- XXXII -

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El sol de la mañana siguiente, alto ya, al entrar por la ventana, dando de lleno sobre la cara de Andrés, lo despertó.

Sobresaltado, incorporándose, volvió éste una vaga mirada en torno suyo.

¿Dónde estaba, qué hacía allí, cómo se encontraba entre aquellas cuatro paredes que contemplaba sorprendido, cuyo interior desconocía en el vivo golpe de luz que lastimaba sus ojos?

Oprimiéndose la sien con las dos manos, trató de recordar, de coordinar sus pensamientos, de penetrar en un esfuerzo, en una brusca tensión intelectual, aquel enigma.

Pero un ruido extraño llegó hasta él; desapacible, displicente, semejante al rechino lejano de un eje de carreta.

De pronto, comprendiendo, recobrando como por encanto una entera conciencia de la realidad, saltó de la cama, abrió la puerta, bajó corriendo la escalera y penetró en el comedor donde una mujer vieja, amulatada, vestida de trapos chillones de zaraza, caminaba de un lado a otro sacudiendo un envoltorio entre sus brazos:

-Aquí tiene a su nena, señor -exclamó al ver entrar a Andrés y adelantándose a él y cuadrándosele por delante-: ¿qué le parece -agregó con gesto alegre y complacido, mientras le ponía bajo los ojos a la débil criatura-, es alhaja o no la mocita?

¡Eso era su hija, aquel paquete informe de carne hinchada, amoratada, la abertura que miraba allí, en el medio, redonda, húmeda, encarnada como la boca de una llaga, era una boca, unos ojos aquellas dos placas turbias, opacas, incoloras, sin expresión ni vida, una voz, un llanto humano, aquel maullido!...

Con la expresión en el semblante, mezcla de asombro, de tristeza y confusión, de quien de pronto sufre un hondo desencanto, Andrés contempló a su hija.

Hubo una lucha en él. Una curiosidad viva, irresistible, una invencible atracción lo fascinaba, lo empujaba a mirar a pesar suyo, sin poder dejar de hacerlo, a tener clavados sus dos ojos sobre aquel cuerpo de recién nacida, raquítico y miserable, mientras, instintiva mente, una secreta repugnancia, un sentimiento de inconfesa repulsión lo retraía.

Vencido al fin, subyugado por la fuerza de la sangre, acercó su rostro al de la niñita y, lloroso, enternecido, dándole un largo beso en la frente, «¡mi hija, mi hijita!...» murmuró con un mundo de caricias en la voz. «Venga, señora, suba conmigo», dijo después a la partera, pasándose el pañuelo por los ojos.

Quiso desde luego instalar a su hijita, darle su propio cuarto, su cama, rodearla de todo el bienestar de que él gozaba, con un apuro, con una instancia aprensiva y solícita de padre inquieto ya por la salud de sus hijos, temeroso de algún mal, de alguna enfermedad, de algún peligro, de uno de esos mil diversos accidentes que amenazan de continuo la vida de los niños.

Él mismo encendió la chimenea, ¡pobrecita! el frío podía haberle hecho daño..., abrió los armarios, puso a disposición de la partera toda la ropa.

¿Qué otra cosa era menester, qué más se necesitaba?

En su completa inexperiencia de hombre, de hombre soltero y libre, desligado de todo vínculo de familia, ofuscado se azoraba, no sabía, nada se le ocurría.

¿Qué entendía de muchachos él? jamás se había preocupado de esas historias...

Y le entraba un afán, una aflicción, y sentía un sordo despecho contra él mismo, como si hubiese sido un delito su ignorancia.

Pero, muerta Donata, pensó, era indispensable un ama, tratar de encontrarla por allí, en último caso, mandarla traer de Buenos Aires.

¿Cómo aquella infeliz vivía sin madre?

Se lo dijo a la partera:

-No se aflija, señor, pierda cuidao que no se ha de morir de la nesesidad -repuso ésta.

-Ya voy viendo -agregó familiarmente, con un aire de majestuosa suficiencia-, que no es muy prático usté... Si estos angelitos, patrón, de risién nasidos, son como los chingolos, con una nada se mantienen... ¡Cuándo nunca es bueno, tampoco, en los prinsipios, darles otra cosa que agüita tibia, hasta que se limpée bien la máquina! Y a chupón no más lo voy criando dende que fayesió la finada, ¡ánima bendita, Dios la haiga perdonao!

