Sotileza/Prólogo
Prólogo
Así Dios me salve como no he pensado en otros lectores que vosotros al escribir este libro. Y declarado esto, declarado queda, por ende, que a vuestros juicios le someto y que sólo con vuestro fallo me conformo.
Perdone, pues, la crítica oficiosa si, por esta vez, le pierdo el miedo. No se fatigue arrastrando el microscopio y metiendo las pinzas y el escalpelo entre las fibras de estas páginas; déjese, por Dios, de invocar nombres de extranjis para ver a qué obras y de quién de ellos y por dónde arrima mejor la estructura de la mía; no se canse en meterme por los ojos la medida que dan ciertos doctores de allende en el arte de presentar casos y cosas de la vida humana en los libros de imaginación; considere, una vez siquiera, que cada cual en su propia casa, siendo hacendosito y cuidadoso, puede arreglárselas con los recursos que tiene a mano, vivir tan guapamente y campar por sus respetos como el más runflante de sus vecinos, sin copiarle el modo de andar ni pedirle un real prestado, y entienda, por último, que este libro, de la misma veta que algún otro que llegó al mundo con muy buena suerte, y mucho antes de que en España se gastaran mares de tinta en encomiar modelos que ya apestan de tanto no venir al caso los encomios, es como es, no por parecerse a otros en su hechura, sino porque no puede ser de otra manera; porque al fin y a la postre lo que en él acontece no es más que un pretexto para resucitar gentes, cosas y lugares que apenas existen ya, y reconstruir un pueblo, sepultado de la noche a la mañana, durante su patriarcal reposo, bajo la balumba de otras ideas y otras costumbres arrastradas hasta aquí por el torrente de una nueva y extraña civilización; porque ciertos toques y perfiles, que desde lejos pudieran parecer alardes de sectario de una escuela determinada, no son otra cosa que el jugo y la pimienta del guisado: lo que da el estudio del natural, no lo que se toma de los procedimientos de nadie; lo que pide la verdad dentro de los términos del arte, los cuales han de estar en la mente y en el corazón del artista y no en las cláusulas de los métodos de escribir novelas (que a estos fines iremos a parar extremando otro poquito la pasión por los modelos); porque lo que se busca, en una palabra, es que reaparezcan aquí aquellas generaciones con los mismos cuerpos y almas que tuvieron.
Y tratándose de esto, ¿a quién, sino a vosotros, que las conocisteis vivas, he de conceder yo la necesaria competencia para declarar con acierto si es o no su lengua la que en estas páginas se habla; si son o no sus costumbres, sus leyes, sus vicios y sus virtudes, sus almas y sus cuerpos los que aquí se manifiestan? ¿Y quién, sino vosotros, podrá suplir con la memoria fiel lo que no puede representarse con la pluma: aquel acento en la dicción pausada, aquel gesto ceñudo sin encono, aquel ambiente salino en la persona, en la voz, en los ademanes y en el vestir desaliñado? Y si con todo esto que yo no puedo representar aquí porque es empresa superior a las fuerzas humanas, y con lo que os doy representado, resultan completas, acabadas y vivas las figuras, ¿quién, sino vosotros, es capaz de conocerlo? Y si lo conocéis y lo declaráis así, ¿qué aplauso puede resonar al fin de mi tarea, que mejor me cure del espanto de haberla cometido?
Ved aquí por qué doy tanta importancia a vuestro fallo en la ocasión presente, y por qué, y a pesar del grandísimo respeto que yo tengo a la crítica y a sus fueros indiscutibles, he de atreverme esta vez a mirarla sereno cara a cara, por muy ceñuda que me la ponga.
Cierto que las obras de arte ofrecen, amén del aspecto indicado, otros muy principales también y cuya apreciación estética, por ser de sentimientos y no de seco raciocinio, cae bajo la jurisdicción de la crítica, por ignorante que sea en el asunto que haya inspirado la obra juzgada; pero si es cosa resuelta ya, a lo que parece, que en la novela, que de seria presuma, no han de admitirse otros horizontes que aquellos a que estén avezados los ojos de la buena sociedad; si no han de aceptarse como asuntos de importancia otros que los que giren y se desenvuelvan en los grandes centros urbanizados a la moderna; si la levita y el boudoir, y el banquero agiotista, y el político venal, y el joven docto en todas las ciencias, pero, desdeñado de la fortuna; el majadero elegante, y el problema del adulterio, y el problema de la prostitución, y el de la virtud con caídas, y tantos otros problemas... y hasta los indecentes galanteos del chulo del Imperial han de ser los temas obligados de la buena novela de costumbres, ¿cómo he de aspirar yo a la conquista del aplauso general y al veredicto de la crítica militante, con un cuadro de miserias y virtudes de un puñado de gentes desconocidas, con accesorios de poco más o menos y fondos de la naturaleza, ya en su grandiosa tranquilidad, ya en sus cóleras desatadas?
Y vaya observando el lector distinguido y elegante, cómo, anticipándome a su fallo y acomodándome a su modo de ver y de sentir, confieso humildemente que no aspiro a escribir un libro al gusto de todos, con materiales sacados de las canteras de mi huerto; y cómo me voy aproximando a declarar, si se me aprieta un poco, que importa menos en una estatua la obra del escultor, que la nombradía del monte en que se arrancó la piedra.
Así, pues, y en virtud de esto y de lo otro y de todo lo demás que se entiende sin que yo lo puntualice, decidme vosotros cuando hayáis leído la última palabra de esta novela: -«Choca esos cinco, porque eres de nuestra calle...», y vengan penas después...
Y hasta puede que me atreviera entonces, con los alientos de ese aplauso, contando con que el público me niegue el suyo, a exclamar para mis adentros, puestos los ojos en las desdeñadas páginas del libro:
-Pues por más que ustedes digan, no es para todos la tarea de hinchar perros de esta catadura.
J. M. DE PEREDA. Santander, diciembre 1884.
POSDATA.-Al reimprimir esta novela, año y medio después de agotada la copiosa edición primera (marzo de 1885), lugar era éste bien a propósito, en mi entender, para decir yo cómo respondieron a la precedente dedicatoria los aludidos, y hasta los no aludidos en ella; pero como la enumeración de los honores tributados a la humilde callealtera en tantas formas, desde tantas partes y por tantas y tan diversas gentes, pudiera traducirse por la malicia en pueril artificio de vanagloria, quédese, bien a pesar mío, esa cuenta sin ajustar en público, y válgales la advertencia a mis acreedores nobilísimos, por la más solemne declaración de lo muchísimo que les debo.
J. M. DE P. Junio de 1888.