Superchería
de Leopoldo Alas
Capítulo V

Capítulo V

Mientras iban Serrano, Antoñito su primo y algunos amigos y colegas de este desde la fonda (adonde había vuelto Nicolás a mudar de ropa) a casa del Sr. Mijares, el filósofo pensaba:

-¡Qué pariente tan lejano es este pariente mío!

Quería decirse: -¡Cuán lejos está su carácter del mío, su pensamiento del mío!

En efecto: Antonio Alcázar había tomado el mundo en una síntesis de alegría. No lo pensaba él en estos términos, pero así era. No por ser propio de la edad, sino porque él era, había sido y sería siempre así: consideraba la vida como una cosa que se chupa, se chupa, hasta que ya no tiene más jugo. Cuando por un lado ya no había más que chupar, a otra cosa. Lo que se llamaba románticamente la ingratitud, no era más que el quedarse una cosa seca, sin pizca de jugo, y el ir a aplicar los labios a otra, sin pensar más en la agotada. ¡Era esto tan natural! Sobre todo, él lo hacía sin malicia. Su madre, a quien pensaba querer ciegamente, adorar, era la víctima constante y principal del egoísmo de Antonio. ¡Quién se lo hubiera dicho a él! Engañar a su madre para sacarle dinero, o lograr el cumplimiento de cualquier capricho, le parecía una obra de caridad, porque era ahorrarle el disgusto de hacerla consentir en una cosa mala, a sabiendas de que era malo.

Antoñico había sido ya artillero, dos años nada más, y pensaba ser marino otros dos, y por fin abogado en su tierra, y después paseante en Madrid.

Todo esto había que ir dándoselo a su madre en píldoras.

Si su madre servía para aquello, el resto de los mortales, no se diga. Antonio Alcázar tenía fama de cariñoso, simpático: se metía por los corazones; sobaba a los amigos, y a las amigas cuando podía; repartía abrazos y hasta besos en las grandes circunstancias; y los seres humanos eran para él juguetes de movimiento, formas vivientes del placer suyo, el de Antonio. Pensaba y sentía y obraba con tan feroz egoísmo sin ningún género de hipocresía; y, sin embargo, no había en el mundo muchacho más corriente, tan bienquisto en cualquier parte. El misterio estaba, aparte de su figura, voz y gestos llenos de atractivo, de alegría comunicativa, en la misma inocencia de su instinto: era un parásito de toda la vida, caro a quien tenía que alimentar alguno de sus placeres. Casi siempre fumaba, montaba a caballo y amaba de balde.

Además, nadie podía asociar al recuerdo de Alcázar ninguna idea triste, ningún suceso desagradable. Él lo decía: fuese casualidad o lo que fuese, nunca había visto un enfermo, lo que se llama enfermo de verdad, ni había asistido a ningún entierro. Nunca había dado el pésame de nada a nadie, ni había transmitido una mala noticia, ni filosofado con la gente acerca de la brevedad de la vida, los desengaños del mundo, etc. Lejos de los negocios complicados que despiertan los odios de la lucha por la existencia, pues su egoísmo de parásito universal le permitía tomar los intereses materiales a lo artista, como cosa de juego, y decir cuando iban mal dadas: allá mi madre, o en su caso: allá mi inglés; a nadie estorbaba, nadie ambicionaba nada de lo suyo.

Olvidaba los agravios (lo que él llamaba así, sin que lo fueran), lo mismo que los favores, no por nada, sino por el gran desprecio que le inspiraba lo pasado: lo pasado era el símbolo de las cosas chupadas ya y arrojadas naturalmente. Despreciaba la historia, pero no tanto como la filosofía. Si aquella era lo que ya no valía nada, la otra era la que no había valido ni podía valer nunca. Porque había algo más inútil que lo que ya no era: el por qué del ser. El placer no tiene por qué. La causa de lo que es, no le importa más que al que tiene ganas de calentarse la cabeza, de averiguar vidas ajenas. Por todo lo cual su primo Nicolás Serrano y Alcázar era, en opinión de Antoñito, un chiflado muy simpático, que a pesar de sus viajes y sus libros gastaba poco y tenía siempre el bolsillo abierto para los apuros de los primos.

