XXIV
Sotileza (1888)
de José María de Pereda
XXV - Otras consecuencias
XXVI

XXV

Otras consecuencias


En poquísimas horas, ¡cómo había cambiado de aspecto el interior de la bodega de tío Mechelín! ¡Qué cuadro tan triste el que ofrecía mientras don Pedro Colindres enderezaba sus pasos hacia ella! Silda, desfallecida, cansada de llorar y sin lágrimas ya en sus ojos enrojecidos, sentada en un taburete, apoyaba su hermoso busto contra la cómoda por el palo frontero al dormitorio, cuyas cortinillas estaban recogidas hacia los respectivos extremos de la barra. No daba otras señales de vida que algún entrecortado suspiro que quería devorar, y no podía, en el fondo mismo de su pecho, y las miradas tristes que de vez en cuando dirigía al lecho de la alcoba sobre el cual yacía vestido el viejo marinero. Tía Sidora, sentada a media distancia entre los dos, padeciendo por las penas de ellos tanto como por las suyas propias, sólo dejaba de consolar a Sotileza para acudir con sus palabras, de mal forjados alientos, a levantar los abatidos ánimos de su marido. Y, entretanto, ¡cómo se le deslizaban gota a gota primero, y después hilo a hilo, las lágrimas por la noblota faz abajo!...

Conocíalo Mechelín en el temblar de la voz de su pobre compañera, porque la luz del candil no daba para tanto; y queriendo pagarla sus esfuerzos con algo que se los evitara, decía desde su lecho, con el ritmo triste de los agonizantes:

-¡Cosa de na, mujer; cosa de na!... Sólo que anda uno tan apurao de casco, tan resentío de fondos, que el tocar en una amayuela le hace una avería en ellos... Hazte tú bien el cargo... Venía uno de la mar con un poco de risa en el ánimo, porque le duraba a uno entoavía el acopio de la de ayer... y hasta pensaba uno ir tirando con ello... esta semana siquiera. Después, Dios diría... Y remando así, oye uno este decir y el otro en metá de la calle; y pregunta uno, y va subiendo mucho más...; y entra uno en casa con el agua a media bodega, y encuentra aquí el sospiro y allá las lágrimas; y acaba uno de irse a pique sin poderlo remediar... ¡porque no está uno avezao a eso, y no es uno de peña viva!... Pero güelve el hombre a flote otra vez; y aunque saque una costilla quebrantá... u la boca muy amarga..., esto pasa; los tiempos lo curan... de un modo u de otro, y a remar otra vez, Sidora... Y éste es el caso; porque yo no estoy pior que ayer, aunque a ti te paezca cosa diferente: estoy un poco desguarnío, motivao a lo que sabéis; me pedía el cuerpo una miaja de descanso, y he querío dársela. Y no hay más.

-¿Y te paece poco, Miguel..., te paece poco? -replicábale su mujer.

-Poco, Sidora, poco -tornaba a decir el marinero-; y menos me paeciera entoavía, si ese angeluco de Dios no penara tanto y considerara que no tiene faltas de qué avergonzarse, ni siquiera señal de culpa en lo que ha pasao.

-Eso la digo, Miguel, eso la digo yo; y a ello me responde que de qué sirve la verdá si no hay quien la crea.

-¡Dios que la ha visto, hijuca; Dios que la ha visto! -exclamó entonces Mechelín desde su cama-. Y con ese testigo a tu favor, ¿qué importa el mundo entero en contra tuya?

-Pos ni ese enemigo tiene, Miguel; porque aquí ha visto entrar la calle entera a condolerse de su mal y a poner a las causantes en el punto que merecen... Pero ¡válgame el Santísimo Nombre de Jesús!..., ¿de qué mal diantres estarán hechas esas almas de Satanás?..., ¿por qué serán tan negras?..., ¿qué recreo sacarán de causar tantos males a criaturas que no los merecen? ¿Cómo pueden vivir una hora con una entraña tan corrompía?...

-¡Ésas, ésas! -exclamó Silda entonces, reanimándose un instante con el aguijón de sus punzantes recuerdos-. ¡Ésas son las que me han clavao un puñal aquí..., aquí, en metá del corazón!... ¿Y no habrá justicia que las castigue en el mundo antes que Dios las dé allá lo que merecen?...

