VI


A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciéndole que deseaba verle un señor sacerdote.

-¡Un sacerdote a mí! Que entre.

Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba; no puede decirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa. Atándose los cordones de la bata saludó a un viejecillo que entraba haciendo reverencias con un sombrero de copa alta muy grande y muy grasiento. Era un pobre cura de aldea, de la montaña, de aspecto humilde y aun miserable.

Miraba a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, pues en tal materia no mostraban gran originalidad ninguno de los interlocutores, el clérigo accedió a la invitación de sentarse, apoyándose en el borde de una butaca.

-Pues -dijo-, siendo usted efectivamente el legítimo esposo de doña Emma Valcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse, no cabe duda que es usted la persona que debe oír... lo que, en el secreto de la confesión... se me ha encargado decirle... Sí, señor, a ella o a su marido, se me ha dicho... y yo... la verdad... prefiero siempre entenderme con... mis semejantes... masculinos, digámoslo así. A falta de usted no hubiera vacilado, créame, señor mío, en abocarme, si a mano viene, con la misma doña Emma Valcárcel, heredera universal y única de...

-Pero vamos, señor cura, sepamos de qué se trata -dijo con alguna impaciencia Bonifacio, que lleno de remordimientos aquella mañana, sentía exacerbada su costumbre supersticiosa de temer siempre malas noticias en las inesperadas y que se anunciaban con misterio.

-Yo exijo... es decir... deseo... no por mí, sino por el secreto de la confesión... lo delicado del mensaje...

El cura no sabía cómo concluir; pero miraba a la puerta, que había quedado de par en par.

Como su mujer dormía a tales horas, Bonifacio no tuvo inconveniente en levantarse y cerrar la puerta de la estancia, pues no siendo Emma, nadie se atrevería a pedirle cuenta de aquellos tapujos.

-Lo que usted quería era esto, ¿verdad? -dijo con aire de triunfo, y como hombre que manda en su casa y que puede a su antojo tener las puertas de su gabinete abiertas o cerradas.

-Perfectamente, sí, señor, eso; secreto, mucho secreto. De usted para mí nada más... Después usted dará cuenta de lo sucedido a su señora esposa... o no se la dará; eso allá usted... porque yo no me meto en interioridades... Al fin usted será, naturalmente, el administrador de los bienes de su señora... y aunque yo no sé si estos son parafernales o no... porque no entiendo... y... sobre todo no me importa, y, al fin, el marido suele administrarlo todo... eso es; tal entiendo que es la costumbre... y como la ley no se opone...

-Pero, señor cura, repare usted que yo no comprendo una palabra de lo que usted me dice... Comience usted por el principio...

Sonrió el clérigo y dijo:

-Paciencia, señor mío, paciencia. El principio viene después. Todo esto lo digo para tranquilidad de mi conciencia. He consultado al chico de Bernueces, que es boticario y abogado... sin precisar el caso, por supuesto... y, la verdad, me decido a entregarle a usted los cuartos sin escrúpulos de conciencia... Sí, usted, el marido, es la persona legal y moralmente determinada, eso es, para recibir esta cantidad...

-¡Una cantidad!

-Sí, señor, siete mil reales.

Y el cura metió una mano en el bolsillo interior de su larga y mugrienta levita de alpaca, y sacó de aquella cueva que olía a tabaco, entre migas de pan y colillas de cigarros, un cucurucho que debía de contener onzas de oro.

Bonifacio se puso en pie, y sin darse cuenta de lo que hacía, alargó la mano hacia el cucurucho.

El cura se sonrió y entregó el paquete sin extrañar aquel movimiento involuntario del marido de la doña Emma, que recibía onzas de oro sin saber por qué se le daban.

Mas Bonifacio volvió en sí y exclamó:

-Pero ¿a santo de qué me trae usted... esto?...

-Son siete mil reales...

-¿Pero de qué? Yo no soy... quien...

Iba a decir que el que allí corría con las cuentas de todo era D. Juan Nepomuceno; pero se contuvo, porque solía darle vergüenza que los extraños conocieran esta abdicación de sus derechos.

-¿Esto será alguna deuda antigua? -dijo por fin.

-No señor... y sí señor. Me explicaré...

