Soledad Segunda
Éntrase el mar por un arroyo breve Que a recibillo con sediento paso De su roca natal se precipita, Y mucha sal no sólo en poco vaso, Mas en su ruina bebe, Y a su fin, cristalina mariposa —No alada, sino undosa—, En el farol de Tetis solicita. Muros desmantelando, pues, de arena, Centauro ya espumoso el océano —Medio mar, medio ría— Dos veces huella la campaña al día, Escalar pretendiendo el monte en vano, De quien es dulce vena El tarde ya torrente Arrepentido, y aun retrocedente. Eral lozano así novillo tierno, De bien nacido cuerno Mal lunada la frente, Retrógrado cedió en desigual lucha A duro toro, aun contra el viento armado: No, pues, de otra manera A la violencia mucha Del padre de las aguas, coronado De blancas ovas y de espuma verde, Resiste obedeciendo, y tierra pierde. En la incierta ribera —Guarnición desigual a tanto espejo—, Descubrió la alba a nuestro peregrino Con todo el villanaje ultramarino, Que a la fiesta nupcial, de verde tejo Toldado, ya capaz tradujo pino. Los escollos el sol rayaba, cuando Con remos gemidores, Dos pobres, se aparecen, pescadores, Nudos al mar, de cáñamo, fiando. Ruiseñor en los bosques no más blando, El verde robre que es barquillo ahora, Saludar vio la Aurora, Que al uno en dulces quejas —y no pocas— Ondas endurecer, liquidar rocas. Señas mudas la dulce voz doliente Permitió solamente A la turba, que dar quisiera voces A la que de un ancón segunda haya —Cristal pisando azul con pies veloces— Salió improvisa, de una y de otra playa Vínculo desatado, inestable puente. La prora diligente No sólo dirigió a la opuesta orilla, Mas redujo la música barquilla, Que en dos cuernos del mar caló no breves Sus plomos graves y sus corchos leves. Los senos ocupó del mayor leño La marítima tropa, Usando al entrar todos Cuantos les enseñó corteses modos En la lengua del agua ruda escuela, Con nuestro forastero, que la popa Del canoro escogió bajel pequeño. Aquél, las ondas escarchando, vuela; Éste, con perezoso movimiento, El mar encuentra, cuya espuma cana Su parda aguda prora Resplandeciente cuello Hace de augusta Colla peruana A quien hilos el Sur tributó ciento De perlas cada hora. Lágrimas no enjugó más de la aurora Sobre vïolas negras la mañana, Que arrolló su espolón con pompa vana Caduco aljófar, pero aljófar bello. Dando el huésped licencia para ello, Recurren no a las redes que, mayores, Mucho océano y pocas aguas prenden, Sino a las que ambiciosas menos penden, Laberinto nudoso de marino. Dédalo, si de leño no, de lino, Fábrica escrupulosa, y aunque incierta, Siempre murada, pero siempre abierta. Liberalmente de los pescadores Al deseo el estero corresponde, Sin valelle al lascivo ostión el justo Arnés de hueso, donde Lisonja breve al gusto —Mas incentiva— esconde: Contagio original quizá de aquella Que, siempre hija bella De los cristales, una Venera fue su cuna. Mallas visten de cáñamo al lenguado, Mientras, en su piel lúbrica fiado, El congrio, que viscosamente liso Las telas burlar quiso, Tejido en ellas se quedó burlado. Las redes califica menos gruesas, Sin romper hilo alguno, Pompa el salmón de las reales mesas, Cuando no de los campos de Neptuno, Y el travieso robalo, Guloso, de los cónsules, regalo. Éstos y muchos más, unos desnudos, Otros de escamas fáciles armados, Dio la ría pescados, Que, nadando en un piélago de nudos, No agravan poco el negligente robre, Espacïosamente dirigido Al bienaventurado albergue pobre, Que, de carrizos frágiles tejido, Si fabricado no de gruesas cañas, Bóvedas lo coronan de espadañas. El peregrino, pues, haciendo en tanto Instrumento el bajel, cuerdas los remos, Al céfiro encomienda los extremos Deste métrico llanto: «Si de aire articulado No son dolientes lágrimas suaves Estas mis quejas graves, Voces de sangre, y sangre son del alma. Fíelas de tu calma ¡Oh mar! quien otra vez las ha fiado De su fortuna aun más que de su hado. »¡Oh mar, oh tú, supremo Moderador piadoso de mis daños! Tuyos serán mis años, En tabla redimidos poco fuerte De la bebida muerte, Que ser quiso, en aquel peligro extremo, Ella el forzado y su guadaña el remo. »Regiones pise ajenas, O clima propio, planta mía perdida, Tuya será mi vida, Si vida me ha dejado que sea tuya Quien me fuerza a que huya