanece en razón de habitual. Así decimos que éste es iracundo, aunque alguna vez le experimentemos pacífico; de éste, que es pacífico, aunque tal vez le veamos airado; de tal o tal temperamento viene tal o tal genio, y de las alteraciones accidentales del temperamento vienen las desigualdades del genio o índole. En un enfermo se ve que casi (y aun sin casi, si la enfermedad es muy grave) todos sus afectos y apetitos se mudan. ¿Por qué, sino por la alteración que recibió su temperie?

Mas ¿qué temperamento será el que dispone para amar?: ¿el bilioso?, ¿el flemático?, ¿el sanguíneo?, ¿el melancólico? Inútilmente se buscará en esta división de temperamentos el que inquirimos, pues todas estas especies de temperamentos vemos en sujetos de genio muy amatorio y en sujetos que adolecen poco o nada de esta pasión. Lo mismo digo de los temperamentos que resultan de los principios químicos, sal, azufre, mercurio, agua y tierra. Tampoco los humores ácidos, amargos, dulces, acerbos, austeros, etc., que contemplan los modernos como causas principalísimas de las alteraciones de nuestros cuerpos, ofrecen alguna idea de ser influxivos en el amor. Es preciso discurrir por otro camino.

Digo, pues, que el origen, así del amor como de todas las demás pasiones, no puede menos de colocarse donde está el origen de todas las sensaciones internas. La razón es clara; porque el ejercicio de cualquiera pasión no es otra cosa que tal o tal sensación ejercida, o ya en el corazón, o en otra entraña o miembro. El que ama experimenta una determinada sensación en el corazón, que es propia de la pasión amorosa; el que se enfurece, otra sensación distinta, que es propia de la ira; el que se entristece, otra distinta, que es propia de la tristeza; el hambriento experimenta en el estómago la sensación propia del hambre; el sediento, la de la sed; el lujurioso experimenta en otra parte del cuerpo la sensación propia de la lascivia.

Y ¿dónde está el origen de todas estas sensaciones? Indubitablemente en el cerebro, no sólo porque en el cerebro está el origen de todos los nervios, que son los instrumentos de ellas, mas también porque palpablemente se ve que algunas, si no todas, jamás se experimentan sin que preceda en el cerebro la representación de los objetos de aquellas pasiones a quienes las sensaciones corresponden. Sólo siente el corazón aquella conmoción que es propia del amor, luego que en el cerebro se estampó la imagen del objeto agradable; la que es propia de la ira, luego que se estampó la imagen de la ofensa, y así de las demás.

Pero ¿acaso el alma, por sí misma, inmediatamente lo hace todo; y como ella manda en todo el cuerpo, a su imperio sólo, sin mediar el manejo del cerebro, se excitan esas sensaciones? Es evidente que no, pues muchas veces se excitan, no sólo no imperándolo o queriéndolo el alma, mas aun repugnándolo o disintiendo positivamente. Así, éstos son por la mayor parte unos movimientos involuntarios; y aun cuando son voluntarios, sólo lo son ocasionalmente. Es, pues, preciso confesar que ésta es obra de un delicadísimo mecanismo, el cual ya voy a explicar.


Luego que algún objeto se presenta a cualquiera de los sentidos externos, hace una determinada impresión en los ramos de los nervios, que son instrumentos de aquel sentido; impresión, digo, verdaderamente mecánica, que realmente los agita y conmueve de este o de aquel modo. Bien sé que los filósofos de la escuela no conocen otra operación de los objetos, respecto de los sentidos, que la producción de una imagen que los representa, a lo que acaso dio ocasión el sentido de la vista, en cuyo órgano se forma la imagen de su objeto. Pero sobre que en los demás sentidos no hay ni es conceptible semejante imagen, aun en el de la vista, hay ciertamente fuera de la producción de la imagen verdadera impulsión del objeto hacia el órgano, porque si no, pregunto: ¿por qué un objeto o excesivamente blanco o nimiamente brillante, mirado un largo rato continuadamente, daña los ojos y causa dolor y alteración en ellos? No por la precisa producción de su imagen, pues la misma produce en un espejo de vidrio, sin que, aunque esta producción se continúe por muchos días y años en el vidrio más delicado, haga en él el menor estrago.

Hay, pues, verdadera impulsión de los objetos en los órganos de los sentidos: de los visibles, en la túnica llamada retina, que es un tejido de las fibras del nervio óptico; de los sonoros, en el tímpano del oído; de los olorosos, en los filamentos, que del primer par de nervios salen por los agujerillos del hueso criboso y se distribuyen por la membrana llamada mucosa, que viste por adentro las narices; de los sápidos, en las papilas nerviosas de la lengua y paladar; de los tangibles, en los ramos de nervios esparcidos por todo el ámbito del cuerpo.

La impresión que hacen los objetos en los órganos de todos los sentidos se propaga por los nervios hasta el cerebro, donde está el sensorio común; y mediante la conmoción que reciben las fibras de esta parte príncipe, se excita en el alma la percepción de todos los objetos sensibles. Muchos filósofos modernos quieren que en el cerebro se estampen las trazas, figuras o imágenes de los objetos, al modo que se abren en una lámina o en un poco de cera. Pero tengo esto por incomprensible; la instantánea, y digámoslo así, ciega impulsión del objeto sobre tal o tal nervio, ¿es capaz de formar esa imagen? El alma no sabe que hay tal imagen; y con todo, quieren que en ella conozca el objeto. Finalmente, quisiera saber cómo puede figurarse en el cerebro el calor, el frío, el sonido, el olor, etc. Ni es menester nada de esto para que el alma perciba los objetos. Esta percepción es una resultancia natural de la conmoción de las fibras del cerebro, siendo la conexión de uno con otro consiguiente necesario de la unión del alma al cuerpo.

Debe suponerse que las impresiones que hacen los objetos no son uniformes, sino distintas, como los objetos. Esta distinción es en dos maneras. Es distinta la impresión por el modo y por la parte en que se hace; la impresión que hace en el cerebro el objeto agradable, aunque se haga en las mismas fibras, es muy distinta de la que hace el objeto ingrato; y aun en la clase de gratos, como también en la de ingratos, hay gran variedad. Pongo por ejemplo: los manjares, según las diferentes sales de que constan, según la diferente figura, tamaño, rigidez, flexibilidad, copia o inopia de ellos, hacen distinta impresión en las fibras de la lengua; unos grata, otros ingrata, y con gran variedad entre los mismos que la hacen grata, como asimismo entre los que la hacen ingrata; porque no hay especie alguna de manjar que convenga enteramente con otra en el tamaño, configuración, textura y cantidad de sus sales. Todas estas varias impresiones, conservando cada una su especie, se comunican al cerebro por los nervios, o de la quinta o de la nona conjugación, que son los que se ramifican en la lengua, o por unos y otros; y precisamente en el cerebro, cuyas fibras dan origen a aquellos nervios, se hace una conmoción proporcionalmente a la que recibieron las fibras de la lengua, en que consiste la sensación grata o ingrata de esta o aquella especie que hay en el cerebro, y mediante ella resulta la percepción que logra el alma de los diferentes sabores de los manjares.

La impresión que hacen los objetos en el cerebro se debe entender varía según las leyes del mecanismo; esto es, según los varios objetos que obran en él. Estas o aquellas fibras, ya se implican, ya se separan, ya se corrugan, ya se extienden, ya se comprimen, ya se laxan, ya se ponen más tirantes, ya más flojas, ya más flexibles, ya más rígidas, etc.; y según esta variación mecánica, son varias las sensaciones.

