- XLIII -

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Fue en la mañana siguiente, después de una noche cruel de sufrimientos y en presencia de los progresos cada vez mayores de la enfermedad, que el médico se resolvió a operar a Andrea.

La fiebre, sin embargo, había cedido; sucediéndose a intervalos más distantes cada vez, habían cesado los accesos de la tos.

No era ya, al respirar, el silbido largo y ronco que se dejaba oír, así a la entrada, como a la salida del aire, y si bien en el movimiento inspiratorio un ligero ruido persistía, la espiración se hacía en silencio. En la nueva faz que revestía la enfermedad, la niñita parecía descansar profundamente dormida.

Pero esos síntomas, halagadores para el padre, lejos de tranquilizar al médico, fueron a sus ojos el triste pronóstico de un fin cercano; esa calma, esa quietud, la postración, la modorra que precede en ciertos casos a la muerte.

Y cuando, poco después, vio que la enferma con dificultad era arrancada a la especie de letargo en que yacía, que una insensibilidad completa se operaba en determinadas partes de su cuerpo y que, abultadas y duras las venas del pescuezo, una rojez lívida coloreaba su rostro, como si la presión del aire le faltara, como si el vacío se operara en torno suyo, sin perder un minuto, llamó al padre:

-Es de todo punto necesario, indispensable, señor -le dijo-, que su hijita sufra una operación. La única salvación posible para ella depende del éxito de este recurso extremo. Vd. es hombre, pero vd. es padre... vaya, retírese y mándeme a alguien que me ayude, será mejor, creámelo... por vd., por mí mismo se lo aconsejo, se lo pido.

-¡Dejarla a mi hija, yo! No doctor, no me pida eso, no puedo, ¡es imposible! -repuso Andrés sacudiendo tristemente la cabeza, mientras en las frías inflexiones de su voz, una voluntad inquebrantable, una estoica resolución se descubría:

-Esté tranquilo, por lo demás... no me ha de faltar valor -agregó- vd. lo ha dicho: soy hombre...

Comprendiendo el médico que habría sido vano empeñarse en disuadirlo, pero temiendo, no obstante la entereza de que se mostraba animado, que en aquella dura prueba flaqueara su corazón de padre:

-Convendría que viniese otra persona más, que hiciese vd. llamar a su encargado. Con las señoras no debe uno contar en estos casos.