Tabaré: Libro primero


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I
El Uruguay y el Plata
Vivían su salvaje primavera;
La sonrisa de Dios de que nacieron
Aun palpita en las aguas y en las selvas;

Aun viste el espinillo
Su amarillo típoy; aun en la hierba
Engendra los vapores temblorosos
Y a la calandria en el ombú despierta;

Aun dibuja misterios
En el mburucuyá de las riberas,
Anuncia el día, y por la tarde enciende
Su último beso en la primera estrella;

Aun alienta en el viento
Que cimbra blandamente las palmeras.
Que remece los juncos de la orilla
Y las hebras del sauce balancea;

Y hasta el río dormido
Baja en el rayo de las lunas llenas,
Para enhebrar diamantes en las olas,
Y resbalar o retorcerse en ellas.


II
Serpiente azul de escamas luminosas
Que, sin dejar sus ignoradas cuevas,
Se enrosca entre las islas, y se arrastra
Sobre el regazo virgen de la América,

El Uruguay arranca a las montañas
Los troncos de sus ceibas
Que, entre espumas e inmensos camalotes
Al río como mar y al mar entrega.

El himno de sus olas
Resbala melodioso en sus arenas,
Mezclando sus solemnes pensamientos
Con el del blanco acorde de la selva;

Y al grito temeroso
Que lanzan en los aires sus tormentas,
Contesta el grito de una raza humana
Que aparece desnuda en las riberas.

Es la raza charrúa
De la que el nombre apenas
Han guardado las hondas y los bosques
Para entregar sus notas al poema;

Nombre que aun reproduce
La tempestad lejana, que se acerca
Formando los fanales del relámpago
Con las pesadas nubes cenicientas.

Es la raza indomable
Que alentó en una tierra
Patria de los amores y las glorias,
Que al Uruguay y al Plata se recuesta;

La patria, cuyo nombre
Es canción en el arpa del poeta,
Grito en el corazón, luz en la aurora,
Fuego en la mente, y en el cielo estrella.


III
La encuentra el pensamiento antes que el hombre
Antiguo la sorprenda,
En lucha con la tierra y con el cielo,
Y en su salvaje libertad envuelta.

Para ella, el horizonte cierra el mundo
Con un muro de piedra;
Tras él duermen las tardes y las lunas;
Tras él la aurora duerme y se despierta,

Cruza el salvaje errante
La soledad de la llanura inmensa
Y el amarillo tigre, como él hosco,
Como él fiero y desnudo, la atraviesa.

El tigre brama; el indio
Contesta en el silbido de su flecha.
¿Dónde va? ¿Qué persigue? Tras su paso,
Sobre ese hermoso suelo, ¿qué nos deja?

¿Para él está formada
Esa encantada tierra
Que a los diáfanos cielos de Diciembre
Les devuelve una flor por cada estrella?

¿Para él sus grandes ríos
Cantando se despeñan
Los himnos inmortales de sus ondas?
¿Qué fue esa raza que Pasó sin huella?

¿Fue el último vestigio
De un mundo en decadencia?
¿Crepúsculo sin día? ¿Noche acaso
Que surgió obscura de la luz eterna?

La eterna lumbre sólo engendra auroras.
La noche, las tinieblas
Son ausencia de luz; la eterna noche
Es sólo del Creador la eterna ausencia.

En esa raza, en su excelso origen
Aun el vestigio queda,
Como el toque de luz amarillento
Que un sol que muere en los espacios deja.

Hay lumbre en esos ojos siempre huraños,
Fuego que encienden sólo las ideas;
Mas la lumbre se extingue, y una raza
Falta de luz, se extinguirá con ella.

Nacida para el bien, el mal la rinde;
Destinada a la paz, vive en la guerra...
¡Hojas perdidas en su tronco enfermo
El remolino las arrastra enfermas¡


IV
A las tribus lejanas
Convocan las hogueras
Que encendió Caracé sobre las lomas
Como gritos de fuego y de pelea.

Caracé, en cuyo cuerpo
Las heridas se cuentan
Como las manchas en la piel del tigre,
Y por eso le prestan obediencia.