Algunos nobles filósofos sienten que todas las sensaciones se hacen en el cerebro; quiero decir, que aun las que imaginamos celebrarse en los órganos de los cinco sentidos externos no se ejercen en ellos, sino en el cerebro; consiguientemente afirman que, hablando rigurosa y filosóficamente, ni el ojo ve, ni el oído oye, ni la mano palpa, sino que todos estos ejercicios son privativamente propios del cerebro. Ni son despreciables los apoyos en que se funda esta paradoja. En la enfermedad que llaman gota serena, el órgano particular de la vista está perfectamente bien dispuesto; sin embargo, el sujeto que padece esta enfermedad nada ve, no por otra razón, sino porque, en virtud de la indisposición de los nervios ópticos, no se propaga hasta el cerebro la impresión que los objetos hacen en el ojo. Un apoplético perfecto no padece indisposición alguna en el pie o la mano; sin embargo, aunque le puncen el pie o la mano nada siente, sólo porque las fibras del cerebro están impedidas para recibir la impresión que el cuchillo, alfiler o aguja hacen en el pie o en la mano. Aquellos a quienes han cortado una pierna experimentan una sensación dolorosa como existente en el pie que ya no tienen. Sábese, por testificación de ellos mismos, que por dos o tres días después de hecha la amputación padecen un dolor atroz, como que les estrujan los dedos del pie. De que se infiere que la representación o idea que tenemos de que en el pie o en la mano se siente el dolor, es engañosa; pues la misma representación, e igualmente viva, se halla en el que no tiene que en el que tiene pie. Como las fibras nérveas que van de los dedos del pie al cerebro padezcan en el cerebro, o sea por la amputación o por otra causa, la misma, o contorsión, o compresión, o distracción, que cuando se estrujan los dedos del pie, será fijo padecerse la misma sensación dolorosa faltando el pie que si se estrujasen los dedos del pie. Pero esta cuestión poco o nada importa a nuestro propósito. Prescindiendo, pues, de ella, veamos ya cómo se excita el amor.


Tres especies de amor distingo: apetito puro, amor intelectual puro y amor patético. El apetito puro, que con alguna impropiedad se llama amor, se determina a aquellos objetos que deleitan los sentidos externos, como al manjar regalado, al olor suave, a la música dulce, al jardín ameno. Este amor se excita precisamente por la experiencia que tiene el alma de la sensación grata que le causan estos objetos. El alma naturalmente apetece y se inclina al gozo de lo que la deleita, y así, no es menester más requisito para excitar en ella ese amor que la experimental representación de la sensación grata que causa tal o tal objeto.

El amor intelectual puro viene a ser el que los teólogos morales llaman apreciativo, a distinción del tierno. Dámosle aquel nombre porque es mero ejercicio del alma racional, independiente y separado de toda conmoción en el cuerpo o parte sensitiva. Este se excita por la mera representación de la bondad del objeto. El alma ama todo lo que se le representa bueno, sin ser necesaria otra cosa más que el conocimiento de la bondad. Así ama aun separada del cuerpo, y el amor intelectual puro, de que hablamos, realmente en cuanto al ejercicio, es semejante al que tiene el alma separada.

El amor patético es el propio de nuestro asunto. Este es aquel afecto fervoroso que hace sentir sus llamaradas en el corazón, que le inquieta, le agita, le comprime, le dilata, le enfurece, le humilla, le congoja, le alegra, le desmaya, le alienta, según los varios estados en que halla el amante respecto del amado; y según los varios objetos que mira, ya es divino, ya humano, ya celeste, ya terreno, ya santo, ya perverso, ya torpe, ya puro, ya ángel, ya demonio.

