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Sotileza (1888) de José María de Pereda
XXIII - Las hembras de Mocejón
XXIV

XXIII

Las hembras de Mocejón


Por la noche rebosaba de parroquianos la Zanguina, y apenas cabían los sobrantes en los arcos de afuera. Los ochavos de la cucaña se habían partido entre los que luchaban por ellos; y así y todo, fue necesario una trampa, consentida por quien pudo no pasarla, para llegar sin zambullida hasta el extremo de la percha. Muergo, que no halló los zapatos al retirarse, después de rascar malamente el sebo que se le había agarrado al pellejo durante la brega y a pesar de los remojones, se había propuesto invertir su ganancia correspondiente en darse un regodeo de estómago y en un moquero blanco para regalar a Sotileza. Porque aunque de pronto le costó un berrinche la pérdida de los zapatos, considerando después que éstos de nada habrían de servirle, puesto que no se amañaba a andar con ellos, acabó por darlos al olvido. Así es que mientras el Cabildo entero se agitaba en su derredor comentando a gritos el suceso de la tarde, él, calladito y descuidado, atiborraba el cuerpo de fritanga y pan del día, con largas intermitencias de lo tinto, especialmente cuando el diablo le amontonaba en la memoria el suceso aquél de la bandera después de la regata; los verdascazos de por la mañana, cuando soñaba con cosa bien distinta, y hasta su encuentro nocturno con Andrés, cuyo relato no había podido hacer a Sotileza... ¡Andrés!... ¡Bien de veces le vio él aquella misma tarde rondando la barquía callealtera con su bote! ¡Y qué ojos echaba el tunante a algo de lo que había en ella! Para matar este gusanillo, latigazo doble; y así iba capeando el temporal tan guapamente.

En un grupo de los de afuera departía el padre Apolinar, muy sulfurado.

Tomando lenguas de unos y de otros, había llegado a saber que su panegírico de los Santos Mártires de la Calahorra no había gustado cosa mayor al Cabildo, y hasta que, en opinión de algún escrupuloso, el sermón no valía.

Esta indignidad traía desconcertado al santo varón.

-¡Cuerno con los doctores de suerte! -exclamaba el fraile-. Pues ¿a qué estarán acostumbrados, jinojo?

-Tocante a eso, pae Polinar -le respondió un patrón de lancha, muy mesurado en el decir-, y sin ofensas de naide, solamente dende el año cuarenta y nueve, en que nusotros solos hicimos esa capilla, por habérsenos echado de la Puntida pa labrar allí esas casonas que hay ahora; solamente dende esos tiempos, sin contar los de atrás, se han dicho cosas de primera, motivao a los Santos Mártiles, por hombres de mucha palabra y fino saber...; la verdá por avante, pae Polinar, sin agravio de nenguno.

-¡Cosas de primera!, ¡cosas de primera, jinojo!... ¡Vaya unas cosas! Punto más, tilde menos, siempre las mismas. Que les cortaron la cabeza en Calahorra, que los verdugos las echaron al Ebro..., y mucho de ¡oh! por aquí, ¡ah! por el otro lado... y chanfaina al último, ¡jinojo!... Chanfaina y no más que chanfaina. ¿Sabías tú lo del barco de piedra?

-¿Quién será capaz de no saberlo aquí, pae Polinar?

-Claro, hombre, claro. Pero ¿como yo lo conté?... ¿Cómo venía el barco?..., ¿qué rumbos tomaba?..., ¿qué tiempos y qué mares le combatían?..., ¿cómo abocó a este puerto?..., ¿por qué no abocó a otro antes?... ¿Os han contado algo de ello nunca esos picos de oro, con traza y con arte?; ¿lo sabían, por si acaso, como lo sé yo?... ¿Sabía el Cabildo mismo aquello de la peña de los Mártires..., la Horadada, que llaman otros?

-Algo se sabía de eso, pae Polinar.

-¡Algo, algo! Saber algo es lo mismo que no saber nada en cosas tan importantes, ¡cuerno! Pues ahora ya lo sabéis con todos sus pelos y señales. Ya sabéis que ese arco admirable que forma la peña fue hecho por el barco milagroso al tropezar con ella y pasarla de parte a parte. Y ¿por quién lo sabéis?..., ¿lo sabéis por la boca de esos predicadores de rasolís? Pues lo sabéis por habérmelo oído a mí esta mañana; a mí, a este pobre fraile del convento de Ajo, que, con enseñaros tanto en un sermón de tres meses de fatiga y más de quince textos en latín de lo mejor, no llegó a daros gusto... ¡Margaritas a puercos..., hijo; margaritas a puercos! Pero más tarde os veréis en otra; y éste será el mejor castigo que merecen, ¡cuerno!, las habladurías de esos fanfarrias... Y no digo más, ¡jinojo!, porque os pica mucho el ajo de esta tarde, y no quiero que penséis que me alegro de ello, por tomarlo a castigo de Dios...; que bien pudiera, ¡cuerno!, que bien pudiera tomarlo por esa banda sin pecado de vanidad. ¡Uf!... ¡Lenguas, lenguas; linguae corruptae; carne mísera, carne concupiscente!... ¡Y adiós, muchachos, que me voy a mis quehaceres!... Por supuesto, no hay que advertir que lo uno no quita lo otro. La puerta del padre Apolinar no se cerrará por eso a nadie. ¡Pero cuidado con que llaméis a ella en todos los días de vuestra vida, para asuntos de la Cátedra del Espíritu Santo!..., porque entonces no responderé aunque me la echéis abajo..., ¡aunque me la echéis abajo, cuerno!