Caracé, en cuyo toldo
Las pieles y sangrientas cabelleras
De los caciques yaros y bohanes
Que tu brazo arrancó, prueban su fuerza;

Que tiene diez mujeres
Que aguzan las espinas de sus flechas,
Y los fuegos encienden de su toldo,
Y el jugo de las plantas le fermentan,

Nadie sabe los fríos
Que ha vivido el cacique; pero cuentan
Que allá en el tiempo de los soles largos,
Al Uruguay llegó, desde la sierra.

Lejana, muy lejana,
Que ve salir el sol, cuando las ceibas
En que hoy anida el águila, sentían
Correr la savia en su primer corteza.

Ya entonces había visto
Cruzar las lunas en las horas lentas;
Pero aun es joven cual si con sus manos
Contar sus fríos Caracé pudiera;

Aun en sus fuertes dedos
Es la maza de piedra
El brazo de la muerte que en las tribus
Derrama el frío que en Ion huesos queda.


V
¿Por qué el vicio cacique
A las turbas congrega,
Toma la maza y apercibe el arco
Que nadie sino él cimbrar intenta?

Por qué bajo sus párpados
Brilla con luz siniestra
La pupila pequeña y prolongada
En que se encienden sus miradas fieras?

¿Acaso los bohanes
La vencida cabeza
Alzan de nuevo, y su guerrera lanza
Del charrúa clavaron en la selva?

¿Acaso al otro lado
Del río como mar, las humaredas
Se ven del indio querandí, y provocan
Del Uruguay la tribu turbulenta?

No: Caracé no teme
Que los indios se atrevan
A encender junto al Hum un solo fuego
Mientras seis lunas a brillar no vuelvan.

Lo que hace que el cacique
Ciña a su frente estrecha
Las plumas de avestruz, y ajuste el ardo,
Y al par del fuego, su mirada encienda,

Es que tendido estaba
En la playa desierta,
Cuando vio que cruzaba por las islas
Del Paraná-Guazú, piragua inmensa.

Que como garza enorme,
Flotaba entre la niebla
Dando a los aires las extrañas alas,
Y volando con rumbo a la ribera.

El Uruguay en vano
Sale a su encuentro y ladra bajo de ella;
En vano, con sus olas encrespadas,
Sus costados airados abofetea;

La nave altiva:
Lanza un grito del cielo que retiembla,
Llega a la costa y, agarrando al río
Por la erizada crin, en él se sienta.


VI
A Caracé el cacique
Han rodeado las tribus más guerreras,
Y entre el espeso matorral del río,
Como banda escondida de luciérnagas,

Los ojos de los indios fosforecen,
Al ver sobre la arena
Cómo descienden de la extraña nave
Los hombres blancos de la raza nueva

Y cómo, dando al viento
Y clavando en el suelo su bandera,
Se agrupan en su torno, y con sus voces
La sorprendida soledad atruenan.

¡Extraños seres! Brillan
A los rayos del sol. Nada recelan.
Y las lomas los miran y el barranco;
Y el Uruguay se empina y los observa,

Y los indios ocultos
Mutuamente se muestran,
Con los brazos desnudos extendidos,
El grupo extraño que al jaral se acerca.


VII
Entre inmenso alarido,
Una lluvia rabiosa de saetas
Parte del matorral, y de salvajes
Un enjambre fantástico tras ellas.

La bola arrojadiza
Silba y choca del blanco en la cabeza,
Cae al sepulcro el español herido
Amortajado en su armadura negra,
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Y los guerreros blancos
Huyen despavoridos por las breñas,
Dejando sangre en la salvaje playa
Y una mujer en la sangrienta arena.

Parece flor de sangre,
Sonrisa de un dolor; es la primera
Gota de llanto que, entre sangre tanta,
Derramó España en nuestra tierra.

Pálida como un lirio,
Sola con vida entre los muertos queda.
Caracé, que a su lado se detiene,
Con avidez salvaje la contempla,

Mientras los rudos golpes
De las hachas de piedra
Del postrado español en la armadura
Y en los cráneos inmóviles resuenan.


VIII
"De los guerreros muertos
Vuestra será la hermosa cabellera:
Su blanca piel ajuste vuestros arcos,
Y sus dientes adornen vuestras tiendas;

Y sus extrañas armas,
Ove brillan como el astro, serán vuestras;
Y los tipoys que sus espaldas cubren
Como las rojas flores a la ceiba.