-Tamién se tratará de eso, hijuca; que por onde cogelas hay, según es cuenta -repuso tía Sidora-. Y si la nuestra mano no bastara para ese fin, otras habrá de más alcance y bien interesás en ello. Ya se te ha dicho. Alcuérdate de que no has sido tú sola la ofendía.

-¡Uva, uva! -dijo tío Mechelín.

-Porque me acuerdo de ello se me dobla la pena -replicó Silda con una intención que estaba muy lejos de conocer tía Sidora y su marido.

-Verdá es -dijo aquélla- que respective a ese otro particular, no pudo la mancha haber caído en paño que más estimáramos... ¡Cómo ha de ser, hijuca!..., un mal nunca viene solo... Pero Dios está en los cielos, y hará que esa persona no se ofenda con los que no están culpaos en su daño. Él vino por su pie, naide le llamó; y el recao que traía, bien pudo traerle en ocasión de menos riesgo... ¡Riesgo digo yo! ¿Cómo había de recelársele tan siquiera ese corazón de oro?... Y tocante a las gentes de su casa, tamién se pondrán en la razón pa no creer que los pagamos con afrentar los favores que han sembrao aquí. ¿No te haces tú ese cargo, hijuca?...

Sotileza se mordió los labios y cerró los ojos, apretando mucho los párpados, como si la atormentaran internas visiones siniestras. Tío Mechelín lanzó un quejido angustioso y se revolvió en su lecho.

-¿Quieres que te cambie el reparo, Miguel? -preguntóle tía Sidora, acercándose presurosa a la cabecera de la cama.

-No hay pa qué te canses en ello por ahora -respondió Mechelín tras un profundo suspiro; y añadió por lo bajo, aproximando lo más que pudo la cabeza a su mujer-: Trabaja por aliviar la pena a ese angeluco de Dios, y no te alcuerdes de mí, que con la melecina de este descanso estoy tan guapamente.

Pero a Silda, aunque los agradecía mucho, la mortificaban ya los consuelos de aquella especie. ¡Había oído tantos desde el mediodía! Conociólo tía Sidora; calló y volvió a reinar el silencio en la bodega.

Así estaba el cuadro cuando se oyeron golpes a la puerta, que estaba atrancada por dentro. Salió a abrir la marinera, después de secarse los ojos con el delantal, y se halló frente a frente con don Pedro Colindres, cuya actitud airada espantó a la pobre mujer. Temiéndose lo más malo, de buena gana le hubiera pedido un poco de caridad para el desconsuelo y los dolores de aquella casa; pero no se atrevió a tanto; y don Pedro, tras brevísimas y secas palabras, entró en la salita precediendo a tía Sidora. Sotileza, al verle delante, con la sangre helada en sus venas, se levantó repentinamente; y tío Mechelín, al conocer la voz del capitán, se arrojó de la cama al suelo. Pero le engañó la voluntad y sólo pudo llegar hasta la puerta de la alcoba, a cuyo marco se agarró para no desplomarse.

-¿Qué es eso, Miguel? -preguntóle Colindres, sorprendido con la aparición del pobre marinero, tan pálido, desfallecido y desencajado.

-Poca cosa, señor don Pedro; poca cosa -respondió con angustia, aunque tratando de sonreír, el interrogado-. Quería yo recibirle a usté con los honores que aquí se le deben, y me falló el aparejo..., vamos, que me equivoqué.

Y como el pobre hombre se desfalleciera más al hablar así, el mismo capitán le cogió en sus brazos, y, ayudado de las dos mujeres, le volvió a la cama.

-Ya soy hombre otra vez, señor don Pedro -dijo Mechelín un momento después de hallarse tendido sobre el lecho-. Está visto que en dándole al cuerpo esta melecina, no pide cosa mayor... por la presente.

Cuando se volvió el capitán hacia las dos mujeres, que habían salido de la alcoba, observó que lloraban en silencio. El corazón del viejo marino, aunque envuelto en corteza ruda, era, como se sabe, blando y compasivo. No hay, pues, que extrañar que el padre de Andrés, al llegar el momento de soltar aquellas tempestades que le batían el cerebro al salir de su casa, no supiera por dónde empezar, ni cómo arreglarse para exponer la razón de su presencia en medio de aquel triste cuadro.

