Sotileza/XXIX
XXIX
En qué paró todo ello
No merece el bondadosísimo lector que me ha seguido hasta aquí con evangélica paciencia que yo se la atormente de nuevo con el relato de sucesos que fácilmente se imaginan, o son de escasísima importancia a la altura en que nos hallamos del asunto principal..., si es que hay asunto principal en este libro. Dejemos, pues, que pasen horas desde las infaustas que se puntualizan en el capítulo precedente; que rueden lágrimas de hiel escalando mejillas de afligidos, y otras harto más dulces entre brazos de alegría y los latidos de corazones sin tortura; que las piadosas ofertas a Dios; en momentos de grandes apuros, se cumplan, y que los fervorosos mareantes, y Andrés delante de todos ellos, descalzos y con vestidos mojados aún por el agua de la tempestad, y con los remos y las velas al hombro, vayan al templo y salgan de él entre el respeto y la conmiseración de las gentes de la ciudad; que corran días después, y el saborcillo de otros sucesos nuevos mate en la pública voracidad el ansia por los pasados, por tristes o ruidosos que hayan sido; que las lecciones recibidas aprovechen, en unos para perdonar, en otros para corregirse; que Andrés normalice su vida por los nuevos derroteros a que le arrastran una repentina y cordial aversión a las ligerezas y entretenimientos de antes... y cierta entrevista con su amigo Tolín, solicitada por éste y celebrada en lo más secreto y apartado del escritorio de don Venancio Liencres; que, en señal de lo firme de sus propósitos y lo arraigado de sus aversiones, queme sus naves, es decir, venda su Céfiro y sus útiles de pesca, y regale el dinero de su valor al viejo Mechelín, por mano del padre Apolinar, pues él no debe poner más los pies en la bodega; que aquella meritísima familia se regocije en la creencia de que sus oraciones, con una vela encendida ante la imagen de San Pedro, al saber que Andrés estaba en la mar el día de la galerna, contribuyeran poderosamente a su salvación; dejemos también que el hijo de don Pedro Colindres llame a Cleto, y a solas con él, le jure, con la solemnidad con que lo hizo otra vez en lo alto del Paredón, pero con mayor confianza en sus fuerzas para llegar a cumplirlo, todo lo que el noblote hijo de Mocejón necesitaba creer para quedarse solamente con la carga de sus dudas de llegar a ser correspondido, y la vergüenza de ser hijo de su madre, que no era carga ligera; dejemos, en fin, que pasen dos días más, y Cleto vista la librea de los servidores de barco de rey, en vísperas de ser llevado al Departamento, y que la justicia humana encierre en la cárcel pública a las hembras del quinto piso para formarlas un proceso por difamadoras y escandalosas, y vamos a dar el último vistazo a la bodega de la calle Alta.
Está allí el padre Apolinar; y mientras tía Sidora y Sotileza trajinan tristemente y en silencio, él pasea por la salita conversando con Mechelín, que se calienta con los rayos del sol que penetran por la ventana, sentado en una silla, muy cargado de ropa, descolorido y descarnado. No apetece ya la pipa, y sus ojos tristes lo miran todo sin curiosidad. Estuvo a pique de morir. Confesóse con el fraile: le viaticó éste después, y al día siguiente «ya había un poco de hombre». Fue reviviendo algo más y en cuanto pudo ponerse derecho, saltó de la cama, que le entristecía mucho. Contaba con llegar a restablecerse lo necesario para volver a sus faenas de bahía. Cosas de viejos achacosos, que parecen, como los niños, la flor de la maravilla. Sólo que en los viejos achacosos cada zarpada de los achaques se lleva una buena tajada entre las uñas. El médico del Cabildo alentaba sus esperanzas; pero yo tengo para mí que otra le quedaba dentro al buen doctor.
