Su vida (Castillo)/Capítulo 10

Toma el hábito en edad de veinte años. Abstracción total. Nuevos favores celestiales. Doctrinas místicas admirables. Repiten los combates interiores, alternándose con las luces superiores. Asegúrala el santo patriarca Francisco en su especial vocación a la religión de Clarisas. Reflexiones importantes. Humildad profunda


Como Nuestro Señor había puesto a Vuestra Paternidad en lugar de mi padre, solicitó (con el trabajo que sabe) que me dieran el hábito, y lo tomé a los dos años. Una de las cosas que me había descontentado era ver el tocado que traían las monjas, y lo mucho que se pasaba en prenderse, y así pedí a la maestra licencia para ponerme las tocas llanamente; ella me la dio, y la madre abadesa, que era entonces, sintió muy mal de mí, porque hacía singularidades; decía que no era yo de su genio, que no había de darme la profesión; y siempre me miraba con ceño, y llamaba santa soberbia, y así, yo no tenía arrimo fuera de Dios. Su Divina Majestad me quitó de todo aquel primer año de noviciado, porque me dio un modo de sueño, que todo el día estaba como quien duerme; todo cuanto vía me parecía entre sueños, y así nada hacía impresión en mi alma. Procuraba hacer cuanto me mandaba la maestra, y tenía mucho desconsuelo los días que por sus ocupaciones no iba al noviciado, porque allí me parecía que, estando a voluntad ajena, hacía mejor la de Dios. Cuando se recogía toda la gente, me venía al coro, adonde Nuestro Señor Sacramentado, y allí recebía tantas misericordias como dije en aquellos papeles que escribí por mandado del padre Francisco de Herrera. Así pasé dos años de noviciado, en los cuales empezó mi alma a ver la luz después de tan largas tinieblas; porque aunque el padecer nunca me ha faltado, mas a tiempos ha sido Nuestro Señor servido de quitarme por sí mismo aquellos grandes desconsuelos y tinieblas. Deseaba mucho en aquellos tiempos hacerme ciega, porque me parecía que no viendo las cosas de esta vida, podría más bien darme a la contemplación de Dios y a su amor. Rezaba todos los días el oficio de difuntos por mi padre, y en todos sus salmos, lecciones, etc., era tanto lo que Nuestro Señor me enseñaba y consolaba, que otra cualquiera hubiera sacado enseñanza para toda su vida y consuelo para todos los trabajos. No sé cómo podía un día tan claro, volverse noche tan pesada y triste, que ni aun memorias de la luz no quedaban; mas ahora, dándome esto confusión, he entendido que a esto está respondido con el santo Job, cuando se le preguntó: Indica mihi, si nosti, omnia, in qua via lux habitet, et tenebrarum quis locus sit: ut ducas unumquodque ad terminos suos, etc., y que así decía él: “si viniere a mí, no lo veré; y si se fuere, no lo entenderé”. Así que contra la mano del Omnipotente nadie puede ir, ni saber los caminos de la luz, ni de las tinieblas. El yerro mío siempre ha estado en no llevar, como los bienes, los males; poniendo solo la mira en no descontentar al Señor de todo y dejándose guiar del soberano guiador. Enviaba, pues, a tiempos tan pesadas tinieblas sobre mi alma, que ninguno lo podía entender; parecíame imposible perseverar ni aun una hora, cuanto más toda la vida, en aquel tormento y desconsuelos. Llovían sobre mí, como lanzas, los pensamientos de aflicción y desconsuelo; la soledad era un infierno; buscar alivio en ninguna criatura, ni lo admitía ya mi corazón, ni ellas me daban lugar. No me osaba acordar de las cosas con que Nuestro Señor me había consolado, porque decía entre mí: ¡Ay, desdichada: en estas ilusiones has venido a parar, por no haber andado rectamente delante de Dios! Ponderábanse mis trabajos, acordábanse mis pecados tantos y tales, dudaba en la intención de mis obras, creía lo que decían de mí: que estaba endemoniada, que todo nacía de hipocresía y soberbia, etc.; quería remediar estos males, y no sabía cómo, clamaba a Nuestro Señor, y todo se volvía azote y castigo; solo un bien hallaba seguro en mi tribulación, que era declararle a Vuestra Paternidad, como podía, mi corazón y procurar ajustarme a sus consejos, y así volvía la luz y me daba Nuestro Señor en aquel tiempo tantos deseos de ser buena, que, no obstante mi tibieza y rebeldía de mi corazón, no dejaba cosa por hacer de las que entendía ser más conformes al gusto de Dios e imitación de los santos. Esto digo para confusión mía; pues veo, y ve Vuestra Paternidad, cuánto he descaecido de aquellos deseos y determinaciones. ¿Quién no pensara que aquellos principios eran para ser muy buena; y quién se persuadiera a que pararían en nada, y en la tibieza presente, etc.? Así pasé los dos años que estuve en el noviciado, y a tiempos con grandes temores de profesar; no porque el ser religiosa me descontentara, sí por las contradicciones que aquí había hallado, y porque mi deseo era ser carmelita, pareciéndome que allí no había más que, como la madre santa Teresa dejó sus conventos, entrar y morir a todo, y vivir para Dios, unidas en caridad, etc. Una noche de este tiempo que me recogí con estas penas, vía en sueños (aunque con efectos que no parecía solo sueño) un fraile francisco, de mediana estatura y delgado, con la capilla puesta, y que de sus manos, pies y costados salían unos rayos de luz, como fuego suavísimo, que encendían el alma en amor de Dios, y venían a dar a mí, y que mirándome amorosamente me decía: “hija: ¿por qué no eres muy devota de mis llagas?”.

Dióme también Nuestro Señor amor y conocimiento de los muchos y grandes santos que había en esta santa religión, y parecía entenderlo en un salmo que dice: yo te confesaré en la iglesia grande, y en el pueblo grave te alabaré. Conocí cómo los santos en la gloria están unidos en Dios, y todos son un espíritu con El y entre sí, más y más, conforme al mayor amor que en la vida mortal tuvieron a Dios, y a lo que trabajaron por Su Majestad: y que allí no hay diferencia de hábitos, ni de las cosas materiales, que en la tierra; que los que más se parecieran a los santos fundadores en el espíritu y guarda de los votos, serían más cercanos a ellos, y más amados de Dios; y que Su Majestad me hacía el bien de entrarme en esta santa y grande congregación de la religión de mi padre san Francisco, a quien quedé con un grande amor y ternura, desde lo que digo que vi en sueños, y me valía y hallaba gran consuelo con sus llagas participadas de las de Nuestro Señor Jesucristo, y su memoria encendía en mi corazón el amor a Nuestro Señor.

Cualquiera que supiera esto, podía pensar que yo había de ser buena religiosa, pues así me animaba Nuestro Señor. ¿Y qué dirá quien ve que solo he sido, y soy, un inútil estorbo? ¡Oh, Dios mío, pues no he sido para ningún bien de nadie, antes quizá para mucho mal, haced misericordiosamente que no se pierda en mí el valor de tu sangre santísima!