Superchería
de Leopoldo Alas
Capítulo IX

Capítulo IX

Serrano dio un grito; un grito nervioso, de miedo. Se sintió muy mal, como antaño, antes de sus viajes; peor que nunca: todo lo que presenciaba se le figuró que estaba en su cabeza: estaba delirando, tenía ante los ojos la alucinación... ¡Santa Teresa! Era verdad, la noche del tren... ¡y volvía! Aquello era el ritornello de la locura... ¡La alucinación! ¡Qué horror! Se había dejado caer en una silla, temiendo un desmayo, con las piernas flojas y frías. El alcalde, el primo Antoñito y muchos más caballeros, le rodearon. En la confusión del susto se olvidó por un momento la causa de este por atender al forastero, que estaba pasmado, pálido, tal vez próximo a un síncope; pero los que estaban más lejos, los demás que no habían podido llegar cerca de Serrano, se decían, todos en pie:

-Pero ¿es verdad? Pero ¿es verdad? ¿Ha acertado la Porena?

Nadie había advertido un movimiento de Catalina como para levantarse de la silla, ni el gesto imperioso y rapidísimo con que Foligno la contuvo, apoyando fuertemente una mano sobre la espalda de su mujer.

El alcalde médico tomaba el pulso a Serrano. Antoñito pedía tila, azahar. Otros proponían llevar a una cama al enfermo...

-¡Que respire, que respire! -gritaban los de más lejos-. ¡Darle aire!

Serrano, que seguía sintiéndose muy mal, aunque menos asustado, entre mareos y náuseas y temblores, procuraba separar de su lado, con las manos extendidas, la multitud que le rodeaba... quería ver... ver si... aquella mujer estaba allí... si alguien había dicho, en efecto... aquello...

Incorporándose y dejando libre algún espacio delante de sí, volvió a ver a la Porena que en aquel momento abría los ojos, los ojos que dulcemente, llenos de curiosidad y honda simpatía, se clavaban en los del filósofo.

«Pero entonces... -pensó y dijo entre dientes Serrano- entonces... no es alucinación... esa mujer está ahí... realmente...». ¡Oh, sí! Allí estaba: aquellos ojos eran los de Masuccio, que quedaba en la fonda dormido; pero llenos de idealidad, de poesía, del fuego de pasión pura que no cabe que haya en los ojos de un niño. Aquellos ojos le volvían al mundo, le sacaban del abismo horroroso del pánico de la locura: aprensión tal vez no menos terrible que la demencia misma. Aquellos ojos eran el mundo del afecto, de la realidad tranquila, ordenada, buena, suave. Quedaba sin explicación, eso sí, el cómo aquella mujer sabía que él hubiera creído ver a Santa Teresa en una alucinación. Todo se explicaría, y si no, poco importaba. Él estaba en su juicio y aquellos ojos le acariciaban: esto era lo principal. Lo malo era, mal accidental, que la digestión estaba cortada y ya no tenía compostura. Sí, no cabía dudarlo: el susto, el miedo, la locura, le habían interrumpido la pacífica... digestión. ¡Claro! ¡Acababa de comer! Quiso sacar fuerzas de flaqueza, serenarse, estar tranquilo, tranquilizar al concurso, y, una vez que ya se había dado en espectáculo, no quiso retroceder: quiso llegar hasta el fin de la manera más airosa posible. Además, le punzaba el deseo de acercarse a Catalina, de hablar con ella, de averiguar cómo ella sabía su secreto, que a nadie había comunicado; el secreto de sus aprensiones de alucinado.

-Lo que esta señora ha descubierto es verdad -dijo dirigiéndose al alcalde y a Foligno. Entendámonos: es verdad... que en cierta ocasión tuve ante mí una mujer que desapareció no sé cómo, y que se me ocurrió como una obsesión la disparatada idea de que fuese una alucinación que me representaba a Santa Teresa. Pero yo esto, lo confieso, no lo he dicho a nadie en el mundo. Esta señora, ciertamente, ha tenido que adivinarlo.

Nicolás no pudo continuar: tuvo otro mareo, más escalofríos, perdió la vista, y sintió hormigueos de la piel en el brazo izquierdo, que quedó insensible.

-Señores, me siento mal: una jaqueca.