La mañana había sido de prueba para el pobre viejo. Como no podía salir de casa, habían estado a despedirse de él todos los mareantes que se llevaba la leva, y faltaba Cleto todavía. Colo había estado con Pachuca. Lloraba la infeliz que se deshacía. En la bodega fueron todos a consolarla; pero cuantos más consuelos le daban, más angustiosos eran sus gemidos. Al mismo tiempo, la calle parecía un mar de lágrimas; y cada vez que tía Sidora y Sotileza salían hasta el portal para llorar con los que lloraban, Mechelín oía los tristes rumores y sentía también la necesidad de llorar un poco, y lloraba al cabo; porque sobre la pena de todos los que lloraban, él tenía la del temor de no volver a ver en el mundo a aquellos camaradas que se iban.
Pero, en fin, esto había pasado, y se había hablado mucho sobre ello en la bodega; y se estaba hablando ya de otro asunto, sobre el cual decía el padre Apolinar, al llegar nosotros a enterarnos de lo que allí sucedía:
-Eso no debe extrañarte a ti, Miguel. Después de lo ocurrido en esta casa, no cabe otra conducta en un hombre honrado. Ponte en los casos, Miguel, ponte en los casos.
-¿Pos no ve usté cómo me pongo, pae Polinar? -respondía el marinero-. Y porque me pongo, no me extraño de na. Pero una cosa es no extrañarse, y otra cosa el sentir de la persona. Hace bien en no golver por aquí, por el bien paecer suyo y de los demás... ¡Pero estaba uno tan hecho a verle, y le quería uno tanto!... ¡Y esto de que yo no haiga podío darle un abrazo, uno tan siquiera, dempués de haberle sacao Dios con vida de aquel apuro en que tantos infelices perecieron!... Cierto que se le di a su padre..., ¡me atreví a ello, vamos! ¿Creerá usté, pae Polinar, que con ser quien es el capitán, ¡el mesmo roble!..., lloraba como una criatura? ¡Buen señor es! Dende que pasó lo que pasó, él aquí viene a menudo..., él mira por mí..., él mira por estas mujeres..., él tiene consuelos pa toos..., él quiere que no me falte na..., ¡ni el cuarto de gallina pa el puchero!... ¿Se pué pedir cosa como ella? Too esto, sobre aquellos intereses que me mandó su hijo por mano de usté..., que ahí están, guardaos en el arca, sin saber uno qué hacer con ellos, porque de unos días acá, esto es anadar en posibles... ¡Hasta la manta doble, señor, y los rufajos nuevos, y las libras de chocolate, de parte de la señora!... Vamos, que no se cansan... Y yo, que lo veo, no acabo de entender por qué Dios me da esta vejez tan regalona; quién soy yo pa acabar entre tantos beneficios... Pero, golviendo al caso, no puedo menos que confesar que me cuesta mucho hacerme a no ver en esta casa a esa criatura de los mesmos oros del Potosí... Es cosa de la entraña de uno, y no se puede remediar... Y a la que más y a la que menos de esas mujeres, le pasa otro tanto como a mí... ¡La entraña, tamién, hombre..., la entraña neta!
-Corriente, Miguel, corriente -repuso el padre Apolinar, paseándose delante del cariñoso marinero-. Todo eso es la verdad pura, y no se falta con ello a la ley de Dios, que quiere corazones agradecidos y lenguas sin ponzoña. Punto arreglado y materia concluida. Pero hay otro que no puede dejarse como está, Miguel; que te importa mucho a ti, y a todos los de tu casa..., ¡mucho, cuerno!..., ¡pero mucho!..., y ha de quedar arreglado hoy..., ahora mismo porque dentro de poco ya será tarde... Y mira, Miguel: contando con ello y no fiando cosa mayor en mis propias fuerzas, porque, con ser muchas, no alcanzan siempre contra las terquedades del jinojo, le he hablado al señor don Pedro y me ha prometido darse por acá una vuelta para ayudarme en el empeño..., que es hasta obra de misericordia: ¡cuerno si lo es!, ¡y de las más gordas!... Lo malo es que tarda, ¡y si se va antes el otro!... Bien lo sabes tú, Miguel; el mozo puede morir, pero el viejo no puede vivir... ¡Y si tú llegas a faltar!..., ¡y tu mujer en seguida!... ¿Eh?... ¿Qué te parece?
