- VII -

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La plaza, un alfalfal cruzado por filas de paraísos entre los que, de trecho en trecho, grandes claros se veían como afrentas de la seca y las hormigas al rostro de la estética, ostentaba multitud de tiras de coco blanco y celeste flameando al tope de astas de tacuara.

En las pulperías los borrachos, los «mamaos», quemaban gruesas de cohetes.

Los muchachos, en ronda, agarrados de las manos, saltaban gritando.

Los caballos atados a los postes de las veredas, asustados, se sentaban, reventaban los cabestros y las riendas.

De vez en cuando, un carricoche pasaba sonando con un ruido de matraca. Lo envolvía una nube de polvo.

En el atrio, los hombres se reunían. El Juez de Paz, el Comandante, el médico, el boticario, el Comisario de Policía, el maestro de escuela, los dueños de las casas de negocio, municipales o personajes influyentes, los ases, en un grupo.

Un poco más allá, pisando un poco más abajo, el gremio de dependientes rodeando al empleado telegrafista.

En la calle, junto al cordón de la vereda, las últimas cartas de la baraja, el chiripá y la camiseta se cortaban solos.

Las mujeres, hechas un cuero de escuerzo enojado, de a dos, de a tres, iban entrando.

Todo en ellas juraba, blasfemeaba de verse junto, desde el terciopelo y la seda hasta el percal. Cajones enteros de pacotilla alemana, salidos de los registros de la calle de Rivadavia, habían hallado allí su debouché.

La campana, rajada, con voz de vieja llamaba a misa.

Adentro, el cura, un vizcaíno carlista cuadrado de cuerpo y de cabeza, hombre de pelo en pecho y de cuchillo en la liga, se disponía a oficiar pomposamente en el altar, objeto de la fiesta.

Concluida la ceremonia religiosa, la numerosa concurrencia fue invitada a reunirse en el salón municipal donde un refresco había sido preparado.

Los brindis no tardaron en dejarse oír, brindis de cerveza y de asti spumante disfrazado de champagne.

El Juez de Paz, Presidente de la Municipalidad, de pie, decorosamente tomó la palabra y dijo:

-«Señores:

»Designado por mis honorables colegas y a nombre de la corporación que presido, cábeme el honor, a mí, modesto y humilde obrero, de dirigiros la palabra en este memorable día que jamás se borrará de nuestros recuerdos.

»Con el corazón henchido de cristiano gozo, habéis asistido señores, como buenos católicos que sois, al grandioso espectáculo de la ceremonia en que nuestro digno prelado (el cura aquí presente), acaba de inaugