XI
Sotileza (1888) de José María de Pereda
XII - Mariposas
XIII

XII

Mariposas


Entre las gentes marineras (y no se ofendan las de acá, porque el oficio que traen no es para otra cosa), una persona limpia es punto más rara que las peras de a tres libras. En Sotileza fue creciendo con los años el instinto del aseo; y, a mi modo de ver, de la fuerza del contraste que formaba aquella su inverosímil pulcritud de carnes y de vestido con la basura de lugares y personas en medio de la cual vivía (y he aquí cómo el diablo me arrastra por tercera vez a la comparación del gato con la huérfana de Mules); a mi modo de ver, repito, de la fuerza de este contraste, tan singular y llamativo, debió nacer en el Cabildo de Arriba la fama de la hermosura de Sotileza, confundiendo la torpe percepción de los sucios marineros el atributo con la esencia, o mejor dicho, los colores con la forma. Porque yo recuerdo muy bien que lo primero que se echaba de ver en aquella garrida muchacha cuando estaba, a los veinte años, en la flor de su galanura, era la limpieza extremada de su atavío, en el que dominaban siempre las notas claras, como si esto fuera un alarde más de su pulcritud a prueba de peligros; y no emperejilada para las fiestas de la calle, o las bodas de la vecindad, o la misa o el paseo de los domingos, que esto probaría bien poco; sino todos los días, a la puerta de la bodega, en lo alto del Paredón, atravesada en la acera, tejiendo la red en el portal, sacando la barredura a la mitad del arroyo, o remendando los calzones de tío Mechelín; en refajo corto, descubriendo por debajo tres dedos de lienzo más blanco que la nieve; con justillo de mahón rayado de azul; pañuelo de mil colores sobre el alto, curvo y macizo seno; a medio brazo las mangas de la camisa, y otro pañolito de seda, claro también, graciosamente atado, a la cofia, sobre el nutrido moño de su pelo castaño con ondas tornasoladas de oro bruñido. La curiosidad que excitaban estos llamativos pormenores movía los ojos del observador a hacer otras exploraciones; y entonces se reparaba en los aplomos admirables y en los lineamientos finos y gallardos de la pierna y del pie; desnudos y blanquísimos, que asomaban por debajo de la tira de lienzo; en el torneado brazo, desnudo también; en el cuello redondo y escultural, que se alzaba sobre los anchos hombros, y, por fin, en la cara saludable, fresca, verdaderamente primaveral, la porción más envidiable de la valiente cabeza que el cuello sostenía, y sobre el cual centelleaban, al bambolearse, los anchos anillos de oro colgando de las menudas orejas.

Tal era lo que, en el orden señalado, iba saltando a los ojos de un observador algo adiestrado en los intríngulis del arte, al contemplar a Sotileza por primera vez en su propio natural terreno; con los cuales elementos, si hay para construir lo que se llama toda una buena moza, se puede estar muy lejos de llegar a la hermosura que atribuyó la fama indocta a la memorable callealtera. Examinándola todavía más al pormenor, las líneas de su cara distaban mucho de estar ajustadas a los buenos modelos de la belleza clásica: la frente pecaba de angosta; la boca, aunque pequeña y fresca, era durísima de expresión; la mirada de sus rasgados ojos, demasiado cruda; el entrecejo muy acentuado, y el contorno general no daba la corrección de los trazos atenienses. Aunque separadamente fuera intachable cada porción de su cuerpo, éste, en conjunto, si bien flexible y gracioso, no era un modelo escultórico. En una palabra, Sotileza no era una hermosura en el sentido artístico de la expresión; pero reunía todos los atractivos necesarios para ser la admiración de los mozos de su calle, y excitar la curiosidad y luego hasta el frenesí de los antojos en los hombres cultos, más esclavos de las malas pasiones que del sentimiento estético. Su voz era de hermoso timbre, con unas notas graves que acentuaban poderosamente el vigor de su frase lacónica y entonaba muy bien con la expresión de su semblante. Lejos de corregirse esta su nativa esquivez, había ido afirmándose con los años; y aunque esta cualidad no la arrastraba jamás a ser chocarrera ni provocativa, cuando se le buscaba la lengua por las envidiosas o por los atrevidos, sus aceradas sequedades la hacían verdaderamente temible.