Y se fue pae Polinar menos enfadado de lo que él mismo creía.

Entretanto no se podía parar en la calle Alta. Cánticos en la taberna, diálogos de balcones y ventanas, jolgorios en las aceras y bailoteos en medio del arroyo. Todo aquel vecindario estaba desquiciado de alegría..., todo, menos la familia de Mocejón, que, encerrada en su caverna, no cesaba de maldecir a Cleto por la afrenta que había echado a la casa haciendo lo que hizo con la «moscona de abajo» después del regateo... Y para mayor rescoldera de las dos furias, el lance se comentaba en la calle con aplauso general, porque en la calle no había pizca de vergüenza, y era voz corriente que ninguna moza era más merecedora que Sotileza de lo que con ella se hizo, por ocurrencia gallardísima de Cleto; y hasta se había hablado de si apareaban o no; de sí había o no había mutuos y trascendentales propósitos entre ambos, y de que, si no los había, debiera de haberlos... Y mucho de ello se había escuchado desde el quinto piso; y por no oírlo, se habían cerrado las puertas del balcón y se habían tapiado hasta las rendijas, prefiriéndose por las hembras de Mocejón este recurso al de dar rienda suelta a sus iras venenosas en ocasión tan comprometida para ellas. Porque voluntad y lengua y arte, les sobraba para alborotar en medio cuarto de hora toda la calle. ¡Lo habían hecho tantas veces!... Pero faltaba la ocasión, la disculpa; un poco, no más, de motivo, de apariencia de él tan sólo; y en cuanto le tuvieran, y le tendrían porque tras él andaban sin descanso..., ¡oh, entonces, entonces, las pagaría todas juntas la tal y la cual de la bodega de abajo, y aprendería lo que ignoraba el mal hijo, el infame hermano, el indecente, el animal, el sinvergüenza, el lichonazo de Cleto!

Y no cerraban boca, mientras Mocejón zumbaba como un tábano en el rincón de la sala, y el acribillado mozo saboreaba en la taberna de tío Sevilla, ajeno enteramente al hervidero de entusiasmo que le circundaba, y en plácido reposo, los dulcísimos recuerdos de su última proeza.

En la bodega de Mechelín no cabía la gente cuando llegó Andrés. Porque Andrés creyó muy de necesidad darse una vueltecita por allí para felicitar al veterano y echar unos parrafejos con la familia, en ocasión tan señalada. Tía Sidora reventaba en el pellejo; su marido parecía haber arrojado veinte años de encima de cada espalda. Sotileza, después de las emociones de la tarde, se hallaba ya en su acostumbrado nivel.

El remozado pescador, por remate de largos comentarios del regateo, llegó a decir a Andrés:

-¡Mire usté, hombre, que fue advertencia bien ocurría la de ese demonio de muchacho!... Ya lo vería usté, que no andaba muy lejos... Hablo relative a la bandera que entregó a Sotileza pa que ella misma la amarrara a la lancha. ¡Dígote que no lo creyera en él!... Y que me gustó el auto, ¿por qué se ha de negar?... Y tamién a ti, Sidora, que hasta pucheros hacías de puro satisfecha...; y al mesmo angeluco de Dios éste, que bien se le bajó el color y le temblaron las manucas...; ¡y a toa la gente de la calle, hombre, que se hace lenguas sobre el caso!

-¿Querrá usté creer, don Andrés -añadió tía Sidora-, que anda el muchacho, a la presente, como si hubiera cometío con nosotros un pecao mortal? ¡Seré venturao de Dios esa criatura!... ¡Vea usté! Otros, en su caso, meterían la ocurrencia por los ojos.

-¡Uva! -confirmó tío Mechelín.

¡Preguntarle a Andrés si había notado el suceso, cuando no perdió el detalle más insignificante de él!... ¡Encarecerle la ocurrencia de Cleto, y los merecimientos de Cleto, y hasta el agradecimiento de Sotileza, cuando lo tenía todo junto, hecho un bodoque, atravesado en la garganta algunas horas hacía! Pero ¿cómo había de sospechar el honradote matrimonio, aunque hubiera sabido lo de la arboleda de Ambojo y lo que a esto se siguió en la bodega, que un mozo de las condiciones aparentes de Andrés podía dar en la manía de no sufrir con paciencia ni que las moscas, sin permiso de él, se enredaran en las ondas del pelo de Sotileza? Algo mejor lo sabía ésta; y por saberlo, con una ojeada rápida leyó en la cara de Andrés el mal efecto que le estaban causando las alabanzas a la galantería del pobre Cleto. Por eso trató de echar la conversación hacia otra parte; pero no pudo conseguirlo. Tío Mechelín, ayudado de su mujer y de los tertulianos, entre los cuales se hallaban Pachuca y Colo, insistía en su tema; y como todo lo veía entonces de color de rosa, y a todos los quería alegres y satisfechos a su lado, acabó sus congratulaciones y jaculatorias diciendo:

-¡Mañana va a ser domingo tamién pa ti, Sotileza! Ya que tanto te gusta la deversión, vas a venirte conmigo en la barquía a media mañana. A poco más de media tarde estaremos de vuelta.