-¿Acaba usted de comer? -preguntó el alcalde.

-Sí, señor -dijo Antonio-. Con la sorpresa, con la emoción...

-Sí, sí: un pasmo.

-Efectivamente, es pasmoso lo que acaba de suceder.

-Vean ustedes, y todo con mi fluido.

Foligno, triunfante, disimulaba su alegría, lamentándose de la mala suerte, del accidente, de la digestión interrumpida, etc.

Serrano tuvo que retirarse. En el coche del alcalde se lo llevaron a la fonda Antonio y sus amigos. La reunión no se deshizo en seguida, porque faltaban los comentarios. Se olvidó pronto la indisposición del madrileño para no pensar más que en el milagro de la Porena. ¡Le había adivinado su secreto pensamiento de hacía tanto tiempo! ¡Y qué secreto! Las mujeres se inclinaban a creer en la autenticidad de la aparición de Santa Teresa al incrédulo, al nuevo Saulo del magnetismo.

Catalina y su esposo se despidieron pronto, sin más experimentos. Foligno, después de tamaño triunfo, no quiso demostraciones menos importantes de su ciencia oculta.

Además, la Porena estaba fatigada, fatigada de verdad. En cuanto volvió el coche del alcalde, hizo un segundo viaje a la fonda con el matrimonio. Se disolvió la tertulia. Todos se marchaban admirados. Sólo al ingeniero jefe de montes se le ocurrió decir, en el portal, a unos cuantos jóvenes:

-Señores, a mí no me la pegan: ese madrileñito y esos comediantes... estaban de acuerdo.

-¡Pero, hombre -le dijeron- si él es primo de Antoñito, y hombre muy serio, y se puso enfermo de verdad!...

-Pamplinas, pamplinas: han querido burlarse de los pobres caracenses.



En uno de los libros de Nicolás Serrano, en uno de aquellos en que él apuntaba la historia de sus reflexiones, a saltos, sin repasarlos jamás, se leía este fragmento:

«...Tomasuccio me puso en relación doméstica con sus padres. Me llevó de la mano hasta el cuarto de la fonda que ocupaban ellos, y me hizo entrar. El doctor me recibió con una amabilidad que me pareció falsa por lo excesiva. Catalina me sonrió, y su palidez, que siempre era mucha, se tiñó, al verme, de un color de rosa que duró poco en sus mejillas. El pretexto para llegar yo allí fue, aparte de la ocasión, el empeño de Tomasillo, el volver a Catalina el álbum que por la mañana me había enviado al saber que yo estaba en la misma fonda. En una tarjeta me pedía algunos pensamientos para llenar una página de aquella colección de elogios hiperbólicos, de versos y dibujos. Yo tuve el capricho de escribir varias máximas de autores alemanes, que recordaba de memoria, en alemán, y que sin traducir pasaron al álbum. Más o menos directamente, todas ellas iban contra las supercherías de las adivinaciones, de los portentos del género que cultivaba aquella pareja italiana.

»Al entregar su álbum a la Porena, esta buscó con ansiedad, que disimulaba mal, la página mía.

»-¡Ah! -dijo al verla-. Yo no entiendo esto. Debe de ser... alemán.

»Foligno tampoco podía traducirlo.

»-Pues yo no lo traduzco -exclamé yo, que no me atrevía a decir cara a cara a aquellas gentes que no creía en sus milagros, a pesar de la inexplicable revelación de la noche anterior.

»-No faltará quien lo traduzca -dijo la italiana. Y cerró el álbum de prisa, colocándolo después en su regazo y oprimiéndolo contra su cuerpo, como quien abraza estrechamente.

»Hablamos de muchas cosas: unas relativas al sonambulismo y otras no; pero yo no quise aludir a los sucesos de la víspera, y ellos tampoco hablaron de tal escena.