Cuando digo que hay amor patético, torpe y perverso, no se debe entender que por sí mismo lo sea, sino por la concomitancia que a veces tiene con el torpe apetito. Es cierto que el amor muy ardiente a sujeto de distinto sexo, si no cae en un temperamento muy moderado, está arriesgado a la agregación de una pasión lasciva; pero aun cuando suceda esta agregación, se deben contemplar no como una sola, sino como dos pasiones diversas, o como dos distintos fuegos, uno noble, otro villano, que, como tales, tienen su asiento y se hacen sentir, aquél en el corazón, parte príncipe del hombre; éste en la oficina más baja de este animado edificio; aquél es propiamente amor, éste mero apetito. Despréndense no pocas veces algunas centellas del primero que encienden el segundo, mas no por eso se deben confundir o juzgarse inseparables; antes bien son muy diversos los temperamentos que encienden una y otra pasión en grado sobresaliente. Así se ve que los hombres muy lascivos no son de genio amatorio: apetecen, no aman; son como los brutos; quieren no el objeto, sino el uso; de que se sigue que, saciado el apetito, queda el corazón en perfecto reposo.

En esta especie de amor (digo del patético) hay notable discrepancia de unos individuos a otros. Hay algunos de índole tan tierna, de condición tan dulce, que se enamoran casi de cuantos tratan, y, como se suele decir, a todos quieren meter en las entrañas; al contrario, otros tan despegados, tan secos, tan duros, que ningún mérito basta a conciliar su cariño. No apruebo lo primero, pero abomino lo segundo. Aquéllos son unos genios suaves, indulgentes, benignos, que carecen de elección, pero en recompensa abundan de bondad; éstos son unos montaraces, agrestes, malignos, a quienes todo desplace, sino lo que más debiera desplacerles, esto es, ellos a sí mismos. Los primeros no son muy discretos, pero los segundos declinan a irracionales; pues como advirtió muy bien Juan Barclayo, sólo ánimos enteramente bárbaros son insensibles a los atractivos del amor: Amor in omnium animis, nisi prorsus barbaris regnans. Entre estos dos extremos hay un medio, y aun muchos medios, según que unos genios se acercan más que otros a uno u a otro extremo.

Hay también gran diferencia de unos hombres a otros en cuanto a la intensión de amar. Hay quienes sólo son capaces de una pasión tibia que los inquieta poco; que miran con ojos enjutos, no sólo la ausencia, más aún, la muerte de un amigo; y quienes se apasionan tan violentamente, que apenas pueden vivir sin la presencia del objeto amado. Entre estos dos extremos hay también sus medios.


Toda esta diversidad viene de la diferente impresión que hacen los objetos en los órganos de distintos individuos. Hacen, digo, los mismos objetos o un objeto mismo en especie y en número diversa impresión en los cerebros de distintos hombres. Es preciso que así sea, por razón de la diferente textura, configuración, tamaño, movilidad, tensión y otras circunstancias de las fibras del cerebro de distintos sujetos. Es cierto que como nos distinguimos unos de otros en las partes externas, ni más ni menos sucede en las internas. ¿Por qué la Naturaleza había de ser invariable en éstas, afectando tanta variedad en las otras? Como nosotros vemos en las partes externas de algunos hombres varias irregularidades monstruosas, los anatómicos las han hallado muchas veces en las internas. No es creíble que yendo la naturaleza consiguiente de unas a otras en estas discrepancias mayores, no vaya también consiguiente en las menores.

Puesto esto, es fácil concebir cómo un mismo objeto haga impresión diversa en las fibras del cerebro de distintos hombres. La filosofía experimental nos muestra a cada paso que el mismo agente, sin variación alguna en su virtud, en diverso paso produce diferente efecto, y que el mismo motor, conservando el mismo impulso por la diferente configuración, magnitud, positura y textura del móvil, produce en él diferente movimiento. Tiene, pues, este hombre las fibras del cerebro de tal modo condicionadas, que, presentándose a sus sentidos un objeto hermoso, hace en ellas aquella impresión que causa el amor; éste las tiene tales, que el objeto no hace ni puede hacer en ellas tal impresión. Del mismo modo se debe discurrir para el más y para el menos. De la disposición de las fibras viene que en uno haga vehementísima impresión el objeto hermoso; en otro, floja y débil.