Con el poder de su rica naturaleza, y acaso con la conciencia de su hermosura, había adquirido el valor que no tuvo de niña para arrostrar de frente ciertos peligros, y logrado imponerse, hasta con la mirada, a las hembras de la familia de tío Mocejón, triunfo de que se ufanaba Sotileza, por ser de los poquísimos en que había puesto todo su propósito desde que comenzó a comprender que para conseguir ciertas cosas una mujer de su carácter no necesitaba más que empeñarse en ello. Por supuesto que no ignoraba que las del quinto piso, más que corregidas, estaban domadas a la fuerza, ni que, por consiguiente, no dejarían de aprovechar la primera coyuntura que se les presentara para herirla impunemente; pero, por de pronto, la fiera, aunque gruñendo, estaba enjaulada, y ella tenía, en el prestigio de que gozaba en la calle, el arma con qué atormentar su espíritu envidioso, y en el temple de su carácter, la fuerza necesaria para imponerse.

Cleto la había dicho varias veces, desde aquello del botón:

-Cuenta conmigo hasta pa darlas una paliza, si te conviene..., ¡porque son muy malas!

Y Sotileza se había sonreído, por conocer la calidad del motivo que arrastraba a Cleto a proponerle aquella ociosa barbaridad.

Porque Cleto frecuentaba mucho la bodega. El pobre muchacho, que era de un natural candoroso y bonachón, desde que nació no había cultivado otro trato que el de las gentes de su casa, gentes puercas y feroces, sin arte ni gobierno, reñidoras, borrachas y desalmadas; y no sabía que un mozo como él, que no sentía la necesidad de ser malo ni hallaba placer en vivir como se vivía en el quinto piso, podía encontrar en otra parte algo que echaba de menos, cierto aquel, a modo de entraña, que le escarbaba allá adentro, muy adentro de sí mismo, como lloroso y desconsolado. Y este algo pareció en la bodega, en la jovialidad de tío Mechelín, en la bondadosa sencillez de tía Sidora, y hasta en la limpieza y el buen orden de toda la habitación. Allí se hablaba mucho sin maldecir de nadie; se comían cosas sazonadas, a horas regulares, se rezaban oportunamente oraciones que él jamás había oído, y si se quejaba de algún dolor, se le recomendaba con cariño algún remedio, y hasta se lo preparaba la misma tía Sidora... En fin, daba gusto estar allí donde se hallaban tantas cosas que le alegraban aquella entraña «de allá dentro», que antes siempre estaba engarruñada y triste; y le hacían coger apego a la vida, y distinguir los días nublados de los días de sol, y los ruidos ásperos de los sonidos dulces; y hablar, hablar mucho sobre todo lo que le hablaran, y recordar lo que había sido antes para recrearse un poco en lo que iba siendo.

Porque, al mismo tiempo, crecía Sotileza; y según iba creciendo, reparaba él cómo se transformaban las líneas de su cuerpo y se acentuaban la redondez y tersura de sus carnes, el poder y la luz de su mirada y las armonías de su voz; y cómo iba llenando ella sola la bodega con todas estas cosas y su remango de mujer hacendosa, y hasta con su luz; porque hubiera jurado el pobretón de Cleto que de ella, y no del sol de los cielos, eran aquellos resplandores que se esparcían por la casa... Después se volvía a la suya, donde no hallaba qué cenar ni cama en que acostarse, y oía maldiciones y blasfemias, y le querían devorar aquellas mujeres infernales, porque tomaba tanta ley «a los pícaros de abajo». Y estas cotidianas escenas le hacían acordarse con nuevas ansias de la bodega, y en cuanto hallaba un rato desocupado, tornábase a ella; y más de una vez, considerando lo que arriba le esperaba, tuvo los labios entreabiertos para decir a tío Mechelín, puesto de rodillas delante de él:

-¡Déjeme vivir aquí para siempre!... No quiero cama ni comida. ¡Yo dormiré sobre los ladrillos de la cocina y comeré un mendrugo en la taberna, de lo que gane trabajando para usté!