-Ya me hago cargo, pae Polinar, y bien sabe usté cuál es la voluntad de uno, pero no es la de ella tan clara como conviene, y ése es el mal...
-Pues ha de aclararse como se debe a esa voluntad, Miguel, y sin tardanza, y en el sentido que conviene; porque ya la casa está libre de espantos; ya se puede entrar aquí a la luz del mediodía, y toser recio en el portal; porque la carne corrompida está en su pudridero conveniente. Cierto que hay tres años de por medio hasta que ese venturao cumpla, y que en ese tiempo pueden salir ellas de la cárcel, si es que no van a galeras, como se cree que sucederá; pero aunque no vayan, o el castigo no las mate, y se vuelvan a su casa y de nada les sirva el escarmiento, ¿qué se nos importa a nosotros, jinojo? Buenos valedores tenemos, y, en último caso, se muda de vecindad y hasta de barrio, si es preciso... ¡Que hay que llevarlo a cabo, Miguel, sin remedio ninguno, jinojo, y caiga quien caiga! El mozo es un pedazo de pan, y ella no, ha de quedarse para monja... ¡Cuerno, que no puede pasarse por otro camino!... ¡Silda! ¡Silda!... Ven acá. ¡Y ven tú también, Sidora!
Y las dos acudieron sin tardanza desde la cocina.
En Sotileza se notaba la huella de sus pasados sufrimientos; estaba más ojerosa y pálida; pero con todo ello adquiría mayor interés su natural hermosura.
Padre Apolinar la apremió valerosamente para que resolviera allí mismo el caso en cuestión, y expuso las razones que había para que la resolución fuera ajustada a los deseos de sus cariñosos protectores.
-¿Tienes tú -la preguntó el fraile- algún propósito entre cejas que se oponga a ese proyecto?
-No, señor -respondió Silda con gran serenidad.
-¿Hallas en Cleto algo que te repugne, más que la pícara hebra de toda su casta?
-No, señor. Cleto, por sí, es todo cuanto podría apetecer una pobre como yo. La verdá en su punto. Es bueno, honrao... y hasta pienso que me tiene en más de lo que valgo...
-Pues, entonces, jinojo, ¿qué más quieres? ¿A qué esperas después de lo que se te ha dicho?... A veces, cuerno, parece que te empeñas en que se crea que te gozas en pagar con pesadumbres lo que por ti se desviven estos pobres viejos.
-¡Eso nunca lo pensaremos, hijuca! -exclamaron casi a un tiempo los dos.
El fraile no se acobardó por eso, y añadió enseguida:
-Pues lo pensaré yo solo... ¡y cualquiera que tenga los sentidos cabales!...
Silda se quedó unos momentos silenciosa, y como si le hubiera dolido la observación del padre Apolinar, o se preparara a tomar una resolución heroica:
-¿Creen ustedes -preguntó sin altanería, pero con gran entereza- que eso que desean es lo que conviene a todos?
Y todos respondieron, unísonos, que sí.
-Pues que sea -concluyó Silda solemnemente.
-¡Pero sin que se te atragante, hijuca!
-¡Sin que te sirva de calvario, saleruco de Dios!
A estas exclamaciones de los conmovidos viejos, replicó Sotileza:
-No hay cruz que pese, con buena voluntad para llevarla.
En aquel instante entró en la bodega don Pedro Colindres. Padre Apolinar le contó lo que acababa de suceder allí, y el capitán dijo:
-Me alegro con toda el alma. Cabalmente venía yo a ayudar con mi consejo, sabiendo lo que el tiempo apura. Que sea enhorabuena, muchacha... Y ya que no puedes creer que lo pongo por cebo para que te resuelvas, me brindo a ser padrino de la boda, y quiero que tengas entendido que yo me encargo de que al día siguiente de ella, sea Cleto patrón de su propia lancha. Y si el oficio no os gusta, tampoco han de faltaros ni el taller ni la herramienta para otro que os guste más. ¿Sabéis lo que quiere decir esto en boca de un hombre como yo?...
