IX


Durmió como un muerto, pero no mucho. Como un resucitado volvió a la vida haciendo guiños a la luz cruda de un rayo del sol del mediodía, que por un resquicio de la ventana mal cerrada, se colaba hasta la punta de sus narices, hiriéndole además entre ceja y ceja.

Aquel rayo de luz le recordaba los rayos místicos de las estampas de los libros piadosos; él había visto en pintura que a los santos reducidos a prisión, y aun en medio del campo, les solían caer sobre la cabeza rayos de sol por el estilo del que le estaba molestando. Si él fuese idólatra (que no lo era), vería en aquello la mano de la Providencia. No era idólatra, pero creía en el Hacedor Supremo y en su justicia, que tenía por principal alguacil la conciencia. Indudablemente su situación, la de Bonis, se había complicado desde la noche anterior. «Hueles a polvos de arroz», había dicho la engañada esposa, tres veces lo había dicho, y en vez de irritarse... de envenenarle o ahorcarle... ¡cosa más rara!...

Y al llegar aquí se le pusieron delante de la imaginación las carnes de su mujer tales como de soslayo y a escape las había vislumbrado por la mañana, al salir del lecho conyugal. No era lo mismo lo que había creído ver en el delirio o exaltación de la borrachera y la realidad que se le había presentado por la mañana; pero aun esta realidad excedía con mucho al estado que verosímilmente se hubiera podido atribuir a lo que él denominaba encantos velados y probablemente marchitos de su mujer. Sí, él mismo, a pesar de que, con motivo de las unturas y otros menesteres análogos, veía cotidianamente gran parte del desnudo de su Emma, no podía observar jamás, porque ella lo prohibía con sus melindres, aquellas regiones que, en la topografía anatómica y poética de Bonis, correspondían a las varias zonas de los encantos velados. En estas zonas era donde él había visto sorpresas, inesperados florecimientos, una especie de otoñada de atractivos musculares con que no hubiera soñado el más optimista. ¿Cómo era aquello? Bonis no se lo explicaba; porque aunque filósofo como él solo, amigo de reflexionar despacio y por sus pasos contados, sobre todos los sucesos de la vida, importáranle o no, era de esos pensadores que tanto abundan, que no hacen más que dar vueltas a ideas conocidas, alambicándolas; pero no descubría, no penetraba en regiones nuevas, y, en suma, en punto a sagacidad para encontrar el por qué de fenómenos naturales o sociológicos, era tan romo como tantos y tantos filósofos célebres que, en resumidas cuentas, no han venido a sonsacarle a la realidad burlona ninguno de sus utilísimos secretos. Mucho discurrió Bonifacio, pero no logró dar en el quid de que su mujer, dándose por medio difunta, tuviera aquellas reconditeces nada despreciables, aunque pálidas y de una suavidad que, al acercar la piel a la condición del raso, la separaba de ciertas cualidades de la materia viva. Parecía así como si entre el algodón en rama, los ungüentos y el tibio ambiente de las sábanas perfumadas, hubiesen producido una artificial robustez... carne falsa... En fin, Bonis se perdía en conjeturas y en disparates, y acababa por rechazar todas estas hipótesis, contra las cuales protestaban todas las letras de segunda enseñanza que él había leído de algunos años a aquella parte, con el propósito (que le inspiró un periódico, hablando del progreso y de la sabiduría de la clase media) de hacerse digno hijo de su siglo y regenerarse por la ciencia. No, no podía ser; todas las leyes físico-matemáticas se oponían a que el algodón en rama fuera asimilable y se convirtiera en fibrina y demás ingredientes de la pícara carne humana.

No hay para qué seguir a Bonis en sus demás conjeturas, sino irse a lo cierto directamente. Cierto era, muy cierto, que Emma había amenazado ruina, que sus carnes se habían derretido entre desarreglos originados de sus malandanzas de madre frustrada, influencias nerviosas, aprensiones, seudohigiénicas medidas y cavilaciones, rabietas y falta de luz y de aire libre; pero también era verdad que no faltaba fibra al cuerpo eléctrico de aquella Euménide, que sus nervios se agarraban furiosos a la vida, enroscándose en ella, y que al cabo el estómago, llegando a asimilar las buenas carnes, y los buenos tragos produciendo sano influjo, habían dado eficacia al renaciente apetito, y la salud volvía a borbotones inundando aquel organismo intacto a pesar de tantas lacerías.