-Hay mucha costura sin remate -respondió Sotileza.

-No puede ser por mañana -dijo tía Sidora-, porque tengo yo que estar en la Plaza todo el día. Otra vez irá. ¿Nordá, hijuca?

-¡Por vida del incomeniente! -exclamó Mechelín-. Otro día puede que no esté yo de tanto humor como estaré mañana. Pero, en fin, haré por estarlo. ¿Nordá, saleruco de Dios?

Cuando salió Andrés de la bodega, muy poco después de esta conversación, mientras iba calle abajo hacia la Catedral, jurara que llevaba en cada oído un importuno moscardón que le iba zumbando sin cesar unas mismas palabras. Algo más allá, estas palabras, que le sonaban en los oídos, eran gérmenes de pensamientos que se le revolvían en la cabeza; andando, andando, estos pensamientos engendraron propósitos; y estos propósitos llenáronle de recuerdos la memoria; y estos recuerdos produjeron luchas violentísimas, y las luchas, serios razonamientos; y los razonamientos, sofismas deslumbradores; y los sofismas, propósitos otra vez; y estos propósitos, tumultos y oleadas en el pecho.

Así llegó a casa, y así pasó la noche, y así despertó al otro día, y así fue al escritorio; y por eso engañó a Tolín a media mañana y, por segunda vez en su vida, con otro pretexto mal forjado, para faltar a todos sus deberes.

Al abocar, un cuarto de hora más tarde, a la calle Alta por la cuesta del Hospital, no sin haber pasado antes por la pescadería y visto desde lejos a tía Sidora bajo su toldo de lona, Carpia, que salía de su casa, retrocedió de pronto; metióse en el portal, echó escalera arriba y se puso en acecho en la meseta del segundo tramo. Desde allí, procurando no ser vista, vio entrar a Andrés en la bodega. En seguida subió volando al quinto piso; habló breves palabras con su madre, y volvió a salir a la escalera; bajó hasta el portal sin hacer ruido; y de puntillas, conteniendo hasta la respiración, como un zorro al asaltar un gallinero, se acercó a la puerta de la bodega. Estirando el pescuezo, pero cuidando mucho de no asomar la cabeza al hueco de la puerta, abierta de par en par, conoció por los rumores que llegaban a su oído sutil, que los «sinvergüenzas» no estaban enfrente del carrejo, sino al otro extremo de la salita. Escuchó más, y oyó palabras sueltas, que le sonaron a recriminaciones de Sotileza y a excusas y lamentaciones apasionadas de Andrés... Por más que aguzaba el oído, bien aguzado de suyo, no podía coger una frase entera que la pusiera en la verdad de lo que pasaba allí.

-¿Y qué me importa a mí la verdá de lo que pueda pasar entre ellos? -se dijo, cayendo en la cuenta de lo inútil de su curiosidad-. Lo que importa es que se crea lo peor; y eso es lo que va a creerse ahora mismo.

Y en seguida hundió la cabeza desgreñada en el vano; miró a la cerradura de la puerta, arrimada a la pared del carrejo; vio que la llave, como presumía, estaba por la parte de afuera, lo cual simplificaba mucho su trabajo; avanzó dos pasos callandito, muy callandito; alargó el brazo, y trajo la puerta hacia sí, con mucho cuidado para que no rechinaran las bisagras; comenzó a trancar poco a poco, muy poco a poco, mientras adentro crecía el rumor de la conversación, y cuando hubo corrido así todo el pasador de la cerradura, quitó la llave y la guardó en el bolsillo de su refajo. En seguida salió del portal a la acera; llamó a su madre desde allí; y tan pronto como la Sargüeta respondió en el balcón, dijo con sereno acento, y como si se tratara de un asunto corriente y de todos los días:

-¡Ahora!

Aquí, unos cuantos compases de silencio. Poca gente por la calle; algunas marineras remendando bragas en los balcones, o asomadas a tal cual ventana de entresuelo, o murmurando en un portal. Carpia está a la parte de afuera del de su casa, arrimada a la pared, con los brazos cruzados. Chicuelos sucios revolcándose acá y allá. De pronto se oye la voz de la Sargüeta:

-¡Carpia!

-¡Ñora!

-¿Qué haces?

-Lo que usté no piensa.

-Súbete a casa con mil rayos.

-No me da la gana.

-Ya te he dicho que no te pares nunca onde estás... ¡y bien sabes tú por qué!... ¡Güena casa tienes pa recreo sin estorbar a naide!... ¡Arriba te digo otra vez!...

-¡Caraspia, que no me da la gana! ¿Lo oye?

-¡Que subas, Carpia, y no me acabes la paciencia!... ¡Que na tienes que hacer en onde estás!