-¡Éstas son almas, cuerno!... ¡Esto es alquitrán de lo fino, jinojo! -exclamó el padre Apolinar, retorciéndose en tres dobleces debajo de su ropa-. ¿Lo ves, Silda?... ¿Lo ves, Miguel?... ¿Lo ves, Sidora? ¿Ves como Dios está en los cielos y tiene para todos los que lo merecen?...
Pero ni Silda, ni Mechelín, ni tía Sidora estaban para contestar: aquélla, porque cayó en una especie de estupor difícil de definir; y los otros dos, porque comenzaron a lloriquear. El capitán añadió:
-Todo ello no vale dos cominos, padre Apolinar; pero aunque valiera, harto lo merecen aquí; y tú más que nadie, muchacha..., porque yo me entiendo. Conque ánimo, que joven eres, y tres años luego se pasan...
-¡Virgen del Mar!, dame vida no más que para verlo -exclamó tío Mechelín entre sollozos, casi al mismo tiempo que decía a su mujer:
-¡Bendito sea el Señor, que pone la melecina tan cerca de la llaga!
En esto entró Cleto. Vestía camiseta blanca con ancho cuello azul sobre los hombros; cubría la mitad de su cabeza con una gorra azul, con las cintas colgando por atrás, y llevaba al brazo un envoltorio, que era todo su equipaje. Estaba guapetón de veras. Entró con aire resuelto, y dirigiéndose en derechura a la moza, sin reparar cosa mayor en las personas que estaban con ella, la habló así:
-Un ratuco me queda, no más, Sotileza. A aprovechale vengo pa saber el sí u el no; porque sin el uno u el otro, no salgo de Santander aunque me arrastren... Y mírate bien antes de hablar... Con el sí, no habrá trabajos que allá me asusten; con el no, me voy pa no golver... ¡Lo mesmo que la luz de Dios que nos alumbra!
Había entonces en la actitud de Cleto cierta ruda grandeza que le sentaba muy bien. Sotileza le respondió, envolviendo sus palabras sonoras en una hermosa mirada de consuelo:
-El sí quiero darte, porque bien merecido le tienes... Mejor que yo el empeño con que le deseas.
Después, llevando sus manos alrededor de su blanquísimo y redondo cuello, por debajo del pañuelo que se le guarnecía, se quitó una cadenilla de la que pendía una medalla de plata con la imagen de la Virgen, y añadió entregándosela:
-Toma, pa que el camino de la vuelta se te allane mejor. Y si alguna vez te quita el dormir una mala idea, pregúntale a esa Señora si yo soy mujer de faltar a lo que ofrezco.
Cleto se abalanzó a la tibia medalla, y la cubrió de besos, y se santiguó con ella, y volvió a besarla; la arrimó a su corazón, y por último, la colgó a su cuello; y entretanto, soltando gruesos lagrimones de sus ojos, decía acelerado y convulso:
-¡Bendita sea la bondá de Dios, que tiene tanta compasión de mí!... ¡Esto es más de lo que yo quería, paño!... ¡Que vengan penas ahora!... ¡Ya tengo bandera!... ¿Quiere saber anguno lo que Cleto es capaz de hacer?... Pos que se me pida que la arríe, u que me aparte de ella... Tío Miguel..., tía Sidora..., señor don Pedro..., pae Polinar..., no llevo más que una pesaúmbre ya... Aquel hombre, paño..., ¡cómo se queda!... Tendío le dejo encima del jergón... No sé si es malenconía..., u cafetera..., porque de días acá no tiene calo pa el aguardiente. ¡Qué va a ser de él en aquella soledá!... Yo hacía mucha falta en casa, ahora más que nunca; pero la ley es ley, y no tiene entraña. Por caridá siquiera..., ¡que no fenezca en el desamparo!... Yo bien sé que en esta casa no hizo méritos pa tanto; pero es mi padre, y es viejo..., y se ve solo... Una vez que otra..., ¡paño!..., hacer que tome cosa caliente... Y, vamos, olvidar el agravio, por caridá de Dios...
