- XXXIX -

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Repentinamente, horas después, sintió que golpeaban a su puerta; se despertó en sobresalto:

-¡Andrés, Andrés!

-Qué... entre, señora... ¿qué hay?

La tía Pepa acababa de abrir.

Pálida, turbada, demudado el semblante, se había acercado con una luz en la mano:

-No sé lo que tiene la chiquita, Andrés...

-¿La chiquita... cómo... qué dice... explíquese, hable señora... qué hay?

-Se ha puesto ronca de pronto, muy ronca... yo no se lo que será...

De un salto, sin dejarla continuar, se tiró Andrés de la cama, arrebató la luz de manos de la señora y fuera de sí, aturdido, enajenado, sin comprender, sin discernir otra cosa sino que su hija estaba enferma, subió de a cuatro los escalones.

La encontró en la cama, sentadita, llorando.

Respiraba difícil, fatigosamente, como si el aire pasara al través de un velo por su garganta. La atacaban accesos bruscos de tos, de una tos dura y seca que parecía desgarrarle el pecho.

-¡Qué es eso, mi hijita! -exclamó Andrés precipitándose sobre ella-, díme dónde te duele ¿dónde tienes nana?

-¡Nana!...

-Pero, ¿dónde es la nana, mi hija, díme dónde? -insistía arrodillado delante de la cama, palpando nerviosamente la cabeza, la frente, las manos de la niñita.

-Nana, nana -repetía ésta con voz alterada y ronca, percibiéndose apenas sus palabras.

Como si una espantosa visión hiriera sus sentidos, como si hubiese visto escrita en aquel instante la sentencia de muerte de su hija, un grito desgarrador salió de boca del padre.

Era crup aquello, sí, era el crup lo que la niñita tenía...

¡Qué otra cosa significaba esa ronquera, esa tos, ese embarazo de la respiración, todo ese cuadro de síntomas declarándose así, traidoramente en medio de la noche!...

-Vaya tía, vaya corriendo, despierte al mayordomo, dígale que se levante, que lo necesito, que venga ahora... ya, ya... -exclamó Andrés empujando a la señora hacia la puerta.

Él mismo corrió a su cuarto, registró los bolsillos de su pantalón que había dejado sobre una silla al desnudarse, sacó sus llaves, abrió la alacena del botiquín, revolvió un momento con mano incierta y trémula los frascos, los cajones, hasta dar al fin con unos envoltorios de papel que sacó y llevó consigo.

Sí, era eso lo que le habían dicho, lo que mandaban los médicos... un vomitivo, un vomitivo de hemético... darlo inmediatamente, sin perder un solo instante...

-Tome mi hijita, beba lo que le da Papá -dijo con palabra suplicante, acercando el medicamento a la boca de la niñita, así que lo hubo preparado en una copa.

-No, no quiero...

-Es muy rico, mi hija... es papa...

-No, no, caca -hizo ella después de haber humedecido sus labios en el líquido-, caca... pu..., no quiero -repetía retorciéndose deshecha en llanto, con la voz más apagada cada vez, multiplicando sus esfuerzos en aspirar el aire que le faltaba.

Sin esperar más, el padre la acostó de espaldas; resueltamente la agarró de los dos brazos y manteniéndola así con una mano, inmóvil, a pesar de la viva resistencia que oponía, la obligó con la otra a tragar el vomitivo, derramándoselo por fuerza en la boca.

La tía Pepa, de vuelta ya, entró seguida del mayordomo:

-Haga atar -dijo a este Andrés-, vaya vd. mismo al pueblito y traiga un médico. Lleve si es necesario a toda su gente, mate la caballada, pero no me salga diciendo después que se ha perdido... Quiero que corra, que vuele, que vaya y vuelva a rajacincha... Oiga -agregó llamando al otro que había salido ya a cumplir la orden-, adelante un chasque para ganar tiempo, diga al médico que mi hija se me muere, que creo que es crup lo que tiene, que cobre lo que quiera por su viaje, pero que venga... que venga inmediatamente... ¡que se lo pido por Dios!