»Sin saber por qué, prolongué mi estancia en Guadalajara por ocho días: no volví a Madrid hasta el día siguiente de salir los Folignos para Zaragoza. En aquella semana dieron varias funciones en el teatro. Asistí a ellas desde bastidores, porque se había divulgado el portento de que era yo principal actor, y no quise nuevas exhibiciones. A las cuarenta y ocho horas de conocerle ya quería yo a Tomasuccio como a un hermanillo, que venía a ser para mí como un hijo. Él se metía por mí y me obligaba a estrechar relaciones con sus padres. Siempre que en mi presencia daba Catalina un beso a su hijo, yo le daba otro. Aquella mujer era en el retiro de su hogar... de la fonda, diferente de la que se veía en el teatro representando su comedia de pitonisa moderna. Parecía más hermosa, pero aún más amable; había en ella menos misterio melancólico, pero mayor pureza de gestos; el atractivo de una poética virtud casera. Sí, sí: era una honrada madre de familia que ganaba el pan de los suyos con oficios de bruja. Mi presencia (a mí mismo puedo decírmelo) la turbaba, como la suya a mí. Foligno nos dejaba solos muchas veces. Hablábamos de mil cosas; nunca del placer, cada vez más íntimo, de estar juntos, de contarnos nuestra historia; nunca de la aventura de aquella adivinación. Pero la noche anterior a nuestra separación, probablemente eterna, pensábamos (ausente Foligno, que estaba arreglando cuentas en la administración del teatro; dormido Tomasuccio, al pie de cuyo lecho estábamos los dos), comprendimos que teníamos algo que decirnos antes de separarnos. De dos asuntos quería yo hablar. Cuando mis labios iban a romper el silencio para abordar la materia más importante y más difícil, la que era más para callada, Catalina me miró a los ojos, me adivinó otra vez, y tuvo miedo. Se puso de pie, pasó la mano por la frente de su hijo dormido, y, volviendo a sentarse, sonrió con dulcísima malicia, y dijo, antes de que hablara yo:

»-Usted, amigo mío, me oculta algo... calla usted algo... que quisiera decir.

»-Sí, Catalina: yo...

»-Sí: usted quisiera saber cómo yo pude adivinar, gracias al fluido magnético del señor alcalde...

»Comprendí su prudencia, su lección, su miedo. Me levanté, besé en la frente a Tomasuccio, y, oculto en la sombra del pabellón de aquella cuna de la inocencia, me atreví a hablar de todo... de todo menos de lo más importante.

»Catalina supo de mi curiosidad contenida; supo más; le confesé que era para mí causa de disgusto aquella sombra de superchería que quedaba en el misterio. Mi simpatía hacia aquella familia, con que me habían unido de corazón lazos del azar, padecía con aquella sombra de superchería, de... comedia, llegué a decir. Estuve casi duro, demasiado franco. Pero ella entendió bien mi idea. Mi amor a la verdad, a la sinceridad, era muy cierto; mi amistad, también muy seria y muy cierta: la sospechada superchería se ponía en medio y me lastimaba. No dije nada de amor, no la separé a ella de su marido al hablar de mi afecto; iban los tres juntos: los cónyuges y el niño. Catalina me entendía y me agradecía aquella preterición de lo que me estaba adivinando en la voz temblorosa.