De su prisión, dejando mis cadenas Rastro en tus ondas más que en tus arenas. »Audaz mi pensamiento El cénit escaló, plumas vestido Cuyo vuelo atrevido —Si no ha dado su nombre a tus espumas— De sus vestidas plumas Conservarán el desvanecimiento Los anales diáfanos del viento »Esta, pues, culpa mía El timón alternar menos seguro Y el báculo más duro Un lustro ha hecho a mi dudosa mano, Solicitando en vano Las alas sepultar de mi osadía Donde el Sol nace o donde muere el día. »Muera, enemiga amada, Muera mi culpa, y tu desdén le guarde, Arrepentido tarde, Suspiro que mi muerte haga leda, Cuando no le suceda, O por breve o por tibia o por cansada, Lágrima antes enjuta que llorada. »Naufragio ya segundo, O filos pongan de homicida hierro Fin duro a mi destierro; Tan generosa fe, no fácil onda, No poca tierra esconda: Urna suya el océano profundo, Y obeliscos los montes sean del mundo. »Túmulo tanto debe Agradecido Amor a mi pie errante; Líquido, pues, diamante Calle mis huesos, y elevada cima Selle sí, mas no oprima, Esta que le fiaré ceniza breve, Si hay ondas mudas y si hay tierra leve». No es sordo el mar: la erudición engaña. Bien que tal vez sañudo No oya al piloto, o le responda fiero, Sereno disimula más orejas Que sembró dulces quejas —Canoro labrador— el forastero En su undosa campaña. Espongïoso, pues, se bebió y mudo El lagrimoso reconocimiento, De cuyos dulces números no poca Concentuosa suma En los dos giros de invisible pluma Que fingen sus dos alas hurtó el viento; Eco —vestida una cavada roca— Solicitó curiosa y guardó avara La más dulce —si no la menos clara— Sílaba, siendo en tanto La vista de las chozas fin del canto. Yace en el mar, si no continuada Isla, mal de la tierra dividida, Cuya forma tortuga es perezosa: Díganlo cuantos siglos ha que nada Sin besar de la playa espacïosa La arena, de las ondas repetida. A pesar, pues, del agua que la oculta, Concha, si mucha no, capaz ostenta De albergues, donde la humildad contenta Mora, y Pomona se venera culta. Dos son las chozas, pobre su artificio Más aún que caduca su materia: De los mancebos dos, la mayor, cuna; De las redes la otra y su ejercicio, Competente oficina. Lo que agradable más se determina Del breve islote, ocupa su fortuna, Los extremos de fausto y de miseria Moderando. En la plancha los recibe El padre de los dos, émulo cano Del sagrado Nereo, no ya tanto Porque a la par de los escollos vive, Porque en el mar preside comarcano Al ejercicio piscatorio, cuanto Por seis hijas, por seis deidades bellas, Del cielo espumas y del mar estrellas. Acogió al huésped con urbano estilo, Y a su voz, que los juncos obedecen, Tres hijas suyas cándidas le ofrecen, Que engaños construyendo están de hilo. El huerto le da esotras, a quien debe Si púrpura la rosa, el lilio nieve, De jardín culto así en fingida gruta, Salteó al labrador pluvia improvisa De cristales inciertos, a la seña, O a la que torció, llave, el fontanero: Urna de Acuario, la imitada peña Le embiste incauto, y si con pie grosero Para la fuga apela, nubes pisa, Burlándolo aun la parte más enjuta. La vista saltearon poco menos Del huésped admirado Las no líquidas perlas que, al momento, A los corteses juncos —por que el viento Nudos les halle un día, bien que ajenos— El cáñamo remiten, anudado. Y de Vertumno al término labrado El breve hierro, cuyo corvo diente Las plantas le mordía cultamente. Ponderador saluda afectuoso Del esplendor que admira el extranjero Al Sol, en seis luceros dividido; Y —honestamente al fin correspondido Del coro vergonzoso— Al viejo sigue, que prudente ordena Los términos confunda de la cena La comida prolija de pescados, Raros muchos, y todos no comprados, Impidiéndole el día al forastero, Con dilaciones sordas le divierte Entre unos verdes carrizales, donde Armonïoso número se esconde De blancos cisnes, de la misma suerte Que gallinas domésticas al grano, A la voz concurrientes del anciano. En la más seca, en la más limpia anea Vivificando están muchos sus huevos, Y mientras dulce aquél su muerte anuncia Entre la verde juncia, Sus pollos éste al mar conduce nuevos, De Espío y de Nerea —Cuando más oscurecen las espumas— Nevada invidia, sus nevadas plumas.
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