-Tengo que hacer mucho, madre, ¡mucho!..., ¡más de lo que a usté se le fegura, caraspia!... Estoy guardando la honra de la escalera, ¡sí!, y la honra de toa la vecindá. ¡Ha de saberse dende hoy quién es ca uno!..., ¡por qué está la mi cara abrasá de las santimperies, y por qué están otras tan blancas y tan repolidas! ¡Caraspia, que esto no se puede aguantar! ¡A los mesmos ojos de uno!... ¡a la mesma luz del megodía! ¿Es esto vergüenza, madre? ¿Es esto vergüenza?... Pus pa sacársela a la cara estoy aquí ahora..., ¡pa que se acabe esto de una vez, se queden las gentes de honor en sus casas, y vayan las enmundicias a la barreúra! Pa eso... ¡La mosconaza!, ¡la indecenteee!...

-Pero, mujer, ¿qué es ello?, ¿qué está pasando, Carpia?

-¡Que el c... tintas y la señorona, solos, los probes de Dios, están en la bodega a puerta cerrá!... ¡y que esta casa, de portal de arriba, no es de esos tratos, caraspia!

Aquí ya se acercan los chicuelos a la hija de la Sargüeta; se detienen los transeúntes; se abren los balcones que estaban cerrados, y se ponen de codos sobre las barandillas mujeres que antes estaban sentadas entre puertas.

Y replica la Sargüeta desde el balcón, a su hija, que se contonea en la acera delante del portal:

-¿Y esto te pasma?... ¿Y por eso te sofocas, inocente de Dios? ¡Pos bien a la vista estaba! ¡Delante de los ojos lo tenías! Pero con too y con eso, guarda el sofoco, que pueden angunas que nos escuchan pedirte cuenta de lo que digas... ¡Porque aquí no habría gente de mal vivir si no hubiera sinvergüenzas que las taparan, ¡puñales!... Y delante de la cara de Dios, tan bribona es la que se vende por un pingajo, como la que la empondera..., y de estas encubridoras hay aquí muchas, ¡puñales!... ¡Y ésas son las que sonsacan a los hijos de familia pa meterlos en esas perdiciones y afrentar a las gentes de bien! ¡Ésas, ésas!, ¡y por lo que chumpan!, ¡y lo que se les pega!.., ¡y lo que las vale!... ¡Así estoy yo sin hijo!... ¡así me le engañaron!..., ¡bribonas!..., ¡que él no se alcordaba de ella!, ¡bien en paz vivía en su casa!... (De pronto se fija la Sargüeta en una vecina de enfrente, que la estaba mirando.) ¿Qué se te pierde aquí, pendejona?... ¿Te pica lo que digo?... ¿Te resquema la conciencia?

-¡Calla, infamadora, deslenguada! -dice la aludida, que ni se acordaba de entrar en pelea, pero que no la rehúsa, ya que se le pone tan a mano-. ¿Qué se me ha de perder a mí en tu casa si no es la salú, con sólo mirar hacia ella?

Carpia desde abajo:

-¡Déjela, madre, déjela, que con ésa se mancha hasta la basura que se la tire a la cara!

-¡Dejarla yo! -exclamó la Sargüeta, deshaciéndose el nudo del pañuelo de la cabeza para volver a hacerle con las manos trémulas por la ira-. ¡Dejarla yo!.., sin pelos en el moño la dejaría, ¡puñales!, si la tuviera más cerca.

-¿A mí, tú? -dice la de enfrente comenzando a ponerse nerviosa-. ¡Lambionaza!... ¡bocico de chumpagüevos!

-¡A ti, sí, chismosona!..., ¡cubijera!... ¡Y también a esa otra lambe-caras que te está prevocando contra mí!

La «otra lambe-caras», desde su balcón:

-¡Echa, echa solimán por esa bocaza de demonio, coliebra!..., ¡escandalosa!..., ¡borrachona!...

Carpia, desde abajo, sin que se callen las de arriba:

-«¡Escandalosa!»... Pregúntela, madre, por qué la carenó el pellejo la otra noche el su marido... Y si no se atreve a cantarlo, que lo cante la brujona de la su vecina, que la corre los cubijos por lo que se le pega al gañote, ¡caraspia!

La «brujona» del entresuelo, sin que callen las anteriores:

-¿Yo cubijera de naide? ¡Desvergonzaona!..., ¡cancaneá!... ¡envidiosa!... ¿Te lo ha dicho ella por si acaso?

-Me lo ha dicho quien lo ha visto con sus mesmos ojos... y no me dejará mentirosa a la hora presente..., porque oyéndolo está bien cerca de aquí, asomá a la ventana, por más señas... ¡Caraspia, no te hagas la disimulá, que too el mundo sabe que por ti hablo!

La de la ventana, entre el vocerío de todas las anteriores:

-Pa que yo te dijera esas cosas, juera menester que me rebajara a cruzar palabra contigo y alcordarme de espantajos indecentes como esa otra... Y tú, perra lambiona, ¿por qué tiras de la lengua a denguno, cuando eres un talego de maldaes, como la madre que te parió? ¡Desgorbernás..., que dormís las cafeteras en el balcón por falta de cama!..., ¡porconazas!...

El «espantajo indecente»:

-¡Qué más quisieras tú, desollaona, descamisá, que yo te consintiera tomar en boca el mi nombre!

