Superchería
de Leopoldo Alas
Capítulo II

Capítulo II

En esto estaba cuando el tren se detuvo porque había llegado a una estación, y a pocos segundos se abrió la portezuela del lado opuesto al que ocupaba Nicolás, dejando paso a un bulto negro.

Era una monja. Nicolás, al ver que alguien subía, se había sentado en su rincón, sumido en la sombra, porque la oscura luz del techo agonizaba y no tenía fuerza para alumbrar los extremos del coche.

-Aquí, que no hay nadie, en este reservado -le habían dicho a la monja; y allí había entrado. Ya había emprendido la marcha el tren, cuando ella notó, acostumbrada a aquella media oscuridad, que en el rincón opuesto había un bulto humano. «Será una mujer» pensó, porque creía ir en un reservado de señoras. Llevaba la cara descubierta; era joven, blanca, con grandes rosas en las mejillas, los ojos pardos, rasgados, de pestañas largas en onda, de mirada quieta y sincera. Miraba con fijeza a la oscuridad para descubrir las facciones de la que suponía mujer. Sin saberlo ella, sus ojos se clavaban en los de Serrano, otra vez acurrucado, encogido. Comprendía él que aquella religiosa, no sabía de qué profesión, se creía o sola o en compañía de otra hembra. Le pareció lo más adecuado, al filósofo, hacerse invisible hasta cuando pudiera, y además fingirse dormido. Cerró los ojos, pero no tanto que no siguiera viendo entre pestañas a la monja. Esta, a cada momento más preocupada, tenía constantemente la cabeza vuelta hacia el rincón oscuro de Serrano, y fijos en él los ojos muy abiertos. -Sí -iba pensando-; de seguro es una señora. Pero, no importa: no debí, de todas maneras, consentir en venir sola, aunque sea por tan pocos minutos y en un reservado. Por algo no nos dejan viajar solas. El lance, sin embargo, es apurado. En fin, no será un ladrón ni un libertino disfrazado de señora. Si la hubiera visto al entrar, la hubiera dado las buenas noches, y por su voz, al contestarme, hubiese conocido lo que era. Ahora ya no es tiempo.

Serrano permanecía inmóvil. La delicadeza consistía, en aquella ocasión, en imitar lo mejor posible la ausencia. «Si me ve, esa buena mujer se va a asustar, debe de creerse en un reservado; la han metido aquí por equivocación». El caso era que en aquella inmovilidad del cuerpo había una especie de influjo magnético que le paraba el pensamiento en una idea fija e insignificante: la presencia de aquella mujer. También la mirada se le paró, clavándose en la estrella, que parecía volar; y, como ya le había pasado muchas veces, aquella fijeza de la vista en un solo astro le produjo un efecto que sólo le había asustado la primera vez que lo experimentara; las demás estrellas se fueron borrando, todo se convirtió, cielo, tierra, y hasta el coche, de primera en que iba, en un círculo de negras tinieblas alrededor del astro luminoso; la estrella volandera, ahora quieta, fue enrojeciendo; después se turbó su luz, palideció y desapareció también. Al llegar a este punto otras veces, Nicolás solía sacudir la cabeza, un poco temeroso de accidentes nerviosos desconocidos; pero ahora, en vez de moverse por volver a la visión plena, se dejó abismar en aquella especie de hipnotismo visual provocado por él mismo: se dejó alucinar, y se quedó dormido.

Al despertar, el sueño le pareció breve, pero muy profundo. De repente se acordó de la monja, y como si mientras dormía hubiera trabajado su cerebro sobre un pensamiento que le llevara a una terminante conclusión, esta idea estalló en su cabeza: «Esa monja no era real: era; una visión, era Santa Teresa... y no está ahí». Poco dueño de su valor todavía, con la voluntad medio dormida, Serrano volvió los ojos con terror al rincón de la monja... En efecto, había desaparecido.