Y es de advertir que el matrimonio de la bodega no miraba con malos ojos la bien notoria afición que iba tomando Cleto a Sotileza. Cleto era trabajador, honradote, sano y robusto como una encina, y hasta sería guapo y buen mozo el día en que cayera en manos que cuidaran de él y le asearan con cariño.

Demás de esto, estaba abocado a una herencia de media barquía, si Mocejón no malvendía la suya antes de morirse. ¿Qué mejor acomodo para Sotileza, si Sotileza llegara a aceptarle un día sin repugnancia? ¡Repugnancia! ¿Y por qué había de sentirla la desvalida huérfana? Cierto que, en opinión de los cariñosos viejos, puesta Sotileza a valer, no había oro con que pagarla, ni marqués que la mereciera; pero la pasión no les cegaba hasta el punto de desconocer que los marqueses cargados de oro no habían de llamar jamás con buen fin a la puerta de la bodega. Y no contando ni debiendo contar con una ganga semejante, ¿las había mucho mejores que Cleto para Sotileza en el Cabildo de Arriba? Por supuesto, que ellos no pellizcarían la lengua de Cleto para que rompiera a cantar lo que el mozo sentía, ni hurgarían el oído de la muchacha con alabanzas de su pretendiente, para conquistarla la voluntad; pero se guardarían muy bien de ponerle estorbos en la puerta, y mucho más de írsela cerrando poco a poco.

De modo que si aquella súplica reverente que tantas veces tuvo Cleto entre los labios, llega a salir de su boca, tal vez no hubiera sido desairada por tío Mechelín, ni quizá por su mujer, dejándose arrastrar éstos solamente del impulso de sus propios corazones. Pero había otros miramientos a que atender; y uno de ellos, no el de menor importancia, era el haberse negado tenazmente a la misma pretensión insinuada por Sotileza más de dos veces a favor de Muergo, desde que éste, apenas matriculado en el gremio y ya rayando en los dieciséis años, perdió a su madre, de resultas de una caída en la Rampa Larga, subiendo cargada de sardinas... y de aguardiente. Sotileza, pues, perseveraba en los mismos propósitos de Silda, de amparar al hijo de la Chumacera, tan necesitado, en opinión de la caritativa muchacha, de una voluntad que le rigiera y le apartara del mal camino adonde podían llevarle los resabios que heredaba de su madre, y la soledad y el abandono en que últimamente vivía.

Y el bruto de Muergo explotaba bien estas inexplicables blanduras de la antigua víctima de sus barbaridades en el Muelle de las Naos y en la Maruca. Particularmente desde que era huérfano de padre y madre, no se pasaba día sin hacer una visita, bien larga y aprovechada, a la bodega de su tío. Como pudiera remediarlo, la visita era a las horas de comer o de cenar, porque en estas ocasiones siempre sacaba mendrugo para su estómago insaciable. Vivía en la calle del Medio, arrimado a una familia que le daba un jergón y la comida por poco menos de lo que él ganaba de compañero en una lancha del Cabildo de Abajo; la tercera que había conocido desde que fue colocado de muchacho, como ya se dijo, en la de tío Reñales.

En sus visitas a la bodega de la calle Alta, se encontraba muy a menudo con Cleto. Se aborrecían de muerte; y estaban ambos allí como dos mastines delante de una sola tajada. Para Muergo, la tajada era todo cuanto encerraba la casa, por el temor de que el otro sacara de ella, aunque fuera en buenas palabras, lo que no alcanzaba para satisfacerle a él. Para Cleto, la tajada parecía ser la grosera monstruosidad del hijo de la Chumacera, que le hacía aborrecible, y mucho más en aquel sitio. Cierto que le consolaba un poco la no disimulada complacencia con que el viejo matrimonio le ayudaba a contradecir el menor conato de dictamen que apuntara, entre gruñidos, el estúpido marinero; mas este consuelo se le amargaba el decidido tesón de Sotileza en amparar a Muergo siempre, con razón o sin ella; y ésta era la verdadera causa de la aversión que sentía hacia el hijo de la Chumacera el mozo del quinto piso.