Todavía despreciaba otra cosa Antonio más que la historia y la filosofía: era la verdad misma, el asunto de ambas.

¿Qué importaba que las cosas hubieran sucedido o no? ¡Tenía gracia! ¿Servía para divertirse la mentira? Pues ¡viva la mentira! Él nunca refería suceso alguno tal como había pasado, sino tal como se le iba ocurriendo que a él le gustaría más que hubiera sido. Como no la necesitaba, había perdido casi por completo la memoria.

Por este concepto de la verdad con gracia, admitía una clase de filosofía: la maravillosa, la que ofrecía el atractivo de lo extraordinario y de lo nuevo. Era gran defensor de todas las paradojas y de todos los imposibles. Por eso era tan buen amigo del alcalde. El Sr. Mijares, que era un payaso de la política municipal, y otro payaso de la medicina, y el gran payaso de las ciencias misteriosas, del magnetismo animal, tenía en Alcázar un admirador, un apóstol; y es claro que Antoñito se disponía a divertirse mucho con la gran guasa de Caterina Porena y su marido. Lo menos que se figuraba era que entre él y el alcalde iban a regalarle al doctor Foligno unas astas magnéticas que llegaran al techo.

Poco antes de llegar a casa del Sr. Mijares, se le ocurrió a Serrano decir:

-Tiene un niño muy hermoso y muy inteligente: Ha comido conmigo en la fonda.

-¿Un niño -preguntó Antoñito-, la Porena? ¡Bah! Esa gente no tiene niños: no será de ellos: lo habrán robado como los roban los titiriteros; le estarán dislocando el cuerpo y el alma para enseñarle la catalepsia.

-¡Demonio con el pariente! -pensó Nicolás con cierto asco. Y en voz alta dijo:- ¿Conoces tú a Catalina?

-Sí, la he visto esta tarde: me presentó a ella el alcalde. Chico, le fui muy simpático, me apretó la mano y se rió mucho con mis cosas. Es guapa y no es guapa. No: lo que se llama guapa... Pero tiene un no sé qué... y una elegancia... y debe de estar muy... vamos, muy... cuando esté dormida. ¡La gran guasa! Ya veréis al alcalde haciendo fluido en mangas de camisa, como un horchatero trabajando con la garapiñera. Él me dijo que se sudaba mucho. Nosotros vamos a sudar de risa.

Llegaron. El salón del alcalde estaba lleno de lo mejor de Guadalajara. Ya había empezado la función. Las damas, sentadas en cuadro, cerca de las paredes, dejaban libre grande espacio en el medio. Los hombres se amontonaban en las puertas y en los huecos de los balcones; otros procuraban ver y oír desde los gabinetes contiguos. Había silencio como en un templo. En medio de la estancia vio Serrano una mujer vestida de blanco, muy pálida, rubia -tendida más que sentada en una silla-, larga, rígida, con los ojos cerrados. Parecía muerta y vestida para la caja, como aquel Tomasuccio que quedaba en la fonda. Las mismas telas, las mismas cintas de seda ajadas de los mismos colores. Nicolás vio a Tomasillo muerto al fin y hecho mujer; pero lo que sintió al verlo así fue algo de novedad más inesperada, más interesante que lo que había experimentado en la fonda observando al hijo de la Porena. ¡Oh, sí! La madre era cosa más nueva todavía. Aquella mujer de cara pequeña, casi redonda, de cabello de color de oro cubierto de ceniza, de frente ancha, pura y llena de dolor; que fingía dormir, por lo visto, y afectaba, de seguro, un padecimiento nervioso; sintiendo, de fijo, la pena de la vergüenza de su papel grotesco en aquella sociedad de pobres necios; aquella mujer era... tenía que confesárselo a sí propio, una emoción fuerte, llena de angustia deliciosa, algo serio, algo que le arrancaba a sus cavilaciones de alma desocupada y de pasiones apagadas. Era el amor... sin ojos. ¿Cómo los tendría? Tal vez como los de su hijo; pero ¿con qué más?