Al fin, y queriendo mostrarse más entero de lo que estaba, dijo a las angustiadas mujeres:

-¿Qué mil demonios está pasando aquí?... Vamos a ver... Porque lo de Miguel no es para tanto moquiteo.

-¡Ay, señor! -respondió la marinera entre sollozos abogados-, ¡eso, después de lo otro!...

-Y ¿cuál es lo otro, mujer?

-¡Lo otro!... Pos pensaba yo que por ello sólo venía usté.

-¡Uva! -dijo tío Miguel desde su cama.

Al capitán se le amontonaron en la cabeza todos los recuerdos de su reciente entrevista con Andrés; y la mala sangre que las imprudencias de éste le habían hecho, le obligó, retoñando de pronto, a decir con mucha exaltación:

-Es verdad, Sidora: por ello sólo he venido aquí. ¿Te parece bastante motivo para el viaje?

-Y sobrao, con más de la mitá, señor -respondió la pobre mujer acoquinada.

Silda, que no podía tenerse de pie, volvió a sentarse en el mismo rincón en que la vimos antes.

El capitán, encarándose a ella, la dijo con cierta sequedad:

-Es preciso que yo sepa, de tu misma boca, lo que ha pasado aquí esta mañana. ¿Tienes ánimos para referirlo, pero sin quitar un ápice de la verdad, ni añadir una tilde que la desfigure?

-Sí, señor -respondió con entereza la interrogada.

-Por supuesto, Miguel -añadió don Pedro Colindres volviéndose hacia la alcoba-, en el supuesto de que el relato no sirva de cebo a tus males; porque, aunque el caso apura, no es puñalada de pícaro. Yo volveré a otra hora...

-No, señor don Pedro -se apresuro a responder Mechelín-, no hay pa qué molestarle a usté más; porque, apuramente, relate es ése que hasta me engorda el oírle. Y no se espante de ello; que consiste en que, cuanto más me repiten el caso, más me voy haciendo a él y menos que daña acá dentro... Cuenta, cuenta, saleruco de Dios, sin reparo de na, pa que se entere el señor don Pedro.

-Y bien puede usté creer al venturao -añadió tía Sidora-; que, por gusto de él, no se hablara de otra cosa en todo el santo día de Dios en esta casa.

Con estas manifestaciones y la buena y bien notoria voluntad de Silda, comenzó ésta a referir el suceso con los mismos pormenores que le había referido Andrés en su casa.

-Exactamente -dijo el capitán, apenas acabó Sotileza su relato-. Lo mismo que yo sabía hasta donde tú lo has dejado. Pero, después acá, ¿qué más ha ocurrido?

-Señor..., yo a punto fijo no lo sé, y no puedo responderle más.

-A lo que paece, y por lo que cuentan los vecinos que aquí van entrando -dijo tía Sidora-, el mal enemigo que lo regolvió dende abajo, se vio a pique de que le arrastraran las gentes por el moño. Porque antes de que esta venturá saliera de su cárcel, ya ellas habían contreminao la calle entera con injurias y maldaes... ¡Si no medran de otra cosa, señor! Después, la de abajo subió y se encerró en casa con la otra, sin atreverse a abrir las puertas del balcón, porque habían sembrao muchos agravios, y, por malas que sean, tenía que pesarles la obra en la concencia..., siquiera por el miedo... Luego llegaron de la mar el padre y el hijo: aticuenta que la noche y el día; y rifieren que hubo en la casa una tempestá, porque al uno, arrimao a las pícaras con la mala entención, too le paecía poco, y al otro venturao se le partía el corazón y se le caía la cara de vergüenza. Creo que maltrató a la hermana y estuvo en poco que no le alcanzaran golpes a su madre. Aquí ha bajao... no sé cuantas veces: de aquella entrá no pasa; y allí se está arrimao a la pared, con las manos en las faldriqueras, el ojo airao y la greña caída. No dice jus ni muste, por más que se le anima pa que vea que no se le cobran a él pecaos de su casta..., y se güelve como entró... Hay quien dice que se puede hacer bueno, con testigos, lo que esos demonios de mujeres dijeron y traficaron pa perdición de esta casa; y que no deben quedar tantas maldaes sin castigo... Y esto es too lo que le podemos decir a usté, señor don Pedro, por lo que nos cuentan de lo que ha pasao en estas horas que llevamos arrinconaos en esta soledá tan triste... Tocante al pobre Miguel, ya se puede usté hacer cargo: es viejo, está muy achacoso; encontróse con esto al llegar a casa..., ¡él, que había salido de ella hecho unas tarrañuelas!... y cayó desplomao; vamos, desplomao como una paré vieja... De modo que no es de asombrarse naide porque a esta desventurá y a mí se nos escape la lágrima de tarde en cuando. ¡Han visto tan pocas las paredes de esta casa, señor don Pedro!