Porque por sí solas la grosería y la monstruosidad de Muergo... ¡Oh, la monstruosidad de Muergo! ¡Había que considerarle bien a la edad de diecinueve años, época en que vuelve a aparecer Sotileza tal y como se ha presentado al comienzo de este capítulo! Desde que le perdimos de vista, todo había crecido en él a un mismo tiempo: la gordura de sus labios; el estrabismo de su mirada; la anchura y remangamiento de su nariz; la espesura de sus crines; el vuelo de sus orejas; la blancura de sus dientes ralos; la bóveda de sus espaldas; la intensidad del color cobrizo de su piel; su natural obesidad adiposa, que había llegado a relucir como cuero de etíope; la aspereza salvaje de su voz; su estupidez..., todo, en suma, tanto físico como moral, se había agrandado y robustecido en su persona; y para que nada faltase a la armonía de este conjunto de monstruosidades, todo él iba envuelto, de ordinario, en una flotante camisa de bayeta verde muy peluda; unos calzones pardos y un gorro catalán, verde también, con la vuelta encarnada. Con este atavío lanudo y tieso, y su andar lento y oscilante, parecía un oso polar, suponiendo que en el Polo hubiera osos verdes de medio arriba, y pardos de medio abajo. No había cosa más decente a que compararle.

Sotileza le había predicado mucho que ahorrara para echarse un vestido bueno de día de fiesta, y ya tenía parte de él; pero no quería estrenarlo sin la chaqueta y la boina, que le faltaban y contaba tener dentro de mes y medio, allá por la fiesta de los Mártires, patronos de su Cabildo. Antes pudo haberle estrenado; pero le tiraba mucho la Zanguina, famosa taberna de los Arcos de Hacha, y en la Zanguina quedaban casi todos los ahorros de Muergo; y no todos, porque no se le cobraba su deuda entera de repente. Muergo era bebedor; pero con el miedo de perder el amparo de las gentes de la bodega, dominaba bastante el vicio. Aguantaba sereno medio barril de aguardiente; pero cuando se emborrachaba era una fiera. Por eso, los mismos camaradas, que cuando estaba en sus cabales le acribillaban a burlas impunemente, en cuanto le veían borracho huían de él. Entonces era capaz de las mayores barbaridades, por sangrientas que fueran.

Por lo demás, era alegrote, fuerte en el trabajo, bastante placentero, y duro de salud.

¡Y qué lejos estaba de maltratar a Sotileza como había maltratado de muchacho a la niña Silda! La poca razón que cabía en su moliera, algo de vil interés, y mucho del influjo necesario de la naturaleza misma, que iba hablando a sus carnazas a medida que la huérfana de Mules crecía y se hermoseaba y le ofrecía con incansable perseverancia los únicos testimonios de cariño que había gustado en su vida, le habían ido amansando, y abatiendo poco a poco, hasta sentirse esclavo de la voluntad de la garrida muchacha, como se rinde fascinada una bestia bravía a las caricias de la gentil domadora.

Con este símil, y no de otro modo, hay que explicar el mutuo afecto de estos dos seres tan distintos entre sí. En él obraban, como causa, el interés egoísta y el poder incontrarrestable de una ley misteriosa; en ella, la fuerza de un propósito temerario, primero; y después, la satisfacción o la vanidad del triunfo conseguido.

-¡Mira, hijuca -la dijo un día tía Sidora-, que ese mimo con que tratas a esa bestia te ha de costar caro..., porque la cabra siempre tira al monte, y de jugar con lobos no se saca más que arañazos y mordiscos!... No lo digo por el pan que me come, porque tú lo deseas y eso me basta... Pero ¿por qué no me mandas que se le dé a otra boca que más le merezca?

-Muergo lo merece -contestó la muchacha.

-¡Merecerle ese móstrico de Satanás!... ¿por qué? -exclamó la marinera.

-Porque sí -respondió secamente la otra.

-Mejor razón que ésa deseara yo; pero aunque valga lo que tú quieras, mejores las hay en contrario, y ciego será quien no las vea... Sólo que hay que nacer con suerte, y ese animal la tuvo contigo dende que debiste aborrecerle... ¡Mal año pa las enjusticias contra la ley de Dios! Y mira que no me llegara la tuya tan al alma, si no te viera negar hasta los «buenos días» al venturado de arriba, que es un peazo de pan, de pies a cabeza, cuando na te paece bastante para el cerdo de mi sobrino.

