Solo (1898)
La cita es ya vulgar, pero nunca habrá venido más á cuento: refiérome á la frase paradójica de Ibsen:—«El hombre más fuerte es el que está más solo». ¿Será la soledad una fuerza? De la soledad de Moisés en el Sinaí salen las tablas de la ley, dictadas por la zarza que se convierte en llama reveladora; de la soledad de Bautista, gemebundo y agreste junto a la orilla del sagrado río, surge la visión del Mesías; de la soledad de Jesús en el monte de las olivas, arrancan la ley nueva, la transformación del mundo.
A solas también, confíando unicamente al fondo de la sombría cisterna sus pensamientos, dialoga Mahoma con el Arcángel y levanta el imponente edificio de su teocracia... Cuando Byron canta á Napoleón lo imagina solo en medio de la muchedumbre: «El estaba allí, en medio de los hombres; pero él no era ellos.» Y el poeta decía verdad. Bonaparte, con su espada y su cetro, salía de la soledad de sí mismo. ¿Qué tenía que ver con tal resurrección del poder antiguo, la filosofía jacobina, ni el estado de conciencia con que acababa de asistir aquella sociedad á la tragedia terrorista y al cascabeleo del Directorio?— Y en la mayor soledad de su vida, en la agonía del águila clavada á la roca, en el calvario de Santa Elena, todavía pareciendo más solo parece más grande...
Todo esto recuérdamelo Zola con su hermosa actitud en el «escándalo Dreyfus». No hay soledad que puedda compararse á la suya. Los hombres más solos por el pensamiento han tenido partidarios y servidores; á la hora de la definitiva derrota han podido escuchar el eco de alguna voz amiga: al pie de la Cruz vaga la encantadora sombra de las mujeres evangélicas, y el alma de San Juan se entreabre como un rosal de Jericó.
Zola lucha verdaderamente islado: si algo le sigue es el odio, y en un momento su inmensa obra literaria, el orgullo con que la cultura francesa ostentara el nombre del insigne novelista, como glorioso trofeo, á la admiración del mundo, desaparecen bajo la avalancha de la multitud, erigida en tribunal de la conciencia ajena y de aquella suprema piedad que nunca podrá llevar su luz á los abismos del vulgo.
Una gran pureza en la vida, una gloria literaria universal, quedan reducidas á polvo, ¡qué á polvo! á agua y tierra, es decir, á fango, al advertir cómo el novelista se declara incurso en lo que Tolstoi ha llamado «un caso de conciencia universal».
Francia entera se agarra al cadáver moral de Dreyfus, como si en el horror de ese hombre infortunado cifrárase el honor del pueblo francés. En un arranque de romanticismo nacional, un pueblo impresionable, víctima de tribunos improvisadores y de libelistas eufónicos, llega á creer que la reparación de Sedán y el dominio en la orilla del Rhin dependen de unas cuantas hojas arrascadas misteriosamente á cualquier apolillado legajo del ministerio de la Guerra.
Ante la creencia popular, hay que declarar vencidos á los más grandes filósofos y á los hombres políticos más ilustres de la República; unos y otros han buscado la salud de Francia en el fortalecimiento de las energías morales en la educación de la voluntad, en el acrecentamiento del trabajo y de la riqueza... Hoy tribunos y filósofos resultan chasqueados; la seguridad de Francia pende de cualquier sorpresa pueril.
Contra semejante apreciación de la realidad y contra tan pobre filosofía, revuélvese el autor de Nana, el jefe de la famosa escuela naturalista que por una paradoja de las circunstancias y por uno de los infinitos contrasentidos de la vida, apéase del Rucio en que se le supusiera cabalgando como nuestro Sancho, y aparece de pronto caballero sobre Rocinante, proclamando el reinado de la justicia absoluta, es decir, el ideal sobre la tierra, es decir, aquello que el naturalismo no ha podido encerrar en su seca fórmula, ni nunca será fácil de clasificar.
El suplicio de Zola tiene los caracteres de los suplicios clásicos.
Eternamente los pueblos aclaman la libertad de Barrabás y la condenación de Cristo. La conciencia de la multitud, como toda cosa colectiva, es inflexible, es de una pieza, no es fácil á los movimientos sueves: carece de articulaciones. ¿Odia? en vano se le hablará de amor. ¿Ama? sería inútil quererla detener en sus impulsos de entusiasmo. Así oscila en la historia, siendo unas veces ambiente de las tiranías y otras veces aura de los libertadores.
La conciencia individual procede por motivos diversos: determínase con acción reflexiva y propia. Es el caso de Zola. Este, en Dreyfus, no ve más que un problema de justifica humana. Estudia su proceso, y encuentra que su delator es un aventurero y un mercenario argelino; advierte la contradicción de los peritos: mientras unos declaran que la letra de los documentos secuestrados es la de Dreyfrus, otros aseguran que pertenece al titulado conde de Estherazy.
Con su perspicacia y su psicología de novelista experimenta, pone Zola á ambos tipos uno en frente del otro: Dreyfus, perteneciente á uno de los cuerpos militares más prestigiosos de Francia, con cien mil francos de renta, bien hallado y bien establecido en la vida social, recién unido en matrimonio á la mujer á quien amara, por qué y cómo había de entregar juventud, honor, amor, posición respetable, su amplio lugar en lo que se ha llamado el «banquete de la vida», á las contingencias y á los remordimientos de una negociación criminal y oscura? Esterhazy es, en cambio, el hombre de aventuras arrancado á las páginas de un folletín: soldado de la legión extranjera en Argelia, conde húngaro, comandante de Sphais, bolsista de ocasión, hombre alegre en París y frecuentador del demi-monde, incorporado á la policía del ministerio de la Guerra y con sentimientos de sangrienta hostilidad hacia Francia y á los franceses (como han demostrado sus cartas á una de sus queridas), ¿qué garantía puede ofrecer por virtud de la cua se convierta en su inocencia en el cargo supremo contra Dreyfus.
En este análisis verdaderamente experimental, ha encontrado Zola la fuerza decisiva que ha puesto en pie su protesta, pero aun no siendo ese el argumento decisivo, aún aparecerá Zola con su propia grandeza, lanzando palabras de paz y de misericordia sobre el negro oleaje moral de eso que ha dado en llamarse el antisemitismo.
Francia que ha tenido la pretensión de escribir las tablas de la ley de una nueva edad y de un hombre nuevo, resucita á nuestro Torquemada, sustituyendo la hoguera por estigmas de deshonor. El pueblo que ha servido de intermediario con su lengua universal á la filosofía de Espinosa, al socialismo de Lassalle y al lirismo de Heine; que ha honrado á los genios de la Sinagoga, incorporando su cultura á la nuestra cristiana y europea, arrójase contra el judaismo, á violencias que ni siquiera tienen la excusa de una oposición de doctrina, de religión y de costumbre. ¿Quién ha de creer que la campaña antisemítica llevada de frente por Rochefor y Drumond tenga nada que ver con Cristo?
Por eso la actitud de Zola muéstrase con tan eleada hermosura; en ella resplandecen la justicia de nuestro tiempo, y la suprema piedad de Aquel que murió mezclando las palabras sublimes de su perdón á la hiel y al vinagre de los fariseos.