Sonrojo comprometedor

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
Sonrojo comprometedor


Una madre para cien hijos, suele repetirse, pero ¡cuántas veces cien hijos no son el sostén de una madre! Así, cuando encontramos en nuestro camino alguna de esas hermosas esmeraldas, color de esperanza, donde el amor resplandece, nos inclinamos á recogerla, para engarzar en el precioso joyel de nobilísimos sentimientos que honran á la humanidad y que felizmente no han desaparecido entre nosotros.


I

En una de nuestras más avanzadas fronteras, aconteció el sucedido que referimos.

Hallábase en su modesta mesa de campaña, rodeado de los oficiales de la guarnición, el Comandante de ella, cierto día sin sol de crudo invierno, cuando sacando una pequeña cigarrera con cantos dorados dijo, enseñándola á sus oficiales:

— No está de más que de cuando en cuando recuerden á los olvidados que vegetamos en el desierto. Me acaba de llegar este obsequio de un amigo de la infancia.

Y pasando de mano en mano por cuantas cortaban pan, llamaba la atención de unos el cincelado labor en una tapa, representando dos hermanos de armas, espalda con espalda, defendiéndose en apurado trance, rodeados del grupo de indios que les sorprendiera en media Pampa, y otros en monograma y dedicatoria: «A un amigo de cuarenta años». El alférez recién llegado, que contaba de vida la mitad de esa larga amistad, más curioso, olió cigarros que hacía tiempo no olía, volviendo el obsequio concluida la ronda á manos del dueño.

Siguió al churrasco el puchero criollo con choclos, y al guiso con zapallitos, el arroz con leche, y la conversación y la francachela entre buenos camaradas, sin traspasar la circunspección debida; pues por más franqueza que el jefe dispensara no se faltaba á la subordinación y respeto hasta en los actos más familiares que prescribe la ordenanza. Al servirse el café, con sabor de achicoria y no á Yungas, el Comandante deseó celebrar el buen recuerdo, doblemente valioso por los mil recuerdos que despertaba, dando participación del contenido á los subalternos. Por más que registrara el bolsillo donde la guardara, no la encontraba; ni entre servilletas ó bajo manteles aparecía la muy perdida y abarcando con mirada escudriñadora á todos los circunstantes, acentuó muda interrogación sin palabras.

Como tocados por automático resorte, los oficiales se pusieron de pie, dando vuelta sus bolsillos, menos el Subteniente del extremo, quien, más colorado que tomate, dijo sin pararse.

— Afirmo bajo palabra que yo no la tengo.

No faltó quien comentara el sonrojo denunciador, dividiéndose opiniones, elogiando unos su entereza, murmurando otros, al notar lo abultado del único bolsillo no abierto. El más adulón chismografió:

— Entre pura gente honrada la cigarrerita no aparece.

Otro, cuchicheaba al vecino:

— ¿Se ha fijado que el nuevo, siempre deja precipitadamente la mesa?

Los más criticaron su proceder, sin que faltara quien añadiera:

— Me parece que ha hecho bien. Al fin no estamos entre jugadores de mala fe, donde al primero que se agacha, achácasele la desaparición de la moneda que rodó.

— Si el Jefe lo hubiera impuesto, — agregó un tercero, — no vacío la faltriquera. Mera sospecha, deprime. Pero ha sido tan espontáneo el movimiento general, que corajudo debe ser resistiendo la corriente, bien que no pudo evitar le salieran los colores á la cara.

— ¡Al fin nuevo! — dijo el más antiguo. — Sabe Dios de dónde viene. Estos oficialitos que exporta el Colegio Militar, llegan al ejército con más humos que locomotora, echando planes y planos sobre el papel, antes de haber acostumbrado la mano al sabor del sable, y aprender á tirar tajos y reveses, en vez de líneas curvas y rectilíneas que nunca dieron el resultado de una carga á fondo.


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Los días pasaban y la tabaquera de cocodrilo exornada con labores no aparecía. No que alguno de esos anfibios de laguna inmediata se la hubiera tragado. El subteniente continuaba retirándose el primero, apareciendo el bultito sospechoso en el bolsillo. Los concurrentes empezaban á retirar asientos del suyo, haciéndole el vacío hasta dejarle aislado en el extremo de la mesa.

Al distanciamiento de compañeros, siguió agregando el de la palabra. Algunas manos ya no se le extendían; otras oprimían fríamente la suya. El Jefe nada decía, pero los subalternos decían demasiado, condensándose malsana atmósfera para el sospechado.

Ya se tramaban sordamente murmuraciones contra el que, si para unos estaba convicto, para pocos era el oficial digno que había dado lección de dignidad. Serio, silencioso, imperturbable, seguía cumpliendo todas sus obligaciones, observando al pie de la letra la Ordenanza, en cuyo examen obtuvo diez, y alejándose precipitadamente con el bulto acusador.