-Sí, hombre, acabemos.

-Estos siete mil reales... proceden... de una restitución... sí, señor; una restitución hecha en el secreto de la confesión... in articulo mortis... La persona que devuelve esos siete mil reales a los herederos, a la única y universal heredera de D. Diego Valcárcel, esa persona ¿me comprende usted?, no quiso irse al otro mundo con el cargo de conciencia de esa cantidad... que debía... y que no debía... es decir... yo... no puedo tampoco hablar más claro... porque... la confesión, ya ve usted, es una cosa muy delicada...

-Sí que es -exclamó Bonifacio, que se había puesto muy pálido y estaba pensando en lo que el cura de la montaña ni remotamente podía sospechar.

-Sin embargo, yo... no debo... así, en absoluto... omitir las circunstancias que explican, en cierto modo, la cosa. Esto, me dije yo a mí mismo, es indispensable para que los herederos, o la heredera, o quien haga sus veces, admitan sin reparo esta cantidad, con la conciencia tranquila de quien toma lo que es suyo. Pues, sí, señores, de ustedes es... ya lo creo... Verá usted; es el caso que... aquí hay que omitir determinadas indicaciones que no favorecen la memoria de...

-Del difunto.

-¿De qué difunto?

-Del que restituye...

-No señor; del difunto... de otro difunto. No me tire usted de la lengua, eso no está bien.

-No, si yo no tiro... ¡Dios me libre! Ello será que la casa Valcárcel prestó este dinero sin garantías... y ahora...

El cura estaba diciendo que no con la cabeza desde que Bonifacio había dicho casa.

-No, señor; no fue préstamo, fue donación inter vivos.

-¿Y entonces?

-Entonces... no me tire usted de la lengua. He dicho ya que la cosa no era favorable a la memoria del difunto... X, llamémosle X, que en paz descanse. Bueno, pues no me he explicado bien: es favorable y no es favorable, porque en rigor... él es inocente, en este caso concreto a lo menos; y además, aunque no lo fuera... el que rompe paga... y él quería pagar... sólo que no había roto... ¿Me explico?

-No, señor; pero no importa. No se moleste usted.

Al cura empezaba a parecerle un majadero el marido de la doña Emma Valcárcel.

-¿Usted conoció... trató al difunto... Don Diego?

-Sí, señor; como que era mi suegro... quiero decir, mi principal.

-¿Si estará loco, o será tonto este señorito? -pensó el clérigo.

De repente se le ocurrió una idea feliz.

-Oiga usted -exclamó-. Ahora se me ocurre explicárselo a usted todo mediante un símil... y de este modo... ¿eh?, se lo digo... y no se lo digo, ¿me entiende usted?

-Vamos a ver -dijo Bonifacio, que apenas oía, porque estaba manteniendo una lucha terrible con su conciencia.

-Figurémonos que usted es cazador... y va y pasa por una heredad mía; supongamos que soy yo el otro; bueno, pues usted ve dentro de mi heredad un ciervo, un jabalí... lo que usted quiera, una liebre...

-Una liebre -dijo Reyes maquinalmente.

-Va, y ¡pum!...

El fogonazo, remedado con mucha propiedad por el cura, hizo dar un salto a Bonis, que estaba muy nervioso.

-Dispara usted su escopeta y me...; no, no conviene que sea liebre; es mejor caza mayor para mi caso; y cae lo que usted cree robezo o ciervo...; pero no hay tal ciervo ni robezo, sino que ha matado usted una vaca mía que pastaba tranquilamente en el prado. ¿Qué hace usted? En mi ejemplo, en mi caso, pagarme la vaca por medio de una donación inter vivos... importante siete mil reales. Yo me guardo los siete mil reales y el chico, digo, la vaca. Pero ahora viene lo mejor, y es que usted no ha sido el matador. El tiro no dio en el blanco, el tiro de usted se fue allá, por las nubes... Sólo que antes que usted, mucho antes, otro cazador, escondido, había disparado también... y ese fue el que mató la res, y se quedó con ella y con los siete mil reales de usted. Pasa tiempo, muere usted, es un decir, y muere también el otro; pero antes de morir se arrepiente de la trampa, y quiere devolver a los herederos de usted el dinero que, en rigor, no es suyo, aunque usted se lo ha dado... inter vivos. (El cura daba gran importancia a este latín, sin el cual no creía bien explicada la idea de la donación.) ¿Eh, qué tal, me ha comprendido usted?