La de la ventana:

-¡Puáa! ¡Allá va el nombre tuyo ahora mesmo!... ¡Abaja a recogerle en la basura de la calle, que la está manchandoooo!...

Y por aquí corta la muestra del paño de los procedimientos por medio de los cuales van las hembras de Mocejón enzarzando reñidoras en la pelea, y a la vez subdividiéndola en otras muchas y por otros tantos motivos diferentes entre sí; de modo que en menos de un cuarto de hora está toda la calle, como diría don Quijote, lo mismo que si se hubiera trasladado a ella la discordia del campo de Agramante, pues «allí se pelea por la espada, aquí por el jaez, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos pelean y todos no se entienden». Se grita a gañote suelto, y se vomitan vocablos cuya crudeza no puede representarse por signos de ninguna especie, porque no los hay que pinten su dejo de carácter, aguardentoso, desgarrado y maloliente a la vez. Todas las reñidoras gritan a un tiempo, y ya no se trata de responder a una agresión asquerosa con otra más desharrapada, sino de expeler, a toda fuerza de pulmón, cuantas injurias, cuantas torpezas, cuantas hediondeces se le vayan ocurriendo a cada furia de aquéllas. Para el buen éxito de estos propósitos no hasta la voz humana, por recia que sea, en medio de la infernal barahúnda, y se acude al auxilio de la gimnástica, porque la simple mímica vulgar no alcanzaría tampoco. Por eso patea una mujer aquí, puesta en jarras; y allí se revuelve otra, y ata y desata diez veces seguidas el pañuelo de su cabeza; y otra se alza y se baja más allá, con los ojos encandilados y las venas del pescuezo reventando; quién se golpea desaforadamente las caderas con los puños cerrados, o se azota el trasero con las manos abiertas; otra echa el tronco fuera de la balaustrada, y con las greñas sobre los ojos y el jubón desatado, esgrime los dos brazos al aire; y otras, en fin, como las hembras de Mocejón, lo hacen todo ello en un instante, y mucho más todavía, sin dar paz ni sosiego a sus gargantas, ni punto de reposo a sus lenguas maldicientes.

No era nuevo este espectáculo en la calle Alta; y por no serlo, los transeúntes le daban escasa importancia al advertirle, pero al preguntar por el motivo al primer espectador arrimado a una pared, o esparrancado en medio de la acera, oían mencionar la supuesta engatada de la bodega de Mechelín, que para eso estaba allí Carpia, más atenta a propagar estos rumores por la calle que a defender su terreno en la batalla, especialmente desde que ésta había llegado al ardor y al movimiento deseados; y los transeúntes y los curiosos de todas especies iban arrimándose y arrimándose, uno a uno y poco a poco, hasta formar espeso y ancho grupo delante de la puerta; y continuando las preguntas, se declaraban nombres y apellidos, y se aguzaba la curiosidad y sobrevenían los comentarios de rigor.

De vez en cuando la puerta de la bodega retemblaba, sacudida por adentro; y entonces en la boca de Carpia había sangrientos dicharachos para los pícaros que fingían de aquel modo estar encerrados juntos contra su voluntad.

El lector honrado comprenderá sin esfuerzo la situación de aquellos infelices. Sotileza, en el calor del hondísimo disgusto que la produjo la llegada súbita de Andrés, desalentado, confuso y balbuciente, señal de lo descabellado de su resolución, atenta sólo a reprocharle con palabras duras su temerario proceder, no oyó el poquísimo ruido que hizo la puerta de la bodega al ser cerrada por Carpia; o le atribuyó, si llegó a fijarse en él, a causas bien diferentes de la verdadera; y por lo que toca a Andrés, ni un cañonazo le hubiera distraído del aturdimiento en que le puso la resuelta actitud de Sotileza. Tampoco le llamaron la atención las primeras y, para ella, confusas voces de Carpia dirigiéndose a su madre, pues acostumbrada la tenían las mujeres del quinto piso a oírlas dialogar harto más recio desde el balcón a la calle; pero cuando empezó a encresparse la pelamesa, y el vocerío fue más resonante, la misma gravedad de la situación en que se veía la pobre muchacha excitó su curiosidad; y dejando interrumpidas sus duras recriminaciones a Andrés, que no hallaba réplicas en sus labios, apartóse de él para observar lo que acontecía afuera, desde la misma salita. En cuanto vio la puerta cerrada al otro extremo del carrejo, se lanzó hasta ella; y al enterarse de que estaba sin llave y corrido el pasador de la cerradura, exclamó con espanto, llevando sus manos cruzadas y convulsas hasta cerca de la boca:

-¡Virgen de las Angustias!..., ¡lo que han hecho conmigo!

Después miró por el ojo de la cerradura y vio a Carpia junto a la puerta de la calle, y en derredor de ella, algunos curiosos que la interrogaban y miraban después hacia la bodega. Sintió un frío mortal en el corazón, y le faltaron alientos hasta para llamar a Andrés, que, aturdido e inmóvil, la contemplaba desde la salita. Al fin le llamó con una seña. Andrés se acercó. Sotileza, con el color de la muerte en la cara, desencajados los hermosos ojos y temblando de pies a cabeza, le dijo:

-¿Oyes bien el vocerío?... Pues mira ahora lo que se ve por aquí.