Pensaba Emma, al verse renacer en aquellos pálidos verdores, que era ella una delicada planta de invernadero, y que el bestia de su marido y todos los demás bestias de la casa, querrían sacarla de su estufa y transplantarla al aire libre, en cuanto tuvieran noticia de tal renacimiento. Su manía principal, pues otras tenía, era esta ahora: que tenía aquella nueva vida de que tan voluptuosamente gozaba, a condición de seguir en su estufa, haciéndose tratar como enferma, aunque, en resumidas cuentas, ya no lo estuviera. Además, con las nuevas fuerzas habían venido nuevos deseos de una voluptuosidad recóndita y retorcida, enfermiza, extraviada, que procuraba satisfacerse en seres inanimados, en contactos, olores y sabores que, lejos de todo bicho viviente, podían ofrecerle, como adecuado objeto, las sábanas de batista, la cama caliente, la pluma, el aire encerrado en fuelles de seda, el suelo mullido, las rendijas de las puertas herméticamente cerradas, el heno, las manzanas y cidrones metidos entre la ropa, el alcanfor y los cien olores de que sabía ya Celestina.

Como un descubrimiento saboreaba Emma la delicia de gozar con los tres sentidos a que en otro tiempo daba menos importancia, como fuentes de placer. En su encierro voluntario ni la vista ni el oído podían disfrutar grandes deleites; pero en cambio gozaba las sensaciones nuevas del refinamiento del gusto y del olfato, y aun del contacto de todo su cuerpo de gata mimosa con las suavidades de su ropa blanca, dentro de la cual se revolvía como un tornillo de carne.

En los días en que sus aprensiones, mezcladas con su positiva enfermedad nerviosa, la habían puesto en verdadero peligro, camino de la muerte, por la debilidad no combatida, había llegado a sentir una soledad terrible, la de todo egoísta que presiente el fin de su vida; todas las cosas y todos los hombres la dejaban morirse sola, irse con Dios; y con doble vista de enferma adivinaba el fondo de la indiferencia general, la proximidad del peligro.

«¡Se muere uno solo, completamente solo, los demás se quedan muy satisfechos en el mundo; ni por cumplido se ofrecen a morirse también!». Bonifacio, Sebastián, que tanto la había querido, según él decía, el tío Nepomuceno, todos se quedaban por acá, nadie hacía nada para ayudarla a no morir, nadie decía: «Pues ea, yo te acompaño».

Emma era una atea perfecta. Jamás había pensado en Dios, ni para negarlo; no creía ni dejaba de creer en la religión; cumplía con la Iglesia malamente, y eso por máquina. En su tiempo no se solía discutir asuntos religiosos en su tierra; los que no eran devotos gozaban de una tolerancia completa; como tampoco eran descreídos, ni faltaban a las costumbres piadosas y guardaban las principales apariencias, por nadie eran molestados.

«Yo no soy beata», decía Emma: y no pensaba más en estas cosas. La Iglesia, los curas, bien; todo estaba bien; ella no era aficionada a las novenas; pero todo ello estaba en el orden, como el haber reyes, y contribución, y Guardia civil. Sobre todo, no se pensaba en nada de eso, no se hablaba de ello, ¿para qué? «Yo no soy beata». Y era atea perfecta, porque vivía en perpetuo pensamiento de lo relativo. Jamás había meditado acerca de negocios de ultratumba; el infierno se lo figuraba como un horno probable; pero a ella ¿qué? Al infierno iban los grandes pícaros que mataban a su padre o a su madre o a un sacerdote, o que pisaban la hostia o no se querían confesar... Además, no se sabía nada de seguro. Pero el morirse era horroroso, no por el infierno, por el dolor de morir y por la pena de acabarse.

Sí, de acabarse; sin pensar en la contradicción de su conciencia íntima con el dogma del cielo y el infierno, Emma veía con toda seriedad, con íntima convicción, con la conciencia de su propio espanto, el aniquilamiento doloroso en la tumba; y, poco amiga de discernir, no se paraba a separar lo racional de lo imaginado; y así, algo también sentía la muerte por las paletadas de cal, y por la tierra húmeda, y la caja cerrada, y el cementerio solo, y la eternidad oscura.