Ni palabra. Bonifacio no comprendió que se trataba de uno de aquellos agujeros de honor que D. Diego había tapado con dinero. En este caso concreto, como decía el cura, la lesión de honra no existía, o, por lo menos, no era D. Diego el causante, y se le había hecho pagar lo que no debía. La persona que había lucrado, gracias a la asustadiza conciencia del jurisconsulto, siempre temeroso del escándalo, restituía a la hora de la muerte, por miedo del infierno probablemente.

El cura creyó suficientes sus explicaciones; y, muy satisfecho del símil, cuya exposición le había hecho sudar, se limpiaba el cogote con su pañuelo verde con rayas blancas, sin cuidarse ya de que aquel caballero, que parecía tonto, hubiese comprendido o no... El secreto de la confesión y la buena memoria de D. Diego no le permitían a él ser más largo ni más explícito.

Habló más, pero sin nueva sustancia; insistió mucho en que aquello debía quedar allí, y arrancó a Bonifacio la palabra de honor de que sólo él y su señora, si él lo creía decente, debían enterarse de lo sucedido.

-Nadie más. Ya ve usted, es delicado... y los maliciosos, sobre todo allá en el pueblo, si saben que yo vine... y entregué... enseguida caen en la cuenta. Mucho sigilo pues. Además, la misma señorita... quiero decir, la señora de usted, debe saber lo menos posible; podría cavilar... y las mujeres, sobre todo las casadas, las cazan al vuelo, y podría comprenderlo todo. «Mejor que tú, por lo que veo»; añadió para sí.

Y salió el señor cura de la montaña satisfecho de sí mismo, confiado en la palabra de honor de aquel señor soso y casi tonto, que, a pesar de todo, tenía cara de honrado y de persona formal.

-Se puede ser fiel a la palabra y tener pocos alcances, se decía el clérigo bajando la escalera.

A Bonifacio se le había ocurrido, ante todo, ver en aquello que él llamaba casualidad la mano de la Providencia. Pero acto continuo añadió para sí: «La mano de la providencia... del diablo». Porque lo primero que pensó hacer de aquel dinero que le venía llovido del... infierno, fue llevárselo a D. Benito el Mayor, para tapar aquel antro horrible de la deuda, aquel agujero negro, por donde se escapaban las furias del Averno (estilo Bonifacio), gritándole: «Infame, adúltero, ¿qué has hecho de la fortuna de tu mujer?». En vano la razón decía: «Ni tú has sido adúltero hasta la fecha, a no ser por palabra de presente, ni la fortuna de tu mujer está comprometida por ese préstamo de seis mil reales, aun suponiendo que los pagase ella». No importaba; los remordimientos, o, más bien el miedo que tenía a Emma y a D. Juan Nepomuceno, no le habían dejado dormir aquella noche. Lo que él llamaba ser adúltero quedaba en segundo lugar; alambicando mucho, a fuerza de sofismas, tal vez encontraría medio de disculpar a sus propios ojos aquel amor ilegítimo... pero lo del dinero no admitía excusas; él había pedido seis mil reales a un prestamista, abusando del crédito de su mujer. Esto era inicuo... y lo que era peor, muy expuesto a una tragedia doméstica. La imaginación, la loca de la casa, le ponía delante el cuadro aterrador: «Emma saltaba de la cama con su gorro de dormir, pálida, huesuda, echando fuego por los ojos y avanzaba en silencio hacia él, estrujando en la mano temblorosa un recibo que D. Juan Nepomuceno acababa de entregarle, impasible, como siempre, envuelto en la dignidad de sus patillas. ¡Lo sabía todo! Lo de los cincuenta duros, lo de los seis mil reales y lo del paseo por la noche... ¡Entre el sereno y Nepomuceno la habían puesto al cabo de la calle! ¡Qué horror! ¡Adónde puede llegar la fantasía!», pensaba Bonifacio temblando de pies a cabeza. Por fortuna aquello no era más que un cuadro imaginado... Pero la realidad podría llegar a parecérsele. Y aquel señor cura se le presentaba con siete mil reales, que él, Bonifacio, podría gastar en lo que quisiera, sin que persona nacida lo estorbase ni lo supiese. Es más, el secreto era allí lo principal. Y ¿cómo guardar el secreto haciendo ingresar aquellos miles en lo que llamaba D. Juan Nepomuceno la caja? Ni el cura ni el que restituía, honrado penitente, sabían que él, Bonis, allí no tocaba pito, ni administraba, a pesar de lo que disponían ciertas leyes recopiladas, según le habían asegurado; él, pese a todas las leyes del mundo, no disponía de un cuarto, y sólo servía para firmar como en un barbecho cuantos papeles le presentaba el de las patillas. Pues bien; siendo así, ¿cómo incorporar aquel dinero al caudal de su mujer sin que nadie se enterase? Imposible. Por este lado la conciencia le decía: «Haz de tu capa un sayo». Pero emplear aquellos cuartos en su provecho, ¿no era robar a su mujer? Sí y no. No, porque con ellos iba a tapar una brecha abierta al crédito de la casa Valcárcel. Ya se sabía que él no tenía un cuarto, ni de dónde le viniera, y que D. Benito el Mayor había prestado fiándose del capital de Emma; más era; el mismo Bonifacio reconocía que en su fuero interno siempre había pensado en pagar con dinero de su mujer, aunque le asustaba pensar en el cómo y cuándo. Por este lado no era robar lo que quería hacer. Por otra parte, sí era robar; porque... porque aquello era... un robo, un fraude o como se dijera, pero ello era robar.