Andrés miró un instante por la cerradura, y no dijo después una palabra ni se atrevió a poner sus ojos en los de Sotileza, mientras ésta le interpelaba así, entre angustiada e iracunda:

-¿Sabes tú lo que es esto? ¿Sabes por qué está cerrada esta puerta?

Andrés no supo qué responder. Sotileza continuó:

-Pues todo esto se ha hecho para acabar con la honra mía. ¡Mira, mira cómo me la pisotean en la calle! ¡Virgen de la Soledá!... ¡Y tú tienes la culpa de ello, Andrés!..., ¡tú la tienes!... ¿Ves como ya salió lo que yo temía? ¿Estás contento ahora?

-Pero ¿dónde está la llave? -preguntó Andrés en un rugido, trocado de repente su abatimiento en desesperación.

-¡Ónde está la llave!... ¿No lo barruntas? En las manos o en la faltriquera de esa bribona que nos ha trancao..., ¡porque andaba hace mucho detrás de algo como esto para perdición mía! Y te vería entrar aquí; y para que tú y yo seamos bien vistos al salir de la bodega juntos, habrán armao esa riña ella y su madre... porque tienen esas cosas por oficio. ¿Te vas enterando, Andrés? ¿Te vas enterando bien de todo el daño que hoy me has hecho?

Andrés, por única respuesta a estas sentidas exclamaciones de la desventurada muchacha, se abalanzó a la puerta; y en vano añadió a la fuerza de sus brazos la que le prestaba la desesperación, para hacer saltar la cerradura. Después golpeó los ennegrecidos tablones con sus puños de hierro. Nada adelantó.

-¡Dame una palanca, Silda..., un palo..., cualquier cosa! -gritó en seguida-. ¡Yo necesito abrir esta puerta ahora mismo, porque tengo que ahogar a alguno entre mis manos!

-No te apures -le dijo Sotileza, con acento de amarga resignación-, ya se abrirá ella a su debido tiempo, que para eso la cerraron.

Andrés dejó la puerta y corrió a la salita, acordándose de la ventana que había en ella. Pero la ventana tenía una gruesa reja de hierro. No había que pensar en moverla. Vio la vara con que Sotileza había sacudido el polvo a Muergo el día antes, y trató de arrancar la cerradura apalancando con un extremo de aquélla contra el tablero de la puerta; pero la cerradura estaba sujeta con gruesos clavos remachados por afuera. Metió la vara por debajo de la puerta y tiró hacia arriba; y la vara se rompió al instante. Metió después sus propios dedos, puesto de rodillas; tiró con todas sus fuerzas... y nada; ni siquiera una astilla de aquellas tablas de empedernido roble.

Entretanto, crecía el alboroto afuera y espesaba el grupo de mirones enfrente del portal; y Sotileza, febril y desasosegada, aplicaba a menudo la vista y el oído al ojo de la cerradura, y se enteraba de todo. Veía la ansiedad por el escándalo pintada en los rostros vueltos hacia la bodega, y oía las palabras infamantes que contra su honor vomitaba la boca infernal de la sardinera; y en cada instante que corría sin poder salir de aquella cárcel afrentosa, sentía en la cara el dolor de una nueva espina de las que iba clavándole allí el azote de la vergüenza. ¡Qué diría la honrada y cariñosa marinera si al volver de la plaza encontraba la calle de aquel modo, y se enteraba de lo que ocurría antes de que ella pudiera relatarle la verdad! ¡Y el viejo marinero! ¡Virgen María!..., ¡qué golpe para el infeliz, cuando volviera por la tarde tan ufano y gozoso!

Estas consideraciones eran las que principalmente atormentaban a la desdichada Silda; y en la vehemencia de su deseo de salir cuanto antes a ventilar el pleito de su honra delante de la vecindad, lanzábase también a golpear la puerta, y a proferir amenazas, y a desahogar su desesperación a voces por todos sus resquicios.

En cuanto Andrés se convenció de que no había modo de salir de allí por la fuerza, cayó otra vez en un profundo abatimiento, que le acobardaba hasta el extremo de taparse los oídos para no sentir la barahúnda de afuera y de suplicar a Silda que no le abrumara más con el peso de sus justísimas reconvenciones. Entonces veía con perfecta claridad lo insensato y criminal del empeño en que estaba metido, y el alcance espantoso que en derredor de sí iba a tener su insensatez imperdonable.

En uno de estos momentos, sentado él, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, y Sotileza en medio de la sala, con los puños sobre las caderas, la vista perdida en el cúmulo de sus pensamientos, la boca entreabierta, la faz descolorida y el alto pecho jadeante, dijo de pronto Andrés, alzando la hermosa cabeza:

-Silda, el que la hace, la paga; y si esto es ley hasta en asuntos de poco más o menos, en pleitos de la honra debe serlo con mayor motivo. Yo estoy manchándote ahora la buena fama...

-¿Qué quieres decirme? -preguntóle duramente Sotileza, saliendo de sus penosas abstracciones.