-Cleto es de mala casta.

-¡Pues mira que el hijo de la Chumacera!...

-Cada uno tiene sus gustos.

-Y los viejos mucha experiencia, hijuca, hasta la obligación de aconsejar a los mozos, cuando los mozos no van por el camino derecho.

-¿Y qué mal hago yo en mirar con caridá por quien es aborrecible a todos?

-El mal de dar alas a quien no debe volar con ellas.

-¡Porque es feo!

-Porque no es bueno.

-No roba ni mata.

-No le ha dao por ahí; que si le da, no será el entendimiento quien se lo estorbe. Y ten entendido que a Muergo, más que por feo, se le aborrece por burro con zunas.

-Otros las tienen y son bien vistos.

-Porque también tienen prendas de estima. Y mira, hijuca, no te ofendas ni te me enfades; pero más te dijera sin el temor de que pienses que lo que ese animal nos come, por tus blanduras, es lo que a mí me duele para hablar como hablo.

Y tras estas palabras, como Sotileza callara, sentáronse ambas, por mandato de tía Sidora, a concluir de pegar un paño a una saya vieja de ésta, porque al día siguiente era domingo, a la luz del candil, colgado de un clavo en la pared, junto a la alcoba matrimonial.

En esto bajaba Cleto de su casa, y tropezó con Muergo, que entraba en el portal; y como si el primero hubiera estado oyendo las amonestaciones de tía Sidora a Sotileza y ellas le inspiraban tan súbita resolución, dijo a Muergo muy calladito, pero con suma vehemencia, mientras le agarraba con ambas manos por la pechera del elástico peludo:

-¡Quiero que no güelgas por aquí más!

-¡Puño! -respondió Muergo, también por lo bajo-. ¿Y quién eres tú pa mandar esas cosas?

-Je güelves o no te güelves por onde has venío? -insistió Cleto sin soltar al otro.

-¡No, puño! -respondió el del Cabildo de Abajo.

-Pues te voy a dar dos morrás... Pero no grites aunque te salte las muelas... Tampoco yo gritaré.

Y como lo dijo lo hizo. Sonaron dos golpes secos, y después otros dos por el estilo, entre un rumor confuso de interjecciones groseras y de jadeos de la respiración; luego otro golpe más recio y sonoro, como el de una cabeza contra el portón de la calle; casi al mismo tiempo, una blasfemia de Muergo, medio en falsete..., y todo volvió a quedar silencioso en las tinieblas del portal, entre las cuales escupía Muergo más sangre que saliva, y se palpaba los dientes uno a uno, para ver si los conservaba enteros; mientras Cleto, después de haber desahogado un poco su veneno, se largaba calle abajo, temoroso de lo que pudiera ocurrirle en la bodega, si entraba en ella a la vez que el otro, y el otro contaba lo sucedido, o lo adivinaban las de adentro sin que lo contara nadie.

Pero Muergo no estaba de humor de referir cosa alguna de esa especie; y como en una cara como la suya significaban muy poco unos cuantos flemones de más o de menos, nada le preguntaron las mujeres por los tres que se alzaban bien altos alrededor de la bocaza. Dio las buenas noches en un gruñido, y preguntó por su tío.

-Salió a por tanzas pa la sereña -respondió su mujer.

-¿Hay ujana?

-Se sacó por si acaso.

-Pus que apareje temprano la barquía, porque mañana iremos a barbos dempués de la primera misa, antes que apunte la marea. Si él no puede, que se quede en la cama, porque tamién vamos yo y Cole. Ese recao traigo..., ¡ju, ju, ju!

-¿Cómo no vino el mesmo don Andrés? -preguntó la marinera.

-Dijo que estaba muy ocupao... ¡Puño, qué pilás de duros encima de aquella mesa!... ¡Me valga!... ¡Se podía anadar entre ellos... y ajuegarse tamién!, ¡ju, ju, ju!

Llegó en esto tío Mechelín. Andaba más perezoso y abatido que años atrás. Faltábale también en el rostro aquella expresión de regocijo con que le conocimos. Repitiéronle el recado que había traído Muergo, y añadió su mujer:

-Si no estás pa ello, quédate en la cama. Muergo y Cole han de ir de toas maneras.