Sintió debajo de la piel el latigazo de un escalofrío de que le dio vergüenza. Se frotó los ojos, se puso en pie apoyándose en la vara de hierro de la red, y pensó un momento en pedir socorro, no sabía cómo. No tenía miedo a lo sobrenatural, sino a su cerebro. «¿Estaré malo? ¿Habrá sido una alucinación? Pero eso sería... terrible, porque la fuerza de la realidad con que vi a esa monja... ¡Será así la alucinación; tan viva, tan fuerte, tan engañadora! De lo que estoy seguro es de que no hemos parado en ninguna estación. Ni ha habido tiempo, ni yo habría dejado de sentir, como siempre siento, que el tren se detenía». Rara vez, por muy dormido que estuviera, dejaba de notar, entre sueños, que el movimiento del tren había cesado: sobre todo, ahora tenía la conciencia clara, evidente, no sabía por qué, de que no había parado el tren en estación alguna mientras él dormía. Consultó el reloj, y, en efecto, eran muy pocos minutos los transcurridos desde la última vez que le había mirado, poco antes, al entrar la monja.

En aquel instante cesó la marcha. La estación era aquella. ¡Absurdo parece que en tan poco tiempo hubieran pasado dos estaciones!

El demonio del miedo le sugirió otra idea, acordose del nombre de la última estación que él había oído anunciar. Lo recordó, consultó la Guía... y aquella a que ahora llegaba era la siguiente.

Como en lo sobrenatural no había que creer, era preciso admitir que había tenido una visión, es decir, que él, que creía los nervios tan calmados con la vida medio animal que había hecho durante gran parte de sus viajes, se encontraba peor que nunca, con la revelación instantánea de un síntoma de muy mal género.

Pero... también le avergonzaba el miedo a la enfermedad. Además, ¿no podía haber estado allí, en efecto, aquella monja y haberse marchado? ¿Cómo? ¿Cuándo? Cuando yo dormía. Pero ¿cómo? El tren volaba. Fue una alucinación... no cabe duda.

Como en los tiempos, de triste recordación, de sus aprensiones de locura, clase de manía tan dolorosa como cualquiera, sintió con espanto, dentro de la cabeza, una cascada de ideas extrañas, como engendradas por el pánico; y recurrió, para librarse del tormento, a lo que él llamaba la fuga de la razón y el sálvese quien pueda de las ideas. Abrió una ventanilla, miró a la oscuridad y al cielo estrellado, pero tembló de frío y de miedo mezclados: temió ver vagar en el aire la imagen que antes se había sentado en aquel rincón del coche. Volvió a cerrar, y como viese su libro de apuntes abierto a su lado, a él recurrió, y se puso a escribir con ansia febril, huyendo, huyendo de las aprensiones. Y resultó lo apuntado una serie de diatribas en estilo conciso, nervioso, contra el milagro, la superstición, las ciencias ocultas, el misterio y las pretensiones científicas del hipnotismo moderno. «Tal vez -decía uno de los últimos párrafos- las conquistas de la moderna fisiología y de las ciencias afines son una superstición más». «Comte -decía más adelante- habló de la edad teológica, de la edad metafísica y de la edad positiva. Lo que debió decir fue: primero hubo la superchería teológica, después la superchería metafísica y después la superchería científica. Todo lo maravilloso es obra de un Simón Mago. En tiempo de Cristo, el milagro era la patente del profeta: hoy, en vez de resucitar a Lázaro, le revolvemos las entrañas para asegurar nuevas supercherías». Nicolás Serrano se enfrascó en sus desahogos de lápiz sin creer él mismo en lo que escribía, como con entusiasmo de enfermo que toma una ducha. Un cuarto de hora después estaba algo más tranquilo. El sueño volvió a invadirle como las sombras la noche, y la última sensación de que se dio cuenta fue que el libro de memorias se le caía de las manos sobre el calorífero. Pero no: también sintió, al dormirse, que volvía a pararse el tren.

Lo que ya no pudo notar fue que la portezuela por donde había entrado poco antes una monja, se abría para dar paso a una dama vestida de negro y cubierta con manto largo.