-Que las manchas que caigan en tu honra por culpa mía, yo las lavaré, como las lavan los hombres de bien.

Mordióse los labios Sotileza, y clavando sus empañados ojos en Andrés, díjole al punto:

-¡Lavar tú las manchas de la mi honra!... ¡Harto harás con limpiar allá abajo las que ahora mismo están cayendo encima de la tuya!

-¡Eso no es responder en justicia, Sotileza!

-Pero es hablar con la verdad de lo que siento. ¡Ay, Andrés!, si contabas con esa idea pa reparar tan poco en hacerme este mal tan grande, ¡qué lástima que no me lo alvirtieras!

-¿Por qué, Silda?

-Porque pudiste habérmelo excusao con decirte yo que nunca tomaría el remedio que me ofreces.

-¿Qué no lo tomarías nunca?

-Nunca.

-Y ¿por qué?

-Porque..., porque no.

-Pues ¿qué más puedes pedirme, Sotileza!... ¿Qué es lo que quieres?

-De ti nada, Andrés..., ni de naide. Lo que quiero ahora -dijo Sotileza, volviéndose erguida, impaciente y convulsa hacia la embocadura del carrejo- es que se abra aquella puerta..., ¡que pueda yo salir cuanto antes a la calle a mirar a la gente cara a cara! Eso es lo que yo necesito, Andrés; eso es lo que quiero: porque a cada momento que paso en este calabozo sin salida, se me abrasa algo en las entrañas.

-Y ¿qué piensas hacer cuando salgamos? -preguntó Andrés, abatido de nuevo al considerar este trance de prueba.

-Eso no se pregunta a una mujer como yo -dijo Sotileza, que por momentos iba embraveciéndose-. Pero ¿por ónde salgo, Dios mío?... ¡Y yo quiero salir!... ¡Yo me ahogo en estas estrechuras!... ¡Virgen María..., qué pesaúmbre!

Andrés, condolido de la situación de la desesperada moza, salió de la salita resuelto a hacer otra tentativa en la puerta de la bodega. Al acercarse a ella tropezaron sus pies con un objeto que resonó al deslizarse sobre las tablas del suelo. Recogióle, y vio que era una llave. ¿Quién la había puesto allí?... Y ¿qué más daba?

Tal miedo tenía Andrés a la salida en medio de la tempestad que continuaba rugiendo en la calle, que estuvo dudando si ocultaría el hallazgo a Sotileza.

-¿Qué haces, Andrés? -le preguntó ésta, que le observaba desde la salita.

Andrés corrió hacia ella y le mostró la llave, diciendo dónde la había encontrado. Sotileza lanzó un rugido de alegría feroz.

-¡Ah!..., ¡la infame! -dijo en seguida-. ¡La echó por debajo de la puerta!... ¡Justo!, pa que abramos por dentro y se crea lo que ella quiere... ¡Pues veremos si te vale el amaño, bribonaza!...

Todo esto lo decía Sotileza temblorosa de emoción, mientras se abalanzaba a la llave y la reconocía con una ojeada abrasadora, después de arrancársela a Andrés de la mano.

Éste, olvidado un momento de la situación comprometidísima en que se hallaba, contempló con asombro la transformación que iba obrándose en aquella criatura incomprensible para él. Ya no era la mujer de aspecto frío, de serena razón y armoniosa palabra; no era la discreta muchacha, que apagaba fogosos y amañados razonamientos con el hielo de una reflexión maciza; ni la provocadora belleza que levantaba tempestades en pechos endurecidos, con el centelleo de una sola mirada; ni la gallarda hermosura que para ser una dama distinguida, en opinión del ofuscado Andrés, sólo le faltaba cambiar de vestidura y de morada; ni, por último, la doncella pudorosa que lloraba, momentos antes, por los riesgos que corría su buena fama. Ya era la mujer bravía: ya enseñaba la veta de la vagabunda del Muelle-Anaos y de las playas de Baja-mar; ya en sus ojos había ramos sanguinolentos, y en su voz, tan armoniosa y grata de ordinario, dejos de sardinera, como los que a la sazón llenaban todos los ámbitos de la calle.

Así la vio apartarse de él como una exhalación, llegar a la puerta, abrirla con mano temblorosa, salir al portal y lanzarse en medio del grupo que obstruía la acera inmediata. Ni fuerzas hallaba él, en tanto, en sus piernas para sostenerle derecho el cuerpo desmayado. Pero consideró que una actitud así era el mejor testimonio de su imaginada delincuencia; y se rehízo súbitamente y salió de su escondrijo detrás de Sotileza, resuelto a todo, aunque sin otro plan que el de ampararla.

Por asomar al portal, Sotileza vio la estampa de la aborrecida Carpia entre lo más espeso del grupo. Ni titubeó siquiera. Se lanzó a ella con el coraje de una fiera perseguida, apartando a la gente, que no trataba de cerrarla el paso; y echándola ambas manos sobre los hombros, la dijo clavándole en los ojos el acero de su mirada:

-¡Alza esa cabeza de podre, y mírame cara a cara! ¿Me ves, pícara? ¿Me ves bien, infame? ¿Me ves a tu gusto ahora?