Con proporción sucede lo propio respecto de las demás pasiones. Según que las fibras del cerebro son de tal textura, posición, consistencia, flexibilidad o rigidez, sequedad o humedad, etc., son más o menos aptas para que en ellas el objeto terrible forme aquella impresión que causa el miedo, o el melancólico la que excita la tristeza, o el ofensivo la que excita la ira.

Mas ¿cómo de la impresión que hacen los objetos en el cerebro resultan en el corazón estos afectos? Todo, como dije arriba, es obra de un delicadísimo mecanismo. Así como la impresión que hacen los objetos en los órganos de los sentidos externos se propaga por los nervios hasta las fibras del cerebro, la impresión que hacen en las fibras del cerebro se propaga por los nervios hasta el corazón. La experiencia propia muestra a cada uno tal sensación determinada cuando ama con alguna vehemencia, otra diversa cuando se amedrenta, otra cuando se irrita, etc. Del cerebro vienen todas estas diferentes conmociones, lo cual se evidencia de su inmediata sucesión a la impresión que hacen los objetos en el cerebro; según que la impresión en el cerebro es diferente, es diferente también la sensación del corazón.


Pero ¿será posible especificar las impresiones que causan tan diferentes sensaciones; esto es, señalar qué especie de movimiento constituye a cada una de ellas? Materia es ésta sólo accesible al entendimiento angélico. Mas por un género de analogía, ya con los efectos que causan, ya con algunas sensaciones externas, creo podemos caracterizarlas de algún modo. Siguiendo esta idea, me imagino que el movimiento que causa la sensación de amor en el corazón es ondulatorio; el que causa la del miedo, comprensivo; el que causa la de ira, crispatorio; y a este modo se puede discurrir de los movimientos productivos de otras pasiones. El tener las fibras del cerebro más aptas para recibir un movimiento que otro, hace que los hombres adolezcan más de una pasión que de otra. Éste las tiene dispuestas para recibir un suave movimiento ondulatorio, adolecerá de la pasión amorosa; aquél para recibir movimiento crispativo, será muy propenso a la ira.

Es preciso también advertir que esta disposición se debe continuar en el nervio, o nervios, por quienes se comunica el movimiento al corazón, para que a éste se comunique la impresión hecha en el cerebro; así como para que al cerebro se comunique la impresión que los objetos hacen en los órganos de los sentidos externos, es menester que los nervios, por donde se hace la comunicación, estén aptos para recibir y comunicar el movimiento.

Es verosímil que la comunicación de movimiento del cerebro al corazón para todas las pasiones, que tienen su ejercicio en esta entraña, se haga por el nervio que llaman los anatómicos intercostal, y se componen de ramos del quinto, sexto y décimo par; porque parte de dicho nervio se distribuye en el corazón, y parte se ramifica por los pechos y partes genitales; comunicación por la cual Tomás Uvilis explicó mecánicamente varios fenómenos pertenecientes al deleite sensual y venéreo, materia, sin duda, de muy curiosa física, pero mirada con asco de la ética.

Debe discurrirse, que así como de la textura del cerebro pende la impresión que hacen en él los objetos, la textura del corazón contribuye mucho para que obre más o menos en él la impresión que viene del cerebro: esto por la regla general de que todo agente obra más o menos directamente, según la mayor o menor disposición del paso. Así unos tendrán el corazón más dispuesto para la sensación de amor, otros de ira, etc.


Finalmente, es de creer que la calidad y cantidad de los líquidos que bañan el cuerpo tenga su parte en el ejercicio de las pasiones; pongo por ejemplo, que el humor salso contribuya a la lujuria, el amargo a la ira, el austero a la tristeza. Mas es necesario para esto que cada humor tenga algún especial aflujo hacia aquella entraña donde se ejerce la pasión que corresponde a su influencia. El que en el estómago se congregue mucha copia de humor salso o amargo, nada hará para que el sujeto sea furibundo o lascivo. Es menester que el amargo se congregue hacia el corazón, y el salso en otra entraña. Así se ven hombres que abundan de humor salso sin ser lascivos, y del de amargo sin ser iracundos. El aflujo de tal o tal humor más hacia una parte del cuerpo que hacia otra es cosa experimentadísima en la medicina. La causa de esto es hallar más hacia una parte que hacia otra poros, conductos o canales proporcionados, por su configuración y tamaño, a la figura y magnitud de las partículas insensibles de cada humor.

