Su vida (Castillo)/Capítulo 2
Así llegué a los ocho o nueve años, en que entró en casa de mis padres el entretenimiento o peste de las almas con los libros de comedias, y luego mi mal natural se inclinó a ellos, de modo que sin que nadie me enseñara aprendí a leer, porque a mi madre le había dado una enfermedad, que le duró dos o tres años, y en este tiempo no pudo proseguir el enseñarme, y me había dejado solo conociendo las letras. Yo, pues, llevada de aquel vano y dañoso entretenimiento, pasaba en él muchos ratos y bebía aquel veneno, con el engaño de pensar que no era pecado; y así debe de ser en naturales que no son como el mío, que no sacarán de todo males y culpas. Yo bebí mi mal, aunque no lo conocí tan breve; mas andando así, me castigó Nuestro Señor con una enfermedad o pena tal, que despedazaban mi alma, y me traían en un horror y sombra de muerte; unas aprensiones tan vivas de cosas temerosas y horribles, que ni me dejaban comer ni dormir, y así andaba flaca y traspasada; lo más de la noche despierta por la casa, sin poder tener sosiego, llorando continuamente, sin saber decir lo que sentía, ni haber quién lo entendiera. En viendo la comida, era morir; en viendo gente, me metía debajo de los colchones dando gritos, y a veces casi desmayada. No sentía ningún dolor en el cuerpo, a lo que me puedo acordar; antes no sentía sino aquella pena en el alma, y aquella imaginación que me consumía y desmayaba. Cuanto vía, y a dondequiera que iba, me parecía que eran hombres quemados y ardiendo, y adondequiera me seguían, con un modo de tormento y ansia en el corazón, con una congoja y apretura tal, que parece no vía la luz ni vivía más que para sufrir tan horroroso mal. Algunas personas de mi edad (que era como digo de ocho o nueve años) hacían burla de mí, viendo que algunas veces necesitaba de bordón para caminar; otras se compadecían, y mi padre sentía amargamente ver que me iba consumiendo, sin saber de qué, ni poderme consolar; aunque con halagos y ruegos me pedía le dijera qué me afligía, y prometía llevarme a las imágenes milagrosas en novenas, mas ni yo le sabía, ni podía decir mi pena, ni sabía cosa que me sacara de ella. Como era la mano poderosa de Dios la que me afligía con aquella enfermedad y tormento, y a lo que ahora pienso, en castigo de algunas culpas que había cometido; mas como ciega, yo no conocía de dónde procedía mi mal, y todas las criaturas parece me servían de verdugos: el aire, la tierra, etc., el canto de las aves, el agua, etc., y, sobre todo, el fuego como verdugo de la divina justicia. Así pasé, no sé si uno o dos años, y en este espacio se fue aplacando aquella pena; ahora pienso que sería con haberme confesado, cuando venimos a la ciudad; no me acuerdo con qué ello se fue quitando, y yo tratando de divertirme, y poniendo más cuidados en las galas y aliños; de modo que ya no trataba de otra cosa que de cuidar el cabello, andar bien aderezada, aunque no con intención de cosa particular, sino sólo con aquella vanidad y estimación de mí misma, que me parecía todo el mundo poco para mí; a que ayudaban las vanas alabanzas y adulaciones. Nuestro Señor no dejaba nunca de darme recuerdos, y ponerme temores desde el principio. Una noche, estando durmiendo, vía en sueños que una multitud de espíritus malos, en formas humanas espantables, andaban como toreando a una persona, y que dándole muchas heridas, cayó muerta; yo disperté con el susto y pavor que me causó, y a la mañana llegó una esclava de mi madre a avisarme que esa noche había muerto aquel sujeto; yo no dije nada, aunque después oía contar que había vivido en mal estado, escandalosamente, y después de mucho tiempo, corrió que se había aparecido y dicho: que estuvo para condenarse, y que por la devoción que tuvo a Nuestra Señora, se le había conmutado la pena eterna en temporal, hasta el día del juicio; y esto ha sido, y fue muy corriente. Pues en estas vanidades y miserias que digo, gastaba yo el tiempo y la vida, aprendiendo música, leyendo comedias y cuidando de galas y aliños; mas algunas veces, mirándome al espejo, me ponía a llorar en él, acompañando a aquella figura que miraba en él, que también me ayudaba llorando. Otras se me proponía: ¡oh, si yo me condeno, qué tal arderán mis ojos y mi cara, qué espantosa estaré! Y así me quedaba mirando, y me salía del cuarto; mas no por eso trataba de más enmienda, aunque algo me debía de servir para mirar sin tanta estimación las cosas en que andaba divertida. Mi madre siempre nos llevaba a la Compañía, porque allí se confesaba y nos hacía confesar, y en este tiempo vía yo a Vuestra Paternidad que había entrado, siendo ya sacerdote, y estaba de novicio, y luego que lo vía, sentía en mi corazón una reprensión de mis locuras, una compunción y respeto tal, que luego me llenaba de temor y vergüenza, y tapaba con el manto; pero duraba poco esta enmienda, que luego volvía a lo de antes: así llegué a los doce o trece años.