»No recuerdo sus propias palabras de cuando me contestó. Recuerdo que tardó en hablar. Otra vez acarició la frente del niño, se paseó por el gabinete, y al volver a mi lado estaba cambiada: sus ojos brillaban; su tez, encendida, parecía despedir pasión eléctrica, no sé qué; todas sus facciones se acentuaron, adquirieron más expresión, más fuerza... estaba menos hermosa y mucho más interesante. Vino a decir, con voz algo ronca, que yo tenía derecho a que ella no guardase el secreto de su arte por lo que se refería a nuestra aventura. Me engañaba, según ella, si creía que era farsa aquella enfermedad que padecía y que le servía para dar de comer a su hijo. No me podía explicar muchas cosas que no eran su secreto exclusivo, sino el de su familia: esto sería una infidelidad. Pero... en lo que tocaba a nuestras relaciones, a mi aventura..., todo había sido puramente natural... aunque Dios sabía si en el fondo sería aquello no menos misterioso que lo pasado en el mayor misterio: Yo venía, prosiguió diciendo con palabras equivalentes a estas, de Segovia a Madrid. En el coche que me llevaba a la estación en que había de tomar el tren, creo que la de Arévalo, viajaba también un sacerdote que iba a esperar a unas monjas, hermanitas de los pobres, las cuales, para cuidar un enfermo de no recuerdo qué pueblo, debían llegar de la estación anterior a la en que iba yo a tomar el tren. En Arévalo el sacerdote me acompañó al andén. Juntos buscamos a las monjas. Venía una sola... y ¡cómo venía! Como un revisor, en pie sobre el estribo y agarrada al picaporte de una portezuela. Un empleado de la estación la salió al paso antes que mi señor cura la reconociese; y reprendiéndola estaba por su modo de viajar, cuando intervenimos nosotros. La monja, casi llorando, explicaba su conducta. La hermana Santa Fe no había podido venir: se había puesto enferma horas antes de pasar el tren. El párroco de no sé dónde, de aquel pueblo, había visto la necesidad de enviar a la hermana Santa Águeda sola, y esto porque el caso no daba espera y él no podía acompañarla. Le había metido en un reservado de señoras. Ella había aceptado porque el viaje era corto, entre dos estaciones intermedias, y reconocía lo apurado del asunto. Pero en el reservado de señoras no iba más señora que un caballero, un joven, un joven dormido... que podía ser un libertino o un ladrón. A ella, a la Santa Águeda, le había entrado el pánico del pudor... y sin encomendarse a Dios había abierto la portezuela con gran sigilo, y muy agarrada a la barandilla y al picaporte había salido del coche... y había llegado a Arévalo, como habíamos visto. Los comentarios del suceso duraban todavía entre el sacerdote, mi compañero de viaje, la monja y el empleado, cuando la locomotora silbó y tuve que meterme a toda prisa en el tren. Vi un coche con una tabla colgando de la portezuela. 'Este será el reservado verdadero -pensé-; aquí no irán hombres'. Y allí entré. Caí en el mismo error que los que embarcaron a la monja. No era reservado: era el coche en que no se consentía fumar, según vi cuando salí de él. En efecto, allí había un joven solo, un joven dormido. Yo no tuve miedo; yo no escapé. Al llegar a este punto Catalina vaciló, calló un punto, y con más brasas en el rostro, dijo por fin:

»-Esto... es una especie de confesión. Yo no soy una santa: soy... mujer... curiosa... indiscreta. Además, mi obligación es, lo manda el arte, mi obligación... es enterarme de todo lo que la casualidad quiere hacerme aprender; siempre que la curiosidad me acerque a un objeto del cual deseo saber algo, que ofrece posibles consecuencias provechosas... mi obligación es oír la voz de la curiosidad. Así lo hice. El sueño de aquel joven era inquieto...; parecía soñar, murmuraba frases que yo no podía entender. A su lado, sobre el almohadón, había un libro de memorias abierto. Esto parece tan imposible como el adivinar, pero es más natural. Cogí el libro con el mismo sigilo que la monja había empleado para escaparse. No había miedo: el viajero dormía profundamente. La rapidez de mis movimientos era para mí guardia segura: antes que él tuviera tiempo de despertar por completo y darse cuenta de mi presencia, estaba yo segura de poder dejar el libro en su sitio, sin que su dueño notara mi curiosidad. Con grandes precauciones me puse a hojear el libro. Yo no entendía aquello: las letras eran muy raras y desiguales: no eran del alfabeto que yo conozco. Ya iba a dejar donde le había cogido el cuerpo del delito, defraudada mi mala intención, cuando llegué, al pasar hojas, a la última. Allí vi letra inteligible. Me puse a leer con avidez, y leí mil abominaciones contra el milagro y la superstición, y a vueltas de todo esto la declaración de su miedo de usted, de su miedo a las alucinaciones. Allí se decía bien claramente, en pocas palabras, que había creído usted ver a Santa Teresa en un rincón del coche. Lo demás lo comprendí yo atando cabos. Lo singular, lo excepcional, lo milagroso, lo inverosímil de la aventura, de la coincidencia, me impresionó sobremanera. ¡Cuántas veces he pensado en el viajero, en la monja y en la visión! El joven, usted, siguió dormido. Al llegar a la primera estación se movió un poco, suspiró, tal vez despertó, pero sin incorporarse, sin abrir los ojos. Se abrió la puerta del coche, entraron un viejo y una vieja, y yo salí para buscar el verdadero reservado de señoras.

»-Es verdad, interrumpí yo. Recuerdo que llegué a Madrid acompañado de una pareja de sesentones que nada tenían de aparecidos.

