Talión
Mal se portaba con los patriotas el cura del lugar. Conspiraba contra ellos, ayudándole su sobrino el licenciado. No abundaban, por cierto, los curas rebeldes. Si algunos se atrevían, los obispos excomulgábanlos y apostatando entonces, insubordinábanse con sus republiquetas de naturales, sin cesar aperreados por la gente del rey. Emprestaban de las rancherías vituallas y pertrechos. Luchaban, exhortando con sus proclamas en el peligro, orando por los agonizantes. Si daban en cautivos, luego de degradarlos los mataban. Mas, éstos no excederían la docena. Los demás, como aquél, predicaban obediencia al godo, apostrofaban con el infierno. Exhibían su tableje con asidua obsequiosidad — contra la patria, no, nunca! — pero contra los herejes, inculcaban. Así el cura de aquel lugar y su sobrino el licenciado.
Éste con su religión dulzaina, sus ojos abstinentes, su talante zancudo que en una como loba doctoral se fajaba, su modestia retráctil, excluía toda sospecha al parecer. La devoción le colgaba de la nariz como el moco al pavo. Su castidad censuraba con mustia avilantez. Su alma de solterona arrinconábase en una mollera baldía de pelos. Pero ahí donde lo veían, en latín se llevaba de calles á cualquiera; y al graduarse en el solemne claustro cordobés, no había fallado un punto cuando sus exámenes, ni durante las doce conclusiones, sobresaliendo en las de ánima, ni en las cuatro parténicas, ni en las cinco mortales horas de la ignaciana. Los sermones del lustre, los panegíricos de miga complutense, él los condimentaba. Retajaba bien las plumas y fabricaba tinta de caparrosa.
Recluidos por el trastorno revolucionario en aquel villorio, cuantas veces el ejército realista atravesó, ambos lo favorecieron, considerándose sus atalayas á pretexto de confesiones y bautismos. Mas muy luego la hostilidad asedió.
Circunceñidas de hierro, las tropas replegáronse sobre Salta. Hambreaban, no obtenían ganado, esparcíanse en su busca; y sin lograr ni un rastro bisulco en las soledades, evacuaban el paraje, cosidas á su rezaga las montoneras, entre descargas y quemazones.
En una de ésas, había asustado al sobrino una broma terrible. Apresurábase para la parroquia caballero en lucio macho. Ya pardeaba la noche, pavonando los cerros del contorno. El sendero estrechábase en una especie de zaguán dintelado por dos árboles. Acertaba justamente con esa estrechura, cuando el animal se le escabulló como agua de entre las piernas; y no bien rehecho del trompicón, un tétrico cuadro presentose á su vista. Ahorcajadas en la bifurcación de ambos los troncos, distinguíase dos figuras humanas. Sus contrahechas posturas, la fetidez que apestaba alrededor, revelaban bien dos cadáveres allí elevados á guisa de bausanes por un chiste macabro de la montonera. Resaltaban dos botones brillantes, una mano seca en la semioscuridad. El pusilánime temía á los espectros; y compelido á atajar senda, se descarrió por lo más fragoso, recogiéndose ya muy de noche al presbiterio, arañado por las malezas y recalcado de un pie.
Su odio á la montonera se acrisoló en su miedo, cambiándose éste en pavor. Sus estratagemas, en vista de dañarla, redoblaron; y á cada éxito experimentaba una satisfacción casi física, un frenesí como los niños en dentición cuando muerden.
Aliábase intrínseco oprobio á sus ideas de exterminio. Látigo á esos disidentes de la opresión, para humillarlos. Cauterio voraz a todo para arrasar almas y cuerpos. Las hembras y las crías en corrales, sin alimento, sin agua. Huérfanos por los bosques, aterrando con gritos de bestia. Mujeres aporreadas por los perros, unas; otras, las blasfemas, con una piedra caldeada en la boca. Algún chiquillo ya sin eco su llanto, henchida de querezas la boca junto á la madre amarrada. Y ellos, los rebeldes, descoyuntados en potros y cepos, encurtidos á varilla los jamones ó danzando zapatetas en la horca. Ah, destilar esas vidas, mondando tela por tela el corazón como una cebolla con exquisitez de torcionario!... Talar las siembras, los árboles, las rancherías; y sobre la región así asolada por las sevicias en coyunda con el anatema, sobre las ruinas sin ayes, el espectro de la Majestad.