Sin ver esta otra contradicción, padecía con la idea del aniquilamiento y la imagen de la sepultura. Pensaba en la muerte con ideas de vida, y de vida ordinaria, usual, la de todos los días de su vulgar existencia, y el horror del contraste crecía con esto.

Ni una vez sola se le ocurrió encomendarse a ningún santo, ni ofreció nada a la Virgen ni a Jesús por si sanaba; la primera energía que tuvo al convalecer, la empleó en sonreír, con terrible sonrisa de resucitada, a un propósito firme y endiablado: su tremendo egoísmo de convaleciente, mundano, prosaico y rastrero, se agarró a la resolución inconmovible de vengarse de los miserables parientes que la iban a dejar morirse sola.

Emma, como la mayor parte de las criaturas del siglo, no tenía vigor intelectual ni voluntario más que para los intereses inmediatos y mezquinos de la prosa ordinaria de la vida; llamaba poesía a todo lo demás, y sólo tenía por serio en resumidas cuentas lo bajo, el egoísmo diario, y sólo para esto sabía querer y pensar con alguna fuerza. Tal espíritu, era más compatible con aquel romanticismo falso y aquellas extravagancias fantásticas de su juventud, de lo que ella misma hubiera podido figurarse, a ser capaz de comparar el fondo de su alma mezquina con el fondo de los ensueños de sus días de primavera.

El renacimiento de su carne lo guardaba como un secreto; era una hipócrita de la salud; seguía fingiendo achaques corporales como si fuese virtud el tenerlos. Eufemia, su doncella, era confidente parcial de sus engaños: como una trampa que hiciera a todos los suyos, Emma saboreaba a solas con su criada los pormenores de aquel fingimiento. La hija de Valcárcel se robaba a sí misma por mano de Eufemia que, de tapadillo, traía de tiendas y plazas los mejores bocados y las chucherías más caras de la moda en materia de ropa interior, perfumes y manjares. En todos los comercios y puestos de comestibles principales, llegó a tener Emma cuentas enormes. «Ni el tío Nepomuceno, ni Bonis, ni Sebastián, sospechaban que existiera aquel agujero que ella iba haciendo con las uñas en el fortunón que ellos tal vez habían creído heredar de un día a otro».

Así lo pensaba ella, y gozaba como de una voluptuosidad de las sorpresas futuras que reservaba a sus deudos. Saborear la mejor perdiz y la mejor lamprea de la plaza y usar con codos y rodillas la mejor batista, y enredar los dedos entre los mejores encajes, y derramar por sábanas, camisas, corsés, medias y pantalones, las esencias más caras, con profusión, causando el asombro de Eufemia, era género de delicia que se aumentaba con la idea de la mala pasada que les estaba jugando a todos aquellos parientes, en particular a Bonis y a su tío.

-D. Nepo -se decía ella a solas, sonriendo con malicia-, róbeme usted, róbeme, que yo tampoco me descuido.

Aunque entregada por completo a la vida material, no tenía el menor instinto de conservación de la fortuna, no había pensado jamás en el origen de su dinero; creía vagamente que el capital de que gozaba era una fuente inagotable que estaba en algún paraje misterioso, que no había para qué indagar ociosamente: allí, entre los papeles del tío, estaba la mina; él se quedaría con gran parte del filón; pero ¿qué importaba?, no valía la pena de echar cuentas, desconfiar, administrar por sí misma; ¡absurdo!, por lo visto había para todo; él robaba, ella también; le engañaba, y el mejor día vendrían a casa unas cuentas que le dejarían patidifuso al buen D. Nepo, pues es claro que tenía que pagarlas.

Las cuentas ya habían venido y algunas se habían pagado. D. Juan Nepomuceno seguía con Emma la misma conducta que con Bonis desde que cada cual por su lado se habían entregado a la prodigalidad, como él se decía. La de Emma sí era prodigalidad verdadera, aunque no lo parecía. Para ella era como la sensación de un lujo enorme extravagante la pereza que sentía de echar cuentas y atar corto a Nepomuceno: comprendía que él hacía su Agosto con el caudal de su sobrina, que iba pasando a poder del administrador gran parte del capital administrado, pues bien claro estaba que todos los días D. Juan hablaba de sus propias rentas, que por milagros de la suerte o por bondad de la Providencia, prosperaban, y todos los días también hablaba de desventuras sin cuento que caían sobre los predios de la Valcárcel y la parte de su capital colocada en manos industriosas de España y del extranjero.

