Sin rumbo: 11
- XI -
editarEra de noche aún.
Una de esas noches de Abril diáfanas y serenas, en que el cielo alumbra acribillado de estrellas como si el globo de la luna, hecho pedazos, se hubiese desparramado por las tinieblas.
De vez en cuando, se oía el ruido de las tropillas, el cencerro de las yeguas maneadas junto al corral.
Atados al palenque, los caballos ensillados relinchaban.
Los peones, en la cocina, alrededor del fogón, tomaban mate, en cuclillas unos, otros cruzados de piernas, los demás sentados sobre un tronco de sauce, sobre una cabeza de vaca.
Hablaban de sus cosas, de sus prendas, de sus caballos perdidos cuyas marcas pintaban en el suelo con la punta del cuchillo, de alguien que andaba a monte «juyendo» de la justicia por haberse desgraciado, bastante bebido el pobre, matando a otro en una jugada grande.
No faltaba alguno entre ellos, medio morado para el rumbo en una noche escura o muy enteramente hacienda para un pial de volcado o para abrir las piernas en toda la furia, que costeara la risa y la diversión de los otros.
Ya iba siendo hora; se alcanzaba a ver el lucero.
Y la conversación recayó sobre los trabajos de ese día: la capa, la yerra.
A los díceres, algunos forasteros habían caído:
-Y vd. D. Contreras, ¿no es que andaba medio mal con el patrón?
-Qué le hemos de hacer al dolor, amigo, los hombres pobres necesitamos de los ricos.
Era el chino de la esquila; se había presentado a Andrés en la tarde del día anterior:
-Sé que está con miras de herrar patrón, y vengo a que me dé trabajo.
-No has de andar con buenas intenciones tú -se dijo aquel fijándolo con desconfianza; luego:
-Tengo completo el personal -secamente le contestó.
-El mayordomo -insistió el otro-, me había informado de que faltaba un peón de a caballo...
-Bueno, amigo, vaya y desensille; mañana trabajará -repuso Andrés, cambiando repentinamente de resolución, solo a la idea de que el chino pudiera llegar a figurarse que él le había tenido miedo.
Por una de las ventanas de la capilla, como, entre ellos, llamaban los peones de la estancia al pabellón de Andrés, acababa de verse luz.
Villalba, el mayordomo, llegó a la puerta de la cocina:
-Vaya, pues; ya está despierto el patrón, ¡a ver si suben a caballo y salen de una vez! -dijo dirigiéndose a los peones los que pocos minutos después se perdían en rumbos diferentes.
A medida que iba amaneciendo, se oía a la distancia los alaridos de la gente.
La hacienda, hilada, disparaba, semejante entre las sombras mal disipadas aún, a una bandada de enormes cuervos volando a ras del suelo.
El campo estremecido temblaba sordamente, como tronando lejos.
A eso de las seis, los animales paraban en el rodeo. Algunos caminaban, iban y venían; las madres mugían en busca de sus hijos; los extraviados de las mismas puntas se juntaban; los más pesados se habían echado.
Sobre la extensa faja multicolor que dibujaban, solía alzarse la maciza corpulencia de algún toro trabajando, mientras de trecho en trecho, los peones escalonados, inmóviles, parecían como los postes de un corral.
El señuelo, cincuenta colorados con un madrino negro de cencerro, pastaba a pocas cuadras.
-Puede ir principiando Villalba -mandó Andrés que en ese momento llegaba de galope.
El mayordomo a su voz, haciendo cordón seguido de la peonada, atropelló, bruscamente cortó una punta del rodeo y con la ayuda del señuelo, entre todos la arrearon al corral.
Cuatro hombres entraron a caballo y ocho a pie, cerrando estos la tranquera junto a la que varias marcas se enrojecían al calor de una enorme fogata de osamentas.
Pronto todo ya, se dio comienzo al trabajo.
Los cuatro de a caballo sacaban de entre la hacienda, recostada contra la palizada del corral, otros tantos terneros enlazados.
Los de a pie, echando berija, los pialaban y, cuando del cimbronazo no alcanzaban a darlos contra el suelo, prendidos de la cola los volteaban a tirones.
Una vez caídos y maneados, el mayordomo marcaba.
Al asentar el fierro, un humo negro y denso se desprendía, el cuero chirriaba, el animal bramaba de dolor.
A los más grandes un viejo los castraba; y había de ser viejo, sus años garantían la operación.
El calor, el encierro, los golpes que llevaban, la vecindad de los hombres, el tumulto, provocaban el enojo de algún toro o de alguna vaca vieja que, solos se cortaban del montón, agachaban la cabeza, olfateaban la tierra, la escarbaban, sacudían las astas y atropellaban bufando.
El corral se trasformaba entonces en una plaza; el trabajo se convertía en una lidia.
Al grito de «¡guarda!» los peones azorados daban vuelta, cuerpeaban al animal, corrían, gambeteaban. Muy apurados, ganaban los postes o se echaban de barriga, chuleándolo por fin en medio de una algazara salvaje, infernal, así que lograban salvar el bulto.
Un toro hosco, morrudo y bien armado, se mostraba, sobre todos, emperrado, recalcitrante.
Varias veces había hecho zafarrancho entre la gente:
-Pónganle el lazo a ese y métanle cuchillo en la berija a ver si se le quitan las cosquillas -ordenó Andrés caliente con el animal-. Para mejor -agregó dejándose caer al corral-, ¡es más criollo que un zapallo y más feo que un viento de cara!
No bien oyó la orden de Andrés, sin hacérselo decir dos veces, Contreras castigó, cerró las piernas, revoleó y enlazó al toro de las astas.
Este, furioso, se le fue encima, llegando a peinar de un bote la cola del caballo.
Luego, de revuelo, enderezó al grupo donde se encontraba Andrés, en ese instante de espaldas, hablando con Villalba.
Con toda intención el chino hizo pie echado sobre el pescuezo de su montura. El lazo, roto en el tirón, azotó el aire, pasó silbando como una bala:
-¡Guarda, patrón! -se apuraron todos a gritar cuando el toro, sobre Andrés, humillaba ya para envasarlo, pudiendo apenas éste trepar a los palos del corral, no sin antes tener partido el pantalón de una cornada:
-¿Por qué no le has dado lazo? Es esta la segunda vez que tratas de madrugarme, canalla... ¡no te mato de asco!... -exclamó Andrés trémulo de rabia.
Nada contestó el gaucho. Se le vieron solo blanquear los ojos en una mirada de soslayo, traidora y falsa como un puñal.