Tranquilizaron todos a Cleto, prometiéndole que se miraría con mucho interés por su padre; y enseguida comenzaron las despedidas. Cuando toco su vez a tío Mechelín, pidió éste un abrazo a Cleto; y estando abrazados los dos, dijo el enfermo marinero, arrimando la boca al oído del mozo:
-Yo no lo veré ya, Cleto; y por eso te quiero decir ahora lo que entonces no podré decirte. Te llevas una compañera que no merece ningún hombre nacío. Si allegas a hacerla venturosa, han de tenerte envidia hasta los reyes en sus palacios; pero si la matas a pesaúmbres, no cuentes con el perdón de Dios.
Cleto, por toda respuesta, apretó al viejo entre sus brazos; y como ya no estaba su serenidad para muchas ceremonias, desprendióse del tío Mechelín y salió precipitadamente de la bodega.
Padre Apolinar se encasquetó su sombrero de teja, y salió corriendo detrás de él.
-¡Aguárdate, hombre! -le gritaba-, que voy yo a despedirme de vosotros en la punta del Muelle. ¡Pues no faltaba más, cuerno, que os embarcarais sin la bendición de Dios por esta mano pecadora!
Y mientras don Pedro Colindres se quedaba un rato en la bodega animando a tío Mechelín a que echara una pipada, tratando de paso el punto de la soledad de Mocejón, pae Polinar salió a la calle y alcanzó a Cleto, que era ya el último que por ella andaba de los de su Cabildo comprendidos en la leva.
La pública curiosidad todo lo convierte en sustancia. Por eso los balcones del último tercio del Muelle estaban llenos de espectadores cuando el padre Apolinar y Cleto pasaban por allí caminando hacia el Merlón, cuajado, como su rampa del Este, de mareantes y de familias de mareantes de los dos Cabildos, y de una muchedumbre de curiosos de todos linajes.
Si el padre Apolinar hubiera sido reparón y estado en autos, quizá habría dado alguna importancia maliciosa a la intimidad con que departían Luisa y Andrés en uno de los balcones de la habitación de don Venancio Liencres, sin hacer caso maldito a lo que pasaba en la calle, ni en la cara que pondrían Tolín y su madre, que estaban detrás de ellos. Pero, por no reparar, el santo varón ni siquiera reparó en la capitana, que iba por la acera, hecha un brazo de mar y mirando de reojo al primer piso, bañándosele la faz de complacencia, quizá por ver tan bien entretenido a aquel diablo de muchacho.
De lo que ocurrió en la punta del Muelle con ocasión de embarcarse los mareantes de la leva para el servicio de la Patria, debo decir yo aquí muy poco, después de haber consagrado en otra parte largas páginas a ese duro tributo impuesto por la ley de entonces al gremio de pescadores, en compensación del monopolio de un oficio que cuenta, entre sus riesgos más frecuentes, los horrores de la galerna.
Diré, por decir algo y porque no quede el asunto sin los debidos honores, que fue tan imponente como sencillo el cuadro final de aquel triste espectáculo: dos lanchas atestadas de hombres, al este del Martillo, arrancando, a fuerza de remo, hacia San Martín; sobre el Martillo, una muchedumbre descubierta y encarada a las lanchas, descollando sobre todas las cabezas, otra cabeza, gris, medio oculta por unas espaldas encorvadas, y, unido a estas palabras, un brazo negro que trazaba una cruz en el espacio.
Y como no queda otro asunto por ventilar de los tocantes a este libro, dejémoslo aquí, lector pío y complaciente, que hora es ya de que lo dejemos; mas no sin declararte que, al dar reposo a mi cansada mano, siento en el corazón la pesadumbre que engendra un fundadísimo recelo de que no estuviera guardada para mí la descomunal empresa de cantar, en medio de estas generaciones descreídas e incoloras, las nobles virtudes, el mísero vivir, las grandes flaquezas, la fe incorruptible y los épicos trabajos del valeroso y pintoresco mareante santanderino.
Santander, noviembre 1884.