Las minas de hierro y de carbón que empezaban a explotarse en aquella provincia por entonces, daban mil chascos a cada momento, y no pocos de ellos redundaron en perjuicio de las acciones de Emma que Nepomuceno había comprado, siempre diligente en el cuidado de la hacienda de su antigua pupila.

Pero ¡oh casualidad portentosa y fijeza de los hados!, las minas en que tenía el mismo D. Juan sus miserables ahorrillos, no quebraban, dejaban un rédito sano y constante. En montón comprendía Emma que todo aquello significaba que la robaba el tío... Y aquí estaba lo que ella entendía por lujo refinado... No la importaba; y le dejaba hacer, le dejaba robar, prefiriendo no calentarse los cascos, calculando lo caro que le salía este placer de no meterse a pedir cuentas ni a reñir por cuestión de ochavos, ella que improvisaba una verrina a grito pelado sobre motivos de un caldo demasiado caliente.

Mas notaba Emma, con una extraña delicia y cierta vanidad por lo que ella creía su espíritu singular, único, notaba una complacencia, como la de sentir cosquillas inaguantables capaces de ponerla enferma, en tolerar y hasta hurgar las flaquezas del prójimo, siquiera en algo la perjudicasen. El descubrimiento de la maldad ajena la embelesaba, la enorgullecía y la animaba a abandonarse a sus perversiones caprichosas. Además, tenía los sentidos y el gusto muy afinados para saborear y discernir la belleza que hay en la energía y en la habilidad del mal; un pícaro gracioso, redomado, hábil y suelto para sus picardías, le parecía un héroe: Luis Candelas, según se lo presentaban librotes de imaginación muy populares, era un héroe con quien hasta soñaba. Leía con avidez las causas célebres y reservaba toda su compasión para los criminales en capilla. Para los delitos de amor su lenidad era infinita; y si bien en los días en que la debilidad la tuvo tan postrada que sintió como la conciencia física de un agotamiento de deseos y facultades sexuales, miraba con desprecio y repugnancia, y hasta ira, todo lo que se refiriese a respetar, consagrar y propagar el amor, cuando se vio renacer dentro de su pálido pellejo, suave y fofo, volvió a su ánimo aquella piedad sin límites por las flaquezas amorosas y la admiración para todos los grandes atrevimientos y extravagancias de este orden, especialmente si eran hembras las que llevaban a cabo tales osadías.

De su tío Nepomuceno sabía, por murmuraciones del primo Sebastián y de Eufemia, que tenía una pasión de viejo por una alemana, hija de un ingeniero industrial, M. Körner, químico notable que había venido a ciertos trabajos metalúrgicos.

-Sin duda el tío quiere hacerse rico a todo trance, y pronto, para seducir con su fortuna, ya que no puede con sus patillas cenicientas, a la hija de ese alemán.

Y Emma gustaba con delicia, casi material, casi del paladar, como la de una lectura picante, figurándose al buen señor, con sus cincuenta y pico, enamorado como un cadete y picado de veras y en lo vivo por el demonio del amor.

Largos ratos se dedicaba ella a pensar en las contingencias de aquellos graciosos amores, y llegaba, imaginando, al día de la boda, y pensaba en la verosimilitud de una cencerrada, pues el tío era viudo, cencerrada en que ella colaboraría a cencerros tapados, sin perjuicio de haberle regalado antes a la novia un magnífico aderezo.

Y después serían muy amigas, y a paseo irían juntas, y llegarían a burlarse juntas del ridículo señor de las patillas, su deudor y esposo respectivamente... y hasta llegaba a pensar en los cuernos que su señora tía acabaría por ponerle al infiel administrador, ¿con quién?, con el primo Sebastián, por ejemplo... Y hasta enredaba la madeja en su fantasía de modo que resultaba que ella, Emma, tenía alguna culpa en la desgracia de su tío... y ¿qué?, mejor. ¿No la había él engañado a ella? ¿No la había robado? Pues entonces, las pagaba todas juntas.