Mas ¿qué humor será el propio para contribuir a la pasión amorosa? Eso es lo que yo no sé, ni juzgo que nadie sepa. No lo sé, digo, pero imagino que en la sangre, propiamente tal, está depositado este misterio. Es sangre, propiamente tal, no todo el licor contenido en venas y arterias, sino aquella parte de él en quien, separada del resto, subsiste el color rubicundo, y cuya cantidad es menor que la de otros humores contenidos en los vasos sanguíneos, como se ve en la sangre extraída con la lanceta, pues en la vasija donde se deposita, en haciéndose la disgregación, la porción rubicunda ocupa mucho menos espacio que otros humores, ya verdes, ya acuosos, ya amarillos.

En la sangre han observado los modernos partes terrestres, ácueas, oleosas, espirituosas y salinas. Acaso el predominio o exceso respectivo de las oleosas conducirá para el amor. La inflamabilidad y flexibilidad de ellas representa a la imaginación cierta especie de analogía con aquel blando fuego que siente el pecho en la pasión amorosa. Acaso alguna determinada especie de sales o determinada combinación de sales diferentes (puesto que hay muchas y diversas en la sangre, y discrepantes en distintos individuos) mordicando suavemente el corazón tiene su parte en la sensación del amor. Mas pase todo esto por mera imaginación. Si la autoridad de un poeta fuese de algún valor en un asunto físico, Virgilio nos suministraría una buena prueba de que la sangre es el fomento propio del amor, cuando hablando de la infeliz Dido cantó:

Vulnus alit venis, et caeco carpitur igne.

Esto es lo que me ha ocurrido sobre la causa dispositiva o temperamento propio del amor y otras pasiones. Espero de la equidad del lector, que aunque no haya hallado en algunas partes de este discurso aquellas pruebas claras que echan fuera las dudas, no por eso acuse mi cortedad. Debe hacerse cargo de que en una materia oscurísima y hasta ahora tratada de nadie, cualquiera luz, por pequeña que sea, es muy estimable. Hay asuntos que piden más penetración para encontrar lo verisímil, que se ha de menester en otros para hallar lo cierto.


Por complemento del discurso propondré una cuestión curiosa sobre la materia de él. ¿Qué estimación debe dar la política a los genios amatorios? ¿Debe apreciarlos o despreciarlos? ¿Considerarlos magnánimos o pusilánimes? ¿Generosos o débiles? ¿Aptos o ineptos para cosas grandes? Dos famosos ingenios veo muy opuestos en esta materia. Uno es el gran canciller Bacon; el otro, Juan Barclayo. El primero, en el tratado que intituló Interiora rerum, capítulo X, abiertamente se declara contra los genios amatorios o contra el amor intenso tratándolo como pasión humilde, que no cabe en ánimos excelsos: Observare licet neminem ex viris magnis et illustribus fuisse quorum extat memoria, vel antiqua vel recens, qui addactus fuerit ad insanum illum gradum amoris. Unde constat animos magnos et negotia magna infirmam hanc passionem non admittere. Barclayo, al contrario, reconoce espíritus altos en los genios amatorios: Est autem (dice) hominis animus quem ad amandum natura produxerit, clementibus, magnisque spiritibus factus.

Creo que la opinión común está a favor de Bacon y que casi universalmente están reputados los genios amatorios por espíritus pueriles y afeminados. Yo estoy tan lejos de ese sentir, que antes me admiro mucho de que un hombre de tanta lectura y observación como aquel gran canciller pronunciase con tanta generalidad la máxima de que ningún grande hombre adoleció de la pasión amorosa. Es verdad que luego exceptúa a dos: Appio Claudio y Marco Aurelio; pero a estos dos solamente, cuando pudiera tejer un larguísimo índice de almas grandes sujetas a la misma enfermedad. Mucho es que siquiera no le ocurriesen enfrente de aquellos dos romanos, dos griegos, no menos famosos por sus hechos, ni menos sensibles a los halagos del amor: Alcibíades y Demetrio el Conquistador.