Había acostado a la chiquita sobre el sofá; se ocupaba en acomodar el cuarto, mudó las sábanas, echó mano de un alto de servilletas para pañales y, mientras atareada iba y venía, con esa locuacidad criolla, peculiar a las comadres de campo, seguía hablando:

-Acordaron tarde en yamarme. Ño Regino no más tuvo la culpa; estaba como abombao el hombre... Conforme me costié en la noche de mi casa, ya vide que íbamos a andar mal. La criatura venía muy enteramente de morosa. Ahí mesmo sebé un mate de mansaniya, le di una frotasión de asaite por el empaine a la enferma y un sahumerio de asúcar ardida en los bajos. Pero, de ande, ¡ni por esas!... los pujos eran al ñudo, la finada, que en pas descanse, crujiendo como arpa vieja, pedía a gritos, por la virgen, que le sacaran aqueyo. Maliseando que estuviese la chica atravesada, porque a mi señor naides me va a enseñar lo que son estos trajines -¡no ve que he lidiao tantísimo en mi vida!...- le acomodé a la paciente un poncho cruzao por las caderas y comensé a sacudirla juerte, boca arriba en la cama. ¡Dejuro, eso había sido no más! A los tirones, se enderesó el angelito y ya asomó la moyera y ya se refaló y ya lo resebí también y le cabecié el ombligo...

El llanto de la muchachita, un lamento desesperado y continuo, algo como el balido afanoso de los corderos guachos, interrumpió a ña Felipa en su relato:

-Venga mi sol, no yore -dijo ésta acercándose al sofá y alzándola.

Sobre sus dos manos abiertas la acostó de boca, empezó a hamacarla, a subirla y a bajarla con el movimiento de quien tantea el peso de una cosa, sin por eso conseguir que la criatura se aquietara:

-¿Qué tendrá? -interrogó Andrés alarmado, siguiendo con afán las manipulaciones de la curandera-. ¿Estará enferma, le parece?

-¡Qué enferma va estar! Es flato. Vea, patrón, me ha de haser trair unas hojitas de hinojo, de ahí de la quinta no más; un poco de leche y un calentador.

Así que tuvo todo a mano y que hubo preparado la bebida, tomó un frasco vacío de agua florida y la echó en él.

Ávidamente la niñita, entonces, adhirió sus labios al rollo de trapo que, en la forma de un pezón de mujer, cerraba la boca del frasco y, pocos momentos después, calmado su apetito, con la inconsciencia de las flores cuando hartas de luz cierran su cáliz al declinar el sol, un sueño profundo la embargaba:

-Pues, como le iba disiendo, señor -prosiguió ña Felipa reanudando el hilo de su narración-, aparesía que con el favor de Dios y la Virgen íbamos a salir de transes al fin. Pero lo que acontesió jue que la finada, de puro inorante la pobre, dende que no estaba güena toavía, se apió descalsa una ocasión, con licencia de vd., para dir a haser del cuerpo una deligensia y como que era consiguiente, ahí mesmo la agarró un pasmo. En balde fue que los dos con ño Regino la acostásemos a ver de que sudara en la cama, en balde unos untos de asaite caliente que le dimos, y hasta la mesma reis del quiebrarao, que no hay como eso patrón pa las alsaduras de sangre. Todo, todito jue en balde; Dios no quiso que viviera y fenesió a los tres días.

-¿Por qué no llamaron médico? No está tan lejos el pueblo, bien podía haberlo hecho ño Regino, en lugar de dejar morir a su hija como un perro...

-¡Médico, dise, y pa qué, cuándo estábamos por remediar nada con que se ayegara un dotor! -exclamó entonces ña Felipa, sensiblemente lastimada en su amor propio por la pregunta de Andrés.

Y, como hablando sola:

-Güenos alarifes son los médicos; pa saquiarlo al pobre y mandarlo más antes a la sepoltura es pa lo que sirven, ¡masones, condenaos!

Y en manos de aquella bestia estaba su hija, y él, el padre, lo toleraría, se conformaría a dejarla así, expuesta a que, lejos de todo centro de recurso y entregada a los cuidados de una vieja ignorante y bruta, ¡el día menos pensado se la llevara Dios!

Era necesario impedirlo a todo trance, sacar de allí a la chiquilina...

Se la llevaría, se volvería con ella a Buenos Aires, donde había médicos siquiera, y donde fácil le sería encontrar quien se encargara de cuidarla.

De pronto, recordó Andrés a la tía Pepa, una parienta suya, una hermana de la madre, que había manifestado siempre tener por él el más profundo cariño; ese cariño de la mujer vieja y soltera que no pudiendo derramarse sobre la cabeza del hijo, cae de rechazo en los sobrinos.