-Estoy pa ello -respondió el pescador mirando a Sotileza, que parecía animarle con los ojos-. Lo que siento es, dicho sea sin agravio de naide, que pa estas cosas se alcuerde más don Andrés de los de Abajo, que las mesmas gentes de acá que andan con uno en la barquía... Los hombres lo sienten: la verdá sea dicha. Pero son fantesías de aprecio a otros, que hay que respetar.

-Pues si a respetos no fuéramos, Miguel -repuso la marinera-, y a respetos de otra clase, ¿quién mejor, para ayudarvos en tales días que ese venturao de Cleto?

-¡Uva! -respondió tío Mechelín.

Al oír el nombre de Cleto se revolvió Muergo sobre el escabel, como un oso hurgado por el espinazo.

-¿Qué tienes, burro? -le preguntó su tío.

-Na que le importe -respondió Muergo.

Cole era un pescador valiente y entendido, que años antes fue un pillete que el lector conoció, con el mismo nombre, en casa del padre Apolinar. No son raros tales casos entre los mareantes santanderinos. Díganlo, sin salirnos del término de nuestro relato, Guarín, Toletes y Surbia, otros tres raqueros transformados con los años en pescadores de empuje y de vergüenza. También salió cosa buena para el oficio, Colo, el de la calle Alta, después que dejó el latín y fue recogido en la Casa de Caridad el energúmeno de su tío.

Entretanto, Cafetera, Pipa y Michero estaban en la Carraca, purgando la equivocación de tomar por objeto de lícito raqueo un cronómetro de bolsillo, perteneciente a un barco atracado al Paredón de la Dársena, e imperaba en el Muelle-Anaos otra generación de raqueros, capitaneada por cierto Runflas y un tal Cambrios, fatalmente destinados a recoger las llaves de aquel memorable holgadero; porque ya algún trozo de la escollera de Maliaño comenzaba a asomar el lomo por encima de las más altas mareas, con espanto de las bogas, que huían de aquellas playas, sabe Dios adónde, para no volver más a colmar con sus rebaños las barquías de los pescadores santanderinos; los terraplenes del ferrocarril llegaban a mucho andar y amenazaban ya al mismo Muelle de las Naos por la casa de baños de Calderón, desde cuyos balcones, los que esperaban turno para zambullirse en las marmóreas pilas, entretenían sus impaciencias escupiendo por última vez sobre el agua del mar que lamía las paredes del edificio por aquella fachada y la del nordeste, y golpeaba a menudo las repisas; porque se barruntaba la locomotora asomando por la peña del Cuervo, tendidas al aire sus largas, serpeantes y blanquecinas guedejas, conduciendo en sus entrañas de fuego los gérmenes de una nueva vida, y barriendo al pasar los usos y costumbres que habían imperado aquí durante tantos, tantísimos años de un no interrumpido y patriarcal sosiego, y al Cabildo de Arriba sólo le quedaba una charca para fondear sus embarcaciones, y un boquete en el terraplén para sacarlas a bahía.

En la misma calle Alta se habían sustituido más de tres de sus edificios vetustos con otros tantos flamantes de balcones de hierro y paredes blancas; y allí se estaban, opresos y reventando, y haciendo tan triste papel como los dientes de porcelana en una dentadura podrida. Para el castizo gremio de pescadores, todas estas cosas eran motivo de serias cavilaciones y barruntos de un temporal deshecho que se les iba encima; pero se anticipaban a capearle, dando la cara a otro viento y haciendo como que no veían el peligro; no hablando una palabra de él, y extremando su añeja costumbre de vivir encerrados en sus conchas, sin tratos con lo terrestre y sin ver ni saber más de positivo del centro de la población, que de la cueva del Ojáncano o de las «Serenitas del mar».

Y de todo ello y mucho más tenían la culpa aquellas «aventuras de loco», de que nos hablaba don Venancio Liencres, incrédulo y asombrado, y en las cuales se había ido metiendo hasta el cogote el comercio santanderino... ¡Mayor pobre hombre!...