Satisfecho de sí mismo hasta cierto punto, en medio de aquella desolación moral, contemplaba la rectitud de su alma, que rechazaba sofismas vanos y gritaba: «¡robar, robar!». Lo cual no impidió que Bonis se lavase y vistiera lo más de prisa que pudo y saliese de casa sin ser visto ni oído, con ánimo de estar de vuelta antes que Emma despertase.

«Estas cosas hay que hacerlas así, iba pensando por la calle. Si vacilo, si me estoy días y días dándome jaqueca con la idea de que esto es un crimen... a lo mejor viene el trueno gordo, D. Benito se cansa de esperar, Nepomuceno se entera del caso y... primero morir; cien veces la muerte y el infierno. A pagar, a pagar. ¿No quería secreto el señor cura? Pues ya verá qué secreto. Y soy un ladrón, no cabe duda, un ladrón... Sí, pero ladrón por amor». Esta frase interior también le satisfizo y tranquilizó un poco. «¡Ladrón por amor!». Estaba muy bien pensado. Llegó al portal de la casa del escribano. «¿Subiría? Sí; en último caso, si lo que iba a hacer era un verdadero delito, su honradez heredada, la fuerza de la sangre, limpia de todo crimen, el instinto del bien obrar, en suma, le impedirían llevar a cabo lo que intentaba. Se le trabaría la lengua o se le doblarían las piernas, como en recientes aventuras de otra índole; si nada de esto le sucedía, no debía de haber tal crimen ni tales alforjas».

D. Benito estaba en pie en medio de su despacho oscuro, de techo bajo; estaba rodeado de escribientes que trabajaban en vetustos escritorios forrados de muletón verde. Los libros del protocolo, macizos y graves, de lomo pardo, estaban allí, con la solemnidad misteriosa que tal pavor supersticioso infundía en el alma romántica y nada jurisperita de Bonis.

El notario se acercó a su amigo el Sr. Reyes y le frotó las orejas con ambas manos como para entrar en calor. Fingimiento inverosímil, pues estaba la atmósfera que ardía, según el otro.

-¿Qué hay, perillán? ¿A qué viene usted aquí? ¿A robarme tiempo, eh? Pues me lo pagará usted en dinero, porque el tiempo es oro. Y se reía D. Benito, encantado con su propia gracia.

-Sr. García, quisiera hablar con usted dos palabras...

Bonifacio hizo un gesto que pedía una entrevista a solas.