No le faltaba mucho a éste para contribuir con una más a las ya vertidas allí, cuando acabó su relato entre sollozos la tribulada marinera, porque bien tenía su hijo a quien salir en muchas de sus corazonadas de carácter; pero sorteó bien el apuro, y resuelto a cumplir su propósito de examinar bien aquel terreno, ya que estaba sobre él y podía, con un poco de prudencia hacerlo sin molestar a nadie, continuó sus investigaciones así:

-No es eso precisamente lo que yo trataba de averiguar, Sidora, aunque me alegre de saberlo.

-Usté dirá, señor.

-Quería yo que me dijerais qué impresión os ha causado el suceso...

-Pues bien a la vista está, señor.

-No es eso tampoco..., no he hecho yo la pregunta bien. ¿Qué propósitos tenéis después de lo ocurrido?; ¿a quién echáis la culpa?...

-¡La culpa!... ¿A quién se la hemos de echar? A quien la tiene: a esas pícaras de arriba... Bien claro lo ha dicho tamién esta desgraciá...

-Ya, ya; ya me he enterado. Pero suele suceder, cuando se examinan en familia casos como ese de que tratamos, que unos dicen que «si no hubiera sido por esto, no hubiera acontecido lo otro»; y que «si tú», y que «si yo», y que «si el de más allá»...; en fin, ya me entiendes. Luego viene el ajuste de cuenta, digámoslo así, y lo que debe Juan, y lo que debe Pedro...; y lo que debiera suceder..., y lo que sucederá..., y lo que espera.... y lo que se teme...

-¡Lo que se espera!..., ¡lo que se teme! -repetía la pobre mujer mirando de hito en hito al capitán.

-¡Díselo, Sidora, díselo, que ahora es la ocasión! -voceó desde su cama Mechelín.

-¿Y qué es lo que ha de decirme? -preguntó don Pedro Colindres, volviéndose con fruncido ceño hasta la alcoba.

-Pus lo que ella sabe y ahora viene al caso -respondió el marinero-. ¡Anda, Sidora, ya que le tienes tan a mano! ¡Anímate, mujer, que él güeno es de por suyo!

-Sí, hijo, sí. ¿Por qué no he de decirlo? -contestó tía Sidora-. No es ello ningún pecao mortal.

El capitán estaba en ascuas, y Sotileza como una escultura de hielo, en un rincón de la cómoda.

-Sepa usté, señor don Pedro -dijo tía Sidora-, que juera de las amarguras del caso, por lo que es en sí, aquí no hay otro pío que nos atormente que el no saber lo que nos espera por lo relative a don Andrés.

-¡A ver, a ver! -murmuró el capitán acomodándose mejor en la silla para redoblar su atención. Si la hubiera fijado un poco en la cara de Sotileza en aquel momento, ¡qué sonrisa de hieles hubiera visto en su boca, y qué centella de ira en sus ojos!

-El señor don Andrés -continuó tía Sidora- entraba aquí como en su mesma casa, porque debíamos abrírsela de par en par. Él merecía que se hiciera eso con él en los mismos palacios de la reina de España; y por merecerlo tanto, aquí no tenía más que corazones que se gozaban en verle tan parcialote y campechano con personas que no eran quién ni siquiera pa limpiarle las suelas de los zapatos. Bien sabe usté, señor, que si hoy tenemos pan que llevar a la boca, al corazón de él y a la caridá de su familia lo debemos. Por no causarle una pesaúmbre, y por no dársela a sus padres, ca uno de nosotros hubiera arrancao peñas con los dientes, si peñas con los dientes hubiera habido que arrancar pa ello... Pero hay almas de Satanás, señor, que enferman con la salú de su vecino..., y ya sabe usté lo acontecío esta mañana... El golpe iba a la honra de esta desdichá; pero alcanzó la metá de él a don Andrés, que estaba en casa entonces, como pudo estar otro cualquiera. Por lo que a nosotros nos duele, sacamos el dolor que tendrá él, y la pena y los enojos de toda su familia... Justo y natural es que así sea; pero, ¡por el amor de Dios, señor don Pedro!, mire las cosas con buena entraña, y quítenos la metá de la pesaúmbre que nos ahoga perdonando la que le dimos, sin más parte en ello que la que tomó el demonio por nosotros.