Caracé sólo quiere
En tu toldo a la blanca prisionera,
Que de su techo encenderá los fuegos,
Los fuegos de] amor y de la guerra".

Tal hablaba el cacique
En sus brazos llevando a Magdalena
Al bosque solitario de los talas
En que el indio formó su madriguera.


IX
Hermanos del dolor, bardos amigos,
Trovadores galanos de mi tierra,
Que me seguís en la jornada obscura
A través del misterio de la selva:
Ensayad en el alma
El acorde otoñal: la noche llega.

El acorde que suena cuando el ave
Vuelve en silencio al nido que la espera;
Y hasta el lirio más pálido del campo
Para dormir en paz su bronce cierra,
Y su perfume virgen
Con el amor de otros perfumes sueña.

Vosotros, los que al paso de la tarde
Inclináis tristemente la cabeza,
Y amáis el cielo cuando en él agita
Su ala tremante la primera estrella;
Calzaos las sandalias
Con que hasta el alma del dolor se llega.

Sí el alma vuestra, oh, bardos!,
Bañada en el Jordán de la tristeza,
Es pura como la última palabra
Que acaso os dijo vuestra madre muerta,

Llegaos en silencio
Al tálamo sangriento de la selva...
Es ya de noche; los rumores lloran...
¡No despertéis a la española enferma

Canto segundo editar

I
Cayó la flor al río!
Los temblorosos círculos concéntricos
Balancearon los verdes camalotes,
Y en el silencio del juncal murieron.

Las aguas se han cerrado;
Las algas despertaron de su sueño,
Y a la flor abrazaron, que moría,
Falta de luz, en el profundo légamo...

Las grietas del sepulcro
Han engendrado un lirio amarillento;
Tiene el perfume de la flor caída.
Su misma palidez... La flor ha muerto!

Así el himno sonaba
De los lejanos ecos;
Así cantaba el urutí en las ceibas.
Y se quejaba en el sauzal el viento.


II
Siempre llorar la vieron los charrúas;
Siempre mirar al cielo,
Y más allá... Miraba lo invisible
Con sus ojos azules y serenos.

El cacique a su lado está tendido.
Lo domina el misterio;
Hay luz en la mirada de la esclava.
Luz que alumbra sus lágrimas de fuego,

Y ahuyenta al indio, al derramar en ellas
Ese dulce reflejo
De que se forma el nimbo de los mártires,
La diáfana sonrisa de los cielos.

Siempre llorar la vieron los charrúas,
Y así pasaba el tiempo.
Vedla sola en la playa. En esa lágrima
Rueda por sus mejillas un recuerdo.

Sus labios las sonrisas olvidaron.
Sólo brotan de entre ellos
Las plegarias, vestidas de elegías,
Como coros de vírgenes de un templo.


III
Un niño, llora. Sus vagidos se oyen
Del bosque en el secreto,
Unidos a las voces de los pájaros
Que cantan en las ramas de los ceibos.

Le llaman Tabaré. Nació una noche
Bajo el obscuro techo
En que el indio guardaba a la cautiva
A quien el niño exprime el dulce seno.

Le llaman Tabaré. Nació en el bosque
De Caracé el guerrero;
Ha brotado en las grietas del sepulcro
Un lirio amarillento.

Sonrisa del dolor, hijo del alma,
¡Alma de mis recuerdos!
Lo llamaba gimiendo la cautiva
Al estrecharlo en el materno pecho.

Y al entonar los cánticos cristianos
Para arrullar su sueño:
Los cantos de Belén que al fin escucha
La soledad callada del desierto.

Los escuchan las dulces alboradas,
Los balbucen los ecos
Y, en las tardes que salen de los bosques,
Anda con ellos sollozando el viento.

Son los cantos cristianos, impregnados
De inocencia y misterio,
Que acaso aquella tierra escuchó un día,
Como se siente el beso de un ensueño.


IV
El indio niño en las pupilas tiene
El azulado cerco
Que entre, sus hojas pálidas ostenta
La flor del cardo en pos de un aguacero,

Los charrúas, que acuden a mirarlo,
Clavan sus ojos negros
En los ojos azules de aquel niño
Que se reclina en el materno seno.