Sobresalía una grandeza de infierno en aquellas meditaciones. El amo quería avasallar aún con sus férulas en la quimera de poderío que lo ilusaba; y este único pensamiento erguíase sobre su frente como una cimera. Sin un amor que le asoleara la vida, burlado por todos los fraudes del destino y descollando por feo, aquel lúgubre santurrón había soñado una autoridad tan gigantesca, que todos, él inclusive, se redujeran por contraste á polvo.
Arriba el rey, bueno! Alto, tan alto que sus pies ya fueran cima; pero abajo, bien abajo, solidaria ignominia para los demás. Que nadie poseyera cosa, fuera del yugo!
Parecían facilitar sus proyectos los barruntos políticos que se deslizaban de por el sur. Hablábase de un rey para la América, un inca quizá... Había discernido una vislumbre de esperanza en eso, emitiendo la idea durante sus coloquios con los montoneros del lugar. El rey inca significaba la salvación. Así disfrutarían de libertad, orden y un gobierno de su sangre. Algunos defirieron y empezó á prosperar la impostura; pero olvidaba lo principal; el caudillo, que andaba entonces ausente. Sobornado éste, encendíase el fuego, mezclando en igual apostasía á la montonera con la Constituyente, medio inclinada ya...
Por fin, regresado que hubo, el licenciado tanteolo, no sin rodeos; mas, al primer avance, el otro lo atolondró con su negativa más contundente.
—Reyes?... Cortes?... Vocablos para él sin acepción ninguna. ¿Un indio rey?... ¡Como jumento con albarda de plata! Dejarase de cominear en esas cosas, aplicándose á sus latines. Ya entenderían en ello quienes debíanlo de hacer.
Amancebado con una joven de la vecindad, residía allá cerca el caudillo. Linda pareja: él, moreno, arisco el bigote, intonso el cabello á la nazarena. Ella bien espigada en sus dieciocho años, casi del todo blanca, llenos los ojos de narcótica tiniebla, y los cabellos, en su lacia negrura, abiertos sobre la frente cual remos de golondrina fatigada. Por su grácil belleza atribuíanle noble estirpe. Quien la achacaba á un visitador de Real Hacienda, transeúnte por allá; quien á un segundón tronera, reo de Inquisición, que atesorar en el pueblo muchos cariños...
De un tiempo antes la maternidad, transfigurándola, engrosó sus labios y empañó su cutis con internas sazones de fruta, en conjunto á la vez de sumisa animalidad y plenitud angélica. Desde las entrañas en trabajo demacró su rostro una turbación del que al parecer anticipaba los dolores del trance; y á la alucinación del misterio latente en ella, exuberó más dichosa, más hembra con su hermosura que el contacto del varón aun remozara, mudados en racimos dolorosos los estrictos senos de la virgen, el agraz en néctar, la linfa en sangre.
La joven y el caudillo disfrutaban su himeneo en parangón con los pájaros, sin otra consagración que sus ósculos; y á esta circunstancia apeló entonces el licenciado. Lo que nunca, salió visitándolos una mañana; mostróse otra y más veces; amonestó con el recato y con las culpas...
El gaucho disgustose en breve. Empalagábalo ese paternostrero. Y cierto día, atracándolo por ahí, lo disuadió con dos argumentos. Desistió entonces el beato; y á poco el joven se ausentaba en expedición.
Apenas ido, una fuerza española se encerró en el lugar. Alojose su jefe en el presbiterio, citando á las mujeres para tomarles declaración. Lo de siempre: nada sabían. Replicaban en un pronto, con osadía tal que maravillaba á los chapetones. La mujer del caudillo compareció también. Lo mismo: nada y nada. Sólo recordaba que una vez les participó el licenciado ciertas cosas de un rey inca...
