- XLV -

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Y Dios no se la salvó.

La enfermedad, el agente misterioso, el adversario implacable siguió avanzando terreno, la infección secundaria invadiendo el organismo de la desdichada criatura, pudriéndola en vida el virus ponzoñoso de la difteria.

Y todo fue en vano; los recursos, los remedios, los paliativos supremos de la ciencia, el ardiente empeño del médico, el amoroso anhelo del padre, el fervor religioso de la tía, todo el arsenal humano, todo fue a estrellarse contra el escollo de lo desconocido, de lo imposible... tres días después de haber caído enferma, Andrea dejó de sufrir.

Como si se hubiesen secado en Andrés las fuentes del sentimiento, como si el dolor lo hubiese vuelto de piedra, ni una lágrima lloraron sus ojos, ni una queja salió de sus labios, ni una contracción arrugó su frente; impasible y mudo la vio morir, la veía muerta.

El médico, compadecido, hizo por llevárselo de allí.

Se rehusó secamente. Quiso que lo dejaran solo, lo pidió, lo exigió y junto al lecho de su Andrea, que la tía Pepa bañada en llanto había sembrado de flores, se dejó quedar sobre una silla, inmóvil, abrumado, anonadado...

De noche y tarde ya, abandonó su asiento.

Con el frío y sereno aplomo que comunican las grandes, las supremas resoluciones, había dado algunos pasos en dirección al otro extremo de la pieza, cuando un brusco resplandor penetró por la ventana, rojo, siniestro, contrastando extrañamente con la luz blanca de la luna.

Se detuvo Andrés y miró: el galpón de la lana estaba ardiendo. Anchas bocas de fuego reventaban por el techo, por las puertas; las llamas, serpenteando, lamían el exterior de los muros como azotados de intento con un líquido inflamable.

Poco a poco el edificio entero se abrasaba, era una enorme hoguera, y a su luz, allá, detrás del monte, por las abras de los caminos, habría podido alcanzarse a distinguir un bulto, como la sombra de un hombre que se venga y huye.

Andrés, él, nada vio, ni un músculo de su rostro se contrajo en presencia de aquella escena de ruina y destrucción.

Imperturbable, siguió andando, llegó hasta descolgar de la pared un cuchillo de caza, un objeto precioso, una obra de arte que, junto con otras armas antiguas, tenía allí, en una panoplia.

Volvió, se sentó, se desprendió la ropa, se alzó la falda de la camisa, y tranquilamente, reflexivamente, sin fluctuar, sin pestañear, se abrió la barriga en cruz, de abajo arriba y de un lado a otro, toda...

Pero los segundos, los minutos se sucedían y la muerte así mismo no llegaba. Parecía mirar con asco esa otra presa, harta, satisfecha de su presa.

Entonces, con rabia, arrojando el arma:

-Vida perra, puta... -rugió Andrés-, ¡yo te he de arrancar de cuajo!...

Y recogiéndose las tripas y envolviéndoselas en torno de las manos, violentamente, como quien rompe una piola, pegó un tirón.

Un chorro de sangre y de excrementos saltó, le ensució la cara, la ropa, fue a salpicar sobre la cama el cadáver de su hija, mientras él, boqueando, rodaba por el suelo...

El tumulto, abajo, se dejaba oír, los gritos de la peonada por apagar el incendio.

La negra espiral de humo, llevada por la brisa, se desplegaba en el cielo como un inmenso crespón.