D. Benito, cogiendo al deudor por las solapas del gabán, le llevó tras de sí a un gabinete contiguo, cuyas paredes estaban ocultas también por estantes, continuación del protocolo. Allí estaban los libros de siglos pasados. «¡Dios mío, pensaba sin querer Bonis, bien antiguos son estos líos del papel sellado y las triquiñuelas de los escribanos!». Sin saber por qué, se acordó de haber oído describir las bodegas de Jerez y las soleras de fecha remota, que ostentaban en la panza su antigüedad sagrada. «¡Qué diferencia, pensó, entre aquello y esto!».

D. Benito le volvió a la realidad.

-Vamos a ver, señor mío, desembuche usted...


«Solos estamos los dos,
solos delante del cielo...».


¡Je, je!...

El notario, después de declamar aquellos dos versos de una comedia de aficionados, muchas veces representada en el pueblo porque era de hombres solos, dio una palmadita en el vientre a Reyes; y de pronto se quedó muy serio, muy serio, sin decir palabra, como dando a entender: «Soy todo oídos; basta de chistes; aquí tiene usted al representante de la fe pública, o al prestamista sin entrañas, lo que usted quiera».

-Sr. García, vengo a pagar a usted aquel piquillo...

-¿Qué piquillo?

-Los seis mil reales que usted tuvo la amabilidad...

-¿Qué amabilidad?, quiero decir, ¿qué seis mil reales?... Usted no me debe nada.

-¡Qué bromista es usted! -dijo Bonis, que más estaba para recibir los Santos Sacramentos que para chistes.

Y se dejó caer en una silla y empezó a contar onzas sobre una mesa.

Aquel dinero le quemaba los dedos, pensaba él, o debía quemárselos. La verdad era que la operación material de contar el dinero la hizo con bastante tranquilidad, muy atento sólo a no equivocarse, como solía; porque el reducir aquello a miles de reales, le parecía cálculo superior a sus fuerzas ordinarias.

D. Benito le dejaba hacer, estupefacto, o tal vez por el gusto de amateur. Era indudable que el espectáculo del oro le quitaba siempre la gana de bromear. Fuese por lo que fuese, la presencia del dinero siempre era cosa muy seria.

-Aquí están los seis mil; cámbieme usted esta...

-Pero... -a D. Benito se le atragantó algo muy serio también-; pero... ¿qué está usted haciendo ahí, criatura?... ¿No le digo... a usted que... ya no me debe nada?

-Sr. García... celebraría estar de buen humor para poder seguírselo a usted...

-¡Señor diablo!, le digo a usted que ayer mismo me he reintegrado de esa cantidad insignificante.

-¿Ayer?... usted... ¿quién?...

Lo que tenía atravesado en la garganta el escribano había saltado sin duda al gaznate11 de Reyes, porque el infeliz se atragantó también.

-A ver, D. Benito, explíquese usted... ¡por los clavos de Cristo!...

-Muy sencillo, amigo mío. Ayer de tarde, en el Casino, D. Juan Nepomuceno, su tío de usted...

-No es mi tío...

-Bueno... su...

-Bien, adelante; el tío... ¿qué?

-Pero hijo, ¿qué le pasa a usted? Está usted palidísimo, le va a dar algo, ¿será el calor? Abriré aquí...

-No abra usted... hable, hable; el tío... ¿qué?

-Pues nada; que hablando de negocios, vinimos a parar en las probabilidades del resultado de esa industria que van a montar ustedes con el dinero de las últimas enajenaciones.

-¿Una industria? Que vamos a montar... ¿nosotros?...

-Sí, hombre, la fábrica de productos químicos.

-¡Ah!, sí, bien; ¿y qué?

Bonifacio había oído en casa, a los parientes de su mujer, algo de productos químicos, pero no sabía nada concreto.

-¡Al grano! -dijo más muerto que vivo.

-Yo... con la mayor inocencia del mundo, le pregunté a su señor... pariente si el dinero que usted acababa de tomar, honrándome con su confianza, era para los gastos primeros... para algún ensayo; para muestras de... qué sé yo...; en fin, que se me había metido en la cabeza que era para la fábrica. D. Juan... me miró con aquellos ojazos que usted sabe que tiene. Tardó en contestarme; noté eso, que tardaba en hablar. En fin, encogiendo los hombros, me dijo: «Sí, efectivamente, para gastos preliminares, de preparación... pero tengo orden, ahora que me acuerdo, de pagar a usted inmediatamente ese dinero». Yo, la verdad, extrañaba que haciendo tan pocas horas que usted había recogido los cuartos... pero a mí, ¿quién me metía en averiguaciones?, ¿no es eso? En fin, que nos citamos para esta su casa a las diez de la noche, y a las diez y cuarto estaba aquí D. Juan Nepomuceno con seis mil reales en plata. Esta es la historia.