El oficial se inmutó. Y su marido qué opinaba de eso?
Psh! Su marido chanceó con la tontería. A él no lo habían de embaucar así; para gobernarlos bastaba el comandante Güemes, hijo del país, respetado por ellos, padre de los pobres. Qué reyes ni qué demontre! Canalladas de los letrados porteños! Así argumentaba su marido.
Sin un melindre lo espetó, como quien se desbasta de una postema. Apresáronla por ello, y quedó con centinela de vista en la casa parroquial cuando los godos se replegaron á su columna. La muchacha, encinta de seis meses, enfermó con el atropello.
Dos días permaneció vedado el presbiterio, y sus habitantes, retirados, sin dejarse ver. La noche anterior, el licenciado había requerido á la comadre del lugar, llevándola consigo; mas, paralizada de terror la parroquia, nadie curioseó, para qué.
Así empezó la otra noche, entoldada de nubes. La puerta del presbiterio sesgaba un rayo de candil, regularmente cortado por la sombra del centinela en marcha. La selva, como un aireado pebetero, reanimaba su difuso bálsamo que sofocaba á ratos el vahaje de los henos. Cada rancho arrebujaba un temor; y mientras, en el vivac montonero que reposaba, el jefe, bilocado por una pesadilla, repercutiéndole en la garganta los latidos de su corazón, vio la alcoba del presbiterio, netamente.
Tío y sobrino dormitaban en sus sillas; sobre uno de los lechos había una mujer cuyas facciones, accidentaba al oscilar la vela desde un rincón del piso. Junto á la otra cama advertíase un rifle, y en la pared del fondo un crucifijo. El cura llevaba su solideo, el licenciado su gorro. La mujer estaba sin duda muerta... Una mujer muerta?... Allá... Mal se avenía eso... Una mujer muerta!...
Y de golpe, como un trueno que le rodara en el cráneo, la certidumbre se declaró. Muerta! Allá! Muerta!
Aspiró bruscamente el aire, despertose de cara á las nubes, turbias sus potencias, un sollozo estrangulado en su garganta, ansiando como si llorase para dentro. Todavía lo ofuscaba la luz de aquella alcoba. Y su convicción, triunfando aun del absurdo, lo desvelaba. Bregó con ella, provocó el sueño, centuplicando su energía. Imposible todo. Constantemente lo embargaba aquella visión. Inquietolo por fin de tal manera, que arrastrándose hasta uno de los dormidos, lo removió quedo. Secreteando, ordenó en seguida. Delegaba en él su jefatura; muy luego se les reuniría al rastro, si veíanse obligados a desalojar la posición...
Sonaron frotes de virolas, retintines de espuelas, un tranco entre los árboles. Y ya lejos, bien rodeado de noche, el jinete estimuló á su montado.
Al galope, á escape bien pronto, sin precaverse tragaba las leguas. De cuando en cuando una interjección habitual sacudía al bruto que con un han! se esforzaba.
Sombras, peñascos, arboledas; ladridos vagos primero, más cercanos... más próximos aún... Un grito al azar de la sombra:
—Alto ahí!... quién vive?...
Un tiro... un ay!...
...Saltó la puerta del presbiterio, y el gaucho apareció obstruyéndola con su estatura.
Todo estaba tal cual lo había vaticinado su visión, menos el fusil que faltaba y los moradores que recibíanlo postrados.
La faz del sobrino encanijábase en un correoso puchero; la del otro, calípiga en su obesidad, manifestaba con leve resalto los ojos, nariz y boca semejantes á tajitos sobre la comba de un melón.
El gaucho, previa una vacilación muy breve, quitose el sombrero, y encaminándose lentamente á la cama de la difunta, sentose en un baúl que sostenía la cabecera.