Pero mucho más es que olvidase un ejemplar insigne, opuesto a su máxima, que tenía delante de los ojos. Hablo de Enrique el Grande, ilustrísimo guerrero, príncipe generosísimo, de alto entendimiento, de incomparable magnanimidad, pero extremadamente dominado toda su vida por la pasión amorosa. Ni los mayores afanes de la guerra, ni los peligros de la vida, ni las ansias de la corona, eran bastantes a apartarle el corazón, por una hora, de aquel doméstico enemigo. Dijo bien un autor moderno de gran juicio, que si Enrico careciese de este embarazo, era capaz de conquistar toda la Europa. Su ternura atajó muchos progresos de su valor. Al momento que acabó de ganar la batalla de Coutras, debiendo seguir la armada enemiga e ir a cortarle el paso de Sanmur, como le aconsejaba el de Condé, separándose con quinientos caballos, fue volando a la Gascuña, adonde le llevaba, como arrastrado, la condesa de Guiche, y así perdió los mejores frutos que pudo producirle aquella victoria. Lo más es que en Enrico se hicieron realidades los indignos abatimientos que la fábula atribuyó a Hércules en obsequio a su adorada Omfale. Enrico, aquel rayo de Marte y admiración del orbe, se vistió, tal vez, de labrador, y cargó con un costal de paja, por introducirse al favor de este disfraz, no pudiendo de otro modo, a la bella Gabriela. La marquesa de Vernevil le vio más de una vez a sus pies, sufriendo sus desprecios e implorando sus conmiseraciones. Todo lo cuentan autores franceses.

No se opone, pues, el amor al valor. Pero es verdad que no pocas veces estorba el uso de él, distrayendo el ánimo de los empeños en que le ponen, o la ambición o la honra, a los que inspira aquella pasión predominante, de que es un notable ejemplo en los tiempos cercanos el celebrado Enrico, cortando improvisadamente el curso a sus triunfos por ir a buscar en la Gascuña a la condesa de Guiche; y en los remotos, Antonio, desamparando repentinamente su armada combatiente por seguir a la fugitiva Cleopatra. Pero también es cierto que muchos supieron separar los oficios del valor y del amor, dando al segundo sólo aquel tiempo que sobraba al primero, como se vio en Alcibíades, en Demetrio, en Sila, en Surena, general de los partos, y en infinitos de nuestros tiempos.

No por impugnar la máxima de Bacon admito sin modificación o explicación la de Barclayo. Si por espíritus altos se entiende aquella virtud del ánimo que llamamos valor o fortaleza, no veo que el temperamento amatorio tenga conexión alguna con ella, aunque, como hemos visto, tampoco tiene oposición. En unos sujetos se junta con ella; en otros con el vicio contrario, porque es indiferente para uno y otro. Es verdad que el amor vehementísimo hace a los hombres animosos, pero sólo para aquellas empresas que conducen al fin del mismo amor. Esto es general para otras pasiones muy predominantes. El que es muy codicioso, aunque sea tímido, expone su vida a los riesgos del mar por adquirir riquezas; el muy ambicioso, a los de la guerra, por elevar su fortuna.

Si por espíritus altos se entiende un género de nobleza del ánimo, que le inclina a ser dulce, benigno, complaciente, humano, liberal, obsequioso, convengo en que los genios amorosos están dotados de esta buena disposición; advirtiendo que hablo precisamente del amor púdico, porque el apetito torpe, por grande que sea, es muy conciliable con la fiereza, con la rustiquez, con la insolencia, con la crueldad, con la barbarie, como se vio en los Tiberios, Calígulas y Nerones.