Carpia, con ser lo que era, no se atrevía en aquel momento ni a protestar contra las sacudidas que daba Sotileza a su cara para ponerla más enfrente de la suya. ¡Tan fascinada la tenían el fiero mirar y la actitud resuelta de aquella herida leona, si es que no influía también en su desusado encogimiento el peso de su pecado!

Sotileza, exaltándose a medida que se amilanaba la otra, añadió, sin dejarla escapar de sus manos:

-¿Y has pensao que hasta que una zarrapastrona como tú quiera deshonrar a una mujer de bien como yo, para que se salga con la suya? ¿Cuándo lo soñaste, infame? Me celaste la puerta como zorra traidora, y cuando vistes entrar en mi casa a un hombre honrado, que entra en ella todos los días por delante de la cara de Dios, nos encerrastes allá, pensando que al salir los dos con la llave que echastes por debajo de la puerta, ibas a afrentarme delante de la vecindá que habéis amontonado aquí tú y la bribona de tu madre, con un escándalo de esos que sabéis armar cuando vos da la gana... ¡Pues ya estoy aquí!; ¡ya me tienes en la calle! ¿Y qué? ¿Piensas que hay en ella alguno, por dejao de la mano de Dios que esté, que se atreva a pensar de mí lo que tú quieres?

Según iba gritando Sotileza, calmábanse las riñas como por encanto; todas las miradas convergían hacia ella, y todos los ánimos quedaron suspensos de sus palabras y ademanes. La Sargüeta se retiró de su balcón precipitadamente, como se esconde un reptil en su agujero al percibir ruidos cercanos; y Carpia pensó que se le caía el mundo encima al verse en medio de aquella silenciosa multitud, a solas con su implacable enemigo, y tan cargada de iniquidades.

-¿Veislo? -continuó Sotileza, sin soltar a Carpia y mirando con valentía a corrillos y balcones-. ¡Ni tan siquiera se atreve a negar la maldá que la echo en cara! ¡Estará la infame bien abandoná de Dios! Mira, ¡envidiosa y desalmada!, salí de la prisión en que me tuvistes, con ánimo de arrastrarte por los suelos: ¡tan ciega me tenía la ira! Pero ahora veo que para castigo tuyo, a más del que te está dando la conciencia, sobra con esto:

Y la escupió en la cara. En seguida, con un fuerte empellón, la apartó de sí.

Apenas había en la calle quien no tuviera algún agravio que vengar de la lengua de aquella desdichada; y por eso, cuando en un arrebato de furia, al verse afrentada de tal modo, trató de lanzarse sobre la impávida Sotileza, un coro de denuestos la amedrentó, y una oleada de gente la arrebató más de diez varas calle arriba. Una mozuela se acercó entonces a la triunfante Silda, y la dijo en voz muy alta:

-Yo la vi, desde allí enfrente, trancar la puerta de la bodega.

-Y yo echar la llave por debajo, a media güelta que dio endenantes con desimulo -añadió un vejete con la moquita colgando-. Primero lo dijera yo, porque soy hombre de verdá; pero de perro villano hay que guardarse mucho, mientras esté sin cadena.

-¡Si no podía engañarme yo..., porque no podía ser otra cosa! -exclamó Sotileza congratulándose de aquellos dos testimonios inesperados-. Pero bueno es que alguno lo haya visto... ¡y quiera Dios que vos atreváis a decirlo bien recio en otra parte, si por ello vos pregunta quien puede castigar estas infamias con la ley!

No podía más la infeliz: un sollozo ahogó la voz en su garganta: llevóse ambas manos a los ojos, y corrió a esconder su desconsuelo en el rincón más apartado de la bodega. Mares de llanto vertió allí, rodeada de la compasión cariñosa de Pachuca y otras convecinas, que la dejaban llorar, porque sólo llorando podía aliviarse un corazón repleto de pesadumbres tan amargas.

¿Y Andrés? ¡Qué papel el suyo... y qué castigo de su ligereza! No pasó del portal. Desde allí observó que la curiosidad de todos estaba saciándose en lo que hacía y decía Sotileza, y que para nada se acordaba de él; y en cuanto se revolvió el grupo que tenía enfrente para arrollar a Carpia, y se llevó detrás todas las miradas de la gente de la calle, convencido además de que ningún riesgo material corría ya la víctima de sus imprudencias, salió del portal y se fue deslizando, como a la disimulada, acera abajo, hasta llegar a la cuesta del Hospital, donde respiró con desahogo, dio dos recias patadas en el suelo, apretó los puños y aceleró su marcha, como si le persiguieran garfios acerados para detenerle.

Bajando a la Ribera, por el Puente, vio a tía Sidora, que subía por la calle de Somorrostro con otra marinera, detenerse de pronto para dar una risotada de aquellas suyas, con temblores de pecho y de barriga. Aquella risotada fue un azote para la cara de Andrés, y una tenaza para su conciencia. Apretó el paso más todavía, y así anduvo, sin saber por dónde, hasta la hora de comer; y entonces se metió en su casa, sin atreverse a medir con la imaginación toda la resonancia que podía llegar a tener aquel suceso, cuyos detalles, estampados a fuego en su memoria, le enrojecían el rostro de vergüenza.