Como un relámpago asaltó á los otros el pensamiento de escaparse, con igual rapidez extinto; pues la lucha en que acababa de sucumbir el centinela, su muerte fulminante, de un solo ay! incluían esta conjetura. Vigilaría alguno, afuera? De no, por qué se descuidaba el hombre? Y sobrecogidos, apoltronáronse otra vez.
El gaucho meditaba. Sus ojos dilatados por el delirio sumergíanse en la oscuridad exterior. Con potentes anhelaciones, el caballo, afuera, se recobraba. Y en esa soledad con su indistinto murmullo de grande agua, el concubio ahogaba todo otro rumor.
No pestañeaba siquiera el siniestro viudo. Los codos en las rodillas, arqueado el dorso, realzábanse duramente su melena, sus párpados meditabundos, su mentón llovido de bigotes. Y como el candil lo iluminaba desde el piso, su sombra prolongábase sobre la pared como una bandera. La sombra temblaba un poco; él no.
Tampoco lo aquejaba ni un encono. Martirizábalo tan sólo un dolor muy adentro, cierta cosa agudamente fría, como si un trompo de estridente púa le taladrara el corazón.
El silencio auguraba catástrofes. En el cielo seguían precipitando sin duda sus rolidos los nubarrones en masas de sombra y de silencio. El gaucho ensimismábase más y más. A ratos alisaba lentamente los cabellos de la muerta, componía en la divagación del ademán las chaquiras que rodeaban su cuello; y como arrullándola con un vagido articulaba:
— Pobrecita!... Pobrecita!... Promediaba la noche, encapotándose de mayor lobreguez... Por fin el cura musitó:
— Hijo?...
Inmovilidad, silencio.
— ... Hijito?... suplicó el viejo; y al principio tartamudeando, después con verbosidad desesperada, se disculpó.
No les reprochara una injusticia. Deplorarlo?... Nadie más que ellos. Pero la pobre se había alterado mucho cuando el oficial, como incurriera en insolencias, le prometió cien azotes. Ni con una pluma, le pegaron, nunca! Al ver que con la alteración peligraba, habíanla sacramentado para que no muriera mal.
Mesábase los cabellos, lamentando el desenlace; y su gelatinosa pulpa se aplastaba sobre la silla en desolada actitud.
Con una sonrisa que le enaceitaba los labios, el sobrino trabucó un argumento; mas el cura le reprimió, hilvanando acto continuo su tarabilla:
— Una santa!... Era una santa! Abortó, cierto, pero eso incumbía á la partera. Inútiles fueron las medicinas. Se arrepintió por suerte y Cristo Jesús la perdonaría. Una santa, una santa! En la gloria rogaría por él á esas horas... Juicios de Dios! No les culpase á ellos el delito ajeno. La velarían contritos y él, de balde, le cantaría los responsos...
Ni le repugnaba semejante oferta, anonadado en el fondo de su desastre. Y en todo eso, una idea preponderaba, horadándole la cabeza de sien á sien: Muerta!
El otro balbuceaba.
Mucha, mucha sangre. La partera la extenuó quizá. Se fue en sangre. Pero en qué, por Dios, en qué habían delinquido? Testigo el Señor crucificado.
Acababa la noche. Como un dormido á quien importunasen anacrónicas charlas, el hombre susurró:
— Chiiit!...
En ese momento una calandria preludió allá cerca su canto.
Primeramente fue un trino de pichón friolero; después un largo silbo, poco á poco entrecortado; después pastosos cloqueos, bullas de agua locuaz en el buche; un airoso guirigay que parodiaba la polifonía del bosque; silbos otra vez, otra vez lastimeros píos; hidráulicos tecleos y de golpe, en efusivo convólvulo, un gorjeo clarísimo remontado por caudalosas escalas.
Al firmamento que emblanquecía mitigando sus estrellas, trovaba su himno el ave. Enajenada en lírico arrebato su alma ascendía á la aurora como una llamita. Ufanábase en la etérea inhebración de las alturas, en el delirio de mecerse por la extensión cuando se arrebola con claridades lejanas el horizonte más allá del tiempo, más allá de la vida...