-¡Uva, señor don Pedro, uva! -añadió Mechelín desde allá dentro-. ¡Eso pedimos, eso queremos..., que no es cosa mayor en ley de josticia y buena voluntá!

-¿Y eso es todo cuanto se os ocurre? -preguntó el capitán, respirando con más desahogo que antes-. ¿Eso es todo cuanto deseáis; por lo que a mí toca.... por lo que pueda importarme ese suceso..., por la parte que de él ha alcanzado a mi hijo?

-¿Y le paece a usté poco? -exclamaron casi al mismo tiempo tía Sidora y su marido.

El capitán soltó, allá en los profundos de su pechazo, una interjección de las más gordas, por ciertos amargores de conciencia que comenzara a sentir enfrente del candoroso desinterés de aquel honrado matrimonio; y para disimularlos mejor, habló así:

-Eso se da por entendido, Sidora: en mi casa no hay nadie tan inconsiderado que, por mucho que le duela lo acontecido..., ¡y mira que nos duele bien!, trate de haceros responsables de daños que no habéis causado... Pero se me había figurado a mí que podríais desear, y sería muy natural que lo desearais, otra cosa muy distinta, algo... como, por ejemplo, el castigo de esas dos bribonas por medio de la justicia humana; y que os ayudara yo en el empeño, por poder más que vosotros.

-¡Uva, uva! -sonó la voz de Mechelín dentro de la alcoba.

-Tamién se ha tratado algo de eso, señor -dijo tía Sidora muy reanimada con la actitud que iba tomando el capitán-. Pero hubo sus mases y sus menos sobre el particular. Hay quien dice que es mejor dejarlo así, porque esas cosas tocantes a la honra no conviene manosearlas mucho; y hay quien piensa que castigando a las causantes se pone la verdá más a la vista.

-¡Uva, uva!...

-Por las trazas -dijo el capitán-, ¿tú estás por que eso se lleve adelante, Miguel?

-Sí, señor -respondió éste-, ¡y a toa vela!

-¿Y tú, muchacha? -preguntó don Pedro a Sotileza-; tú, que eres la más interesada.

-¡También! -respondió con bravura la interpelada.

-Pos si creéis que eso conviene -añadió tía Sidora, antes que se consultara su voluntad-, que no quede por mí. No soy vengativa, señor; pero la verdá es que no se puede hacer vida con sosiego onde están esas mujeres, y que si ahora se quedan triunfantes con esa maldá, como se han quedao siempre, yo no sé lo que pasará mañana aquí.

-Pues se hará lo posible por que se lleven esta vez su merecido -concluyó el capitán, a quien se le antojaba que el castigo de las hembras de Mocejón también desembarazaría de ciertos estorbos la situación de Andrés ante la opinión pública.

Poco después de esto se levantó para marcharse. Sotileza se levantó también; y venciendo con un visible esfuerzo de voluntad repugnancias que la combatían, le dijo así, sin apartarse de la cómoda sobre cuya meseta se apoyaba con una mano:

-Señor don Pedro, por nada de lo que se ha tratado aquí, ha venido usté a esta casa.

-¿Qué dices, muchacha? -exclamó el capitán mirándola con asombro.

-La pura verdá -respondió Silda con valentía-. Y por ser la verdá, la digo sin ánimo de ofender a naide con ella... y por que quiero que vaya usté seguro de llevar por la paz lo que pensó llevarse de aquí por la guerra.

-¡Hijuca! -exclamó asustada tía Sidora.

Mechelín se incorporó sobre la cama, y don Pedro Colindres no disimuló cosa mayor la zozobra en que le ponían aquellas terminantes afirmaciones de Sotileza. Esta continuó:

-Quiero que usté sepa, oído de mi mesma boca, que nunca me dejé tentar de la cubicia, ni me marearon los humos de señorío; que estimo a Andrés por lo que vale, pero no por lo que él pueda valerme a mí; y que si para poner ahora a salvo la buena fama, no hubiera otro remedio que el que me diera llevándome a ser señora a su lado, con la honra en pleito me quedara, antes que echarme encima una cruz de tanto peso.