»-Pero el verdadero milagro -prosiguió Catalina- está en habernos vuelto a encontrar. Es decir, en volver yo a encontrarle a usted. Ahora quien dormía no era usted: era yo.

»-Pero usted no me vio...

»-No le vi a usted hasta que volvió al salón cuando el alcalde me estaba magnetizando. Yo le veía a usted... con los ojos casi cerrados: Le reconocí en seguida: formé mi plan inmediatamente. ¡Si viera usted qué emoción! Un incrédulo que quería quitarme el pan de mi Tomasuccio, que no quería que yo pudiera vestir a mi niño... ni siquiera con tul viejo y cintas ajadas. Mi superchería fue mi arma. Avisé a Vincenzo, a mi marido; me entendió... y vino el segundo milagro... el segundo, porque el primero, el mejor, el importante, era el otro. Aquella casualidad de habernos vuelto a encontrar, venía a coronar la otra serie de casualidades.

»-Todo esto en un cuento parecería inverosímil.

»-Pero todo es verdad: luego fue posible.

»Además, cosa por cosa, nada es extraordinario... mucho menos lo que más lo parece, lo principal, el atreverme yo a leer su libro de memorias.

»-¿Y el escribir yo aquello, nada más que aquello, en letra ordinaria? (En efecto, después busqué en mis apuntes la narración y las reflexiones a que Catalina aludía, y en letra bastardilla estaban escritas; en letra rapidísima, pero clara).

»-Eso se explica por la emoción con que usted escribiría: no le dio tiempo a recordar su costumbre de usar letras exóticas: escribía usted como escribirá lo que le importa más; todo lo que no sea para sus Memorias.

»-De modo que, según usted, no hay milagro.

»-¡Oh, sí! ¡Evidente! El milagro está en el conjunto; en la reunión de todo eso... ¡en tantas coincidencias!

»Los dos callamos, nos miramos fijamente, leímos, confrontando las almas, el respectivo pensamiento. Pero nadie leyó en voz alta. Se oía la respiración algo fatigada de Tomasuccio.

»Los dos atendimos al niño; ella le tapó mejor; yo arreglé los pliegues del pabellón de la cuna. Y, como si hubiéramos cambiado de conversación, me atreví a decir:

»-Después de todo, ¿qué mayor coincidencia inverosímil que el encontrarse en el mundo dos almas, dos almas hechas la una para la otra?

»-¡Ah! Sí: es verdad. El amor es un misterio. El amor es un milagro.

»Llegó Foligno. Yo le estreché la mano sin miedo: sin miedo ni a él ni a mi conciencia. Después estreché la de Catalina, aquella mano tan mía, y la estreché tranquilo. Nos miramos ambos satisfechos como dos compañeros de naufragio que se saludan, sanos y salvos, en la orilla.



»Al día siguiente fui a despedirlos a la estación.

»No más unos momentos, muy pocos, estuve a solas con la Porena, mientras facturaba el equipaje el doctor.

»No hablábamos. Me miró sonriendo. Yo fui quien se atrevió a decir:

»-En la explicación de ayer, pensando en ella esta noche, vi dos puntos... oscuros.

»-¡Dos! ¿Cuáles son?

»-¿Cómo viajaba usted sola de Segovia a Madrid?

»-¡Bah! ¡Tantas veces he viajado sola! Foligno tenía que presentarse en Madrid a responder... de una deuda. Era una batalla con un usurero empresario de un teatro. Amenazaba con pleitos, con la cárcel... ¡qué sé yo! Somos extranjeros, tenemos miedo a todo. Foligno aquellos días cayó enfermo en Segovia, y fui yo sola a calmar al enemigo, a darle garantías de nuestra buena fe, a pedir prórroga. ¡Es usted demasiado curioso! Ya sabe usted más de lo que yo debía decir. No pregunte usted más cosas... así.

»-La otra pregunta... el otro punto oscuro...

»No hubo tiempo a más. Foligno llegó. Entraron en un coche de segunda. Un apretón de manos, un beso muy largo a Tomasuccio... y partió el tren.

»¿Hasta cuándo?

»Al día siguiente yo me volvía a Madrid.

»Nota. La segunda pregunta, que no hubo tiempo a formular, era esta:

»-¿Por qué me conocía usted siempre por el contacto de la yema de un dedo?».