Vocalizaba, los idilios en el rastrojo, la juvenil maternidad en el arbusto, la inquietud por los huevecillos que el ala protege, con apasionada ternura, cual si modulase en la punta de su pico su pequeño corazón. Tal una jaculatoria que el mundo tributase al día, flotaba sobre las tinieblas, hija del sol, para verlo primero, en un éxtasis musical de inconmensurable altura, saludando á la inmensidad.
Expresaba el despertamiento de las cumbres, la inquietud de las arboledas que se matizarían de aurora, la iluminación de las nieves, el efímero encanto de las nieblas en evaporaciones lilas cual una corporización de suspiros; alborozándose con los júbilos de la fertilidad bajo las frescuras de la madrugada, cabiendo en su interpretación, tan flexible y delicada era, desde el rocío que irisa en el césped sus mil ojillos de cristal, hasta el aroma inmenso de la montaña.
Trinaba con nuevo brío la acerada cuerda de la canción. En continuidad de vena líquida rizábase su raudal, mientras más bajo armonizaba tenues contactos de caireles. Ensalzaba las vigorosas labores: las siembras con sus copulativas temperaturas, las corridas por el páramo escueto donde se aterían las carnes y se acendraba el vigor — la misma guerra con sus heridas que exhalaban á los espíritus como brasas coronadas de incienso...
El gaucho escuchaba y se conmovía. Allá cerca de su rancho, tenía ella un nido de calandrias cuyos pichones proponíase criar...
Y aquel canto semejante á un díctamo de leve dulzura, consolaba su soledad, mientras el alma de su tesoro desvanecíase en la pureza de la aurora.
Alboreaba. Frente á la puerta, el caballo pacía. Más lejos, circunvalando el paisaje, una loma azulábase lentamente, y sobre ese azul fluctuaba el pincel de humo de algún fuego. Cloqueaban en el arroyo las charatas, fingiendo con sus gritos roldanas en función. Adentro ni un suspiro perturbaba la inmovilidad.
El paisano se enderezó con un estremecimiento, dirigiéndose hacia el cura, é impulsándole de un empellón:
— Siga!
Una vez fuera, aquél trancó la puerta, y el sobrino quedó á solas con el cadáver.
Prodújose en el patio un rumor como de sollozos, una imprecación, algo que pataleaba y resistía... Después nada.
La puerta se abrió otra vez, presentándose el insurgente:
— Siga!
El licenciado ni parpadeó. Su rostro desvencijábase como un caballete. Apenas las orejas conservaban su rigidez. Aquello, sin nada humano ya, simulaba un títere lamentable con los hilos rotos.
— Siga!
Aunque lo pretrificaba el susto, veíase bien que por dentro, retraíalo un solo temblor.
— Siga! reiteró el gaucho, adentro ahora, una mano en la nuca del triste.
Obedeció tambaleando, valgas las rodillas, de autómata el andar...
En medio del patio yacía un mortero sucio de sangre fresca, y á la par el cuerpo del otro, boca abajo. Una mancha oscura iba extendiéndose hasta sus muslos. La primera luz del sol lustraba el gris acerado de su pelo. Más allá sospechábase el cadáver del centinela en una depresión de la yuyada. El gaucho dispuso:
— Acuéstese... Ahí no más, pa degollarlo.
Tumbose el sobrino junto al mortero, empujado por su verdugo. Sajó la daga, principió un grito casi al punto enronquecido por el gorgoteo de la sangre que roció en delgados chisguetes...
El caudillo penetró de nuevo en la alcoba. Observó las paredes, el Cristo del fondo, sus manos manchadas de sacrilegio y de muerte. Durante una hora paseó la pieza, largo á largo, repitiendo incesantemente, con voz opaca:
— Bueno... bueno... bueno... bueno...
El caballo asomó de pronto la cabeza, con aquellos sus ojos de infancia y de pradera. Violo adelantar el belfo, curioso, como si comprendiese; la pena se le encabritó en el pecho, y recién entonces, oprimiendo el cadáver contra su cara, prorrumpió en un huracán de sollozos.