-¡Por vida del mismo pateta! -respondió el capitán mirando a la valiente moza con un gesto que tanto tenía de agrio como de dulce-, que no sé adónde quieres ir a parar por ese camino.

-Pensé que sobraba la mitá de lo dicho para ser bien entendida de usté -replicó Sotileza.

-Pues figúrate que no he comprendido pizca de tus intenciones, y que quiero que me las pongas en la palma de la mano.

Sotileza continuó:

-Conozco bien a Andrés, porque le llevo tratao muchos años; y por eso, y por algo que me dijo esta mañana al verme aquí agonizando de vergüenza, y por el aire que usté traía al entrar en esta casa, bien puedo yo creer que haya repetido a su padre lo que yo no quise dejar sin la respuesta que cuadraba.

Don Pedro Colindres, interpretando las últimas palabras de Silda en un sentido bien poco honroso para Andrés, se picó del honorcillo y repuso con dureza:

-Pues si él te dijo lo que yo presumo, ¿qué más podías desear tú? ¿En esas estamos ahora, después de tantos pujos de humildad?

Con esto fue Sotileza quien se sintió herida en el amor propio; y para acabar primero y a su gusto aquella porfía que la molestaba, pero que debía sostener, porque le interesaba, concluyó así:

-Yo no he dicho ahora cosa que desmienta lo que dije antes. Pensé que era sobrado hablar así para que usté sólo me entendiera; pero ya que me salió mal la cuenta, le diré más claro. De caridá vivo aquí, y con estos cuatro trapucos valgo lo poco en que me tienen las gentes. Vestida de sedas y cargada de diamantes, sería una tarasca y se me irían los pies en los suelos relucientes. Malo para los que tuvieran que aguantarme, y peor para mí, que me vería fuera de mis quicios. A esa pobreza estoy hecha, y en ella me encuentro bien, sin desear cosa mejor. Esto no es virtú, señor don Pedro, es que yo soy de esa madera. Por eso dije a Andrés lo que él bien sabe; y necesito que usté me conozca, porque no quiero responder más de mis faltas..., ni tampoco que se me gane la delantera en casos como el presente; que por humilde que una sea, no dejan de doler los gofetones que se le den por humos que nunca se tuvieron. Con esto ya lleva usté más de lo que venía buscando, y yo me quedo con un cuidao de menos... Y perdóneme ahora la libertá con que le hablo, siquiera porque el sosiego de todos lo pide así.

Verdaderamente daba Sotileza a don Pedro Colindres mucho más de lo que éste había ido a buscar a la bodega de la calle Alta; pero el capitán no debía confesarlo allí, porque entendía que la confesión no realzaría gran cosa la calidad de los pensamientos generadores de aquel paso. Por eso dijo a Sotileza, por todo comentario a sus declaraciones:

-Aunque aplaudo esa honrada modestia que tan bien te está, quiero que sepas que esta vez has pecado conmigo de maliciosa... Y no hablemos más del asunto, si os parece. Olvídese todo; contad conmigo siempre, y aún mejor que nunca...; y cuídate mucho, Miguel. Adiós, Sidora... Adiós, guapa moza.

Y salió de allí don Pedro Colindres, bien convencido de que si en su casa continuaba agitándose la cola del escándalo de marras, no sería por obra de la familia de Mechelín. Esto simplificaba mucho el conflicto que le había lanzado a él a la calle; y por creerlo así, volvía al lado de la capitana bastante más tranquilo que cuando se había apartado de ella.

Entretanto, Silda, acudiendo al hechizo que tenía su voz para el asombrado matrimonio, se despachaba a su gusto, dando a sus palabras dirigidas al capitán el sentido más apartado de su verdadera significación.

¿Se dejaron engañar los pobres viejos? Parecía que sí, pues no debió tomarse por señal de lo contrario la postración en que volvió a caer el dolorido marinero, apenas le dejaron solo las mujeres para disponer la una un nuevo reparo, y prepararle la otra una escudilla de caldo con vino de la Nava; ni la extraña expresión que había quedado estampada en la faz de tía Sidora. Con las emociones de la inesperada escena, se podían explicar ambas cosas, sin tomarlas por señales de una nueva pesadumbre.