Y lo oyen y lo miran asombrados
Como a un pájaro nuevo
Que, unido a las calandrias y zorzales,
Ensaya entre las ramas sus gorjeos.

Mira el niño a la madre. Está llorando,
Lo mira y mira el cielo,
Y envía en su mirada al infinito
Un amor que en el mundo es extranjero.

Mas ya ama al bosque, porque da su sombra
Al indiecito tierno;
Ya es para ella más azul el aire,
Más diáfano el ambiente y más sereno.

La tarde, al descender sobre su alma,
Desciende como el beso
De la hermana mayor sobre la frente,
Del hermanito huérfano;

Y tiene ya más alas su plegaria,
Su llanto más consuelo,
Y más risa la luz de las estrellas,
Y el rumor de los sauces más misterio.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


V
¿Adónde va la madre silenciosa?
Camina a paso lento
Con el niño en los brazos. Llega al río.
¡Es la hermosa mujer del Evangelio

¡E invoca a Dios en su misterio augusto!
Se conmueve el desierto.
Y el indio niño siente en su cabeza
De su bautismo el fecundante riego.

La madre le ha entregado sollozando
El gran legado eterno.
El Uruguay, al ofrecer sus aguas
Entona en el juncal un himno nuevo.

Se eleva, en transparentes espirales
El primitivo incienso;
Una invisible aparición derrama
De su nimbo la luz entre los ceibos.

Se adivinan cantares
A medio pronunciar que flotan trémulos.
Y de que seres absortos los escuchan
Se cree sentir el contenido aliento;

Hay sonrisas posadas
Entre los puros labios entreabiertos
De un invisible coro que, en el aire,
Bate a compás sus alas en silencio.

Hay contacto del cielo con la tierra...
¡Es que hay allí misterio!
Vacila el hombre ante su influjo y mudo
Cierra los ojos, para ver más lejos.


VI
Madre: ¡no llores más! Siempre en tus ojos
Gotas de llanto veo
Que humedecen tu voz y tus miradas,
Tus cantos y tus besos;

Con ese llanto siempre
Al despertar te encuentro
Quién lleva, pobre madre, tantas lágrimas
Hasta el mismo silencio de tus sueños?

¡No llores más! Porque no llores nunca
Yo rezo, siempre rezo
La oración qué despierta en mis auroras
Y se duerme conmigo cuando duermo.

¿Por qué lloras? Las tribus no te ofenden.
¿Oyes? Están muy lejos.
Beben sangre de Palmas y algarrobos,
Y después dormirán no tengas miedo.

En la cruz que reciben las plegarias,
En esa que has clavado entre los ceibos,
A hacer su nido bajarán los ángeles
Y a recoger mis ruegos.

No llores, que la virgen invisible
Que me enseñas a amar, vendrá por ellos.
Y a ti también te besará en la frente,
Y a nuestro lado velará tu sueño.

La madre sollozaba;
Estrechaba a su hijo sobre el seno,
Y sus miradas húmedas
Escalaban los mundos ascendiendo.

Huían de la tierra, hasta posarse
En el regazo eterno
Pero el cielo ansiosas descendían
El indio niño a acariciar de nuevo.


VII
Cayó la flor al río,
Y en el obscura légamo
Derramó su perfume entre las algas.
Se ha marchitado, ha muerto.

Las algas la estrecharon
En sus brazos de hielo...
Ha brotado en las grietas del sepulcro
Un lirio amarillento.


VIII
Duerme, Hijo mío. mira: entre las ramas
Está dormido el viento;
Así tu llanto
No será acerbo.

Yo empaparé de dulces melodías
Los sauces y los ceibos,
Y enseñaré a los pájaros dormidos
A repetir mis cánticos maternos.
El niño duerme,
Duerme sonriendo.

La madre lo estrechó dejó en su frente
Una lágrima inmensa, en ella un beso,
Y se acostó a morir. Lloró la selva
Y, al entreabrirse, sonreía el cielo.


IX
¿Sentís la risa? Caracé el cacique
Ha vuelto ebrio, muy ebrio.
Su esclava estaba pálida, muy pálida...
Hijo y madre ya duermen los dos sueños.