Porque además Emma se reservaba el derecho de vengarse de los antiguos despojos que había tolerado antes, sacándole a relucir sus trampas a D. Nepo, justamente en aquellos días de sus desgracias conyugales... ¡Qué risa! ¡Qué oportunidad para ponerle en un apuro! En esta como en todas las demás flaquezas ajenas que a ella podían mortificarla, y que por lo pronto toleraba, por amor al arte de las picardías, la mujer de Bonis se reservaba vagamente el derecho de vengarse del modo más refinadamente cruel, allá más adelante, no sabía cómo ni cuándo, pero algún día; y sentía una alegría y excitación semejantes a las que produce la esperanza de ser feliz, con la conciencia de estos aplazados desquites, de estos castigos y tormentos vengadores, representados y proyectados entre las brumas de la voluntad y del pensamiento.

Para explicar su conducta con el tío y con Bonis, hay que añadir a este examen de sus pervertidos sentimientos, su comezón de lo raro, original e inesperado. La irritaba que nadie pudiera prever sus enfados y rabietas, odios y venganzas; prefería incomodarse y enfurecerse por motivos de los que nadie esperase tales resultados, y desorientar al más experto observador quedándose fría, tranquila, impasible, ante injurias y daños que los demás podrían creer que la iban a sacar de sus casillas.

Con Eufemia, su confidente, ejercitaba este prurito a menudo, ya en sus mutuas relaciones, ya en lo que se refería a un tercero.

Nada de lo que el tío ni de lo que Bonis pudieran hacer en contra de ella podía darle causa para más rencores que aquello de haberla dejado estar a las puertas de la muerte... sin acompañarla al otro mundo; esto, esto era lo que no perdonaría... y, sin embargo, ya se veía cómo disimulaba. ¡Oh! ¡Pero qué chasco les iba a dar! ¡Qué gracia, cuando el tío se encontrase con que ella también gastaba a todo gastar, y que el caudal que él tenía de reserva, para robar más adelante (para cuando su mujer, la alemana, por ejemplo, le diese chiquitines de Sebastián, era un decir) había pasado, según la ley, a manos de los acreedores, al tendero de la esquina, al comerciante de los Porches, etcétera, etc.!

Sí, la vida todavía guardaba para ella un porvenir sustancioso; ahora caía en la cuenta de que no había sido antes bastante egoísta. Mortificar a los demás y divertirse ella, de mil maneras desconocidas, todo lo posible, estas eran las dos fuentes de placer que quería agotar a grandes tragos; dos fuentes que venían a ser una misma.

Con la salud nueva sentía Emma esperanzas locas de no sabía qué deleites; y a tanto llegó esta fuerza expansiva, que aquellos mismos placeres secretos de su retiro voluntario, llegaron a parecerla insuficientes, no saciaban su sed de emociones extrañas; y, entonces, rompiendo la crisálida de su encerrona, determinó salir al mundo, no sin cautela, no sin disimulos, en busca de aventuras de que no había de dar cuenta a los parientes, procuradas entre misterios que las había de hacer más sabrosas.

Una noche dormitaba Eufemia en el gabinete de su ama, dando cabezadas contra la pared, cuando tuvo que despertar sobresaltada por un golpe que sintió en un hombro; era la mano de Emma, que la llamaba; estaba la señorita en camisa, pálida como nunca, su respiración era anhelante, las narices se la ponían hinchadas, abriéndose como fuelles.

-¿Qué hora es? -preguntó con voz ronca.

-Serán las diez, señorita.

-Y llueve.

Eufemia atendió al ruido de la calle.

-Sí, llueve.

-Vamos a salir.

-¡A salir!

-Sí, tú calla. Anda, tráeme un vestido tuyo, de percal, y un mantón tuyo y un pañuelo... vamos las dos de artesanas. Vamos al teatro, a la cazuela. Hoy hacen la... no me acuerdo cómo se llama; es una ópera nueva, muy buena, lo leí en el cartel al volver de misa, en la esquina del Ayuntamiento. Corre, vete por eso; oye, tráeme aquel alfiler del pelo, el de cabeza de dublé, que te costó dos reales. Ninguno de esos tipos está en casa... Vamos a correrla todos... Conque... ¡andando!