¡Aquella era la historia!, pensó Reyes desde el abismo de su postración. Estaba aturdido, se sentía aniquilado. El tío lo sabía todo... y ¡había pagado! ¿Y Emma? Al acordarse de su mujer experimentó aquella ausencia de las piernas, sensación insoportable que nunca faltaba en los grandes apuros.

Callaban los dos. El notario comprendió que allí había gato encerrado; «algún misterio de familia», pensaba él. Pero como había cobrado su dinero, de lo que estaba muy contento, como se había reintegrado, sabía contener su curiosidad, que dejaba paso a la más exquisita prudencia. Allá ellos, se decía, y seguía callando.

Rompió el silencio Bonis, diciendo con voz sepulcral:

-Si usted hiciera el favor de mandar que me sirvieran un vaso de agua.

-Con mil amores.

Una maritornes sucia y muy gorda presentó el agua con un panal de azúcar cruzado sobre el vaso.

-Gracias; sin azúcar. Nunca tomo azúcar en el agua. Gracias.

Esto lo decía Bonis con los ojos estúpidos clavados en el rostro risueño y soez de la moza; lo decía con una voz y un tono como los que emplean los cómicos al despedirse del pícaro mundo al final de un tercer acto, cuando están con el alma en la boca y un puñal en las entrañas.

El agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse y despedirse. No pensó en dar explicaciones ni disculpas. Su silencio era muy ridículo, es claro. ¿Qué estaría pensando aquel señor? Lo menos, que él estaba loco. Bien, ¿y qué? Valiente cosa le importaba en aquel momento a Bonis que se riera de él el mundo entero. ¡Nepomuceno había pagado los seis mil reales! Esto, esto era lo terrible. ¿Volvería a casa? ¿Se escaparía?

Viéndole tan conmovido, D. Benito, el Mayor, no quiso hablar una palabra más sobre el asunto misterioso; sin tirarle de las orejas ni andarse con cuchufletas, le despidió muy serio, con rostro compungido como acompañándole en una desgracia tan respetable cuanto desconocida para él; y después de conducirle hasta el primer tramo de la escalera, se volvió a su despacho. Sólo entonces se le ocurrió esta diabólica idea:

-Aquí hay gato, es claro; a mí no me importa; pero si... es una hipótesis, si hubiera podido haber un medio... así... verosímil... legal... de... de cobrar yo mis seis mil reales, al tío primero, y después otros seis mil al sobrino... Disparate, absurdo; corriente; pero hubiera tenido gracia.

Y dando un patético suspiro, se frotó las manos; y renunciando al ideal de cobrar dos veces, no pensó más en aquello y volvió a sus negocios.

En cuanto a Reyes, al llegar al portal, donde trabajaba y comía un zapatero de viejo, tuvo varias ideas y un desmayo. Las ideas fueron las siguientes: «Ese farsante de ahí arriba me ha engañado, he debido tener valor para acogotarle, o, por lo menos, para decirle cuántas son cinco. Miente como un bellaco; el tío Nepomuceno ha pagado porque este traidor no se fiaba de mí; me conoció en la cara que yo no podía sacar de ninguna parte seis mil reales y se fue al otro... y cantó... Verdad es que yo no le había encargado el secreto. Pero se suponía que lo necesitaba; debía de conocérseme en la cara; y a él acudí por su fama de discreto, de hombre de mucho sigilo... Voy a volver arriba a matarle, exprofeso...».

Y cuando pensaba en esto, fue cuando sintió absoluta necesidad de dejarse caer. Cayó sentado en el portal y se le fue la cabeza. El zapatero acudió en su auxilio. Cuando volvió en sí Reyes, sintió, como la noche anterior, que le regaban la cara con agua fresca. Y medio delirando, dijo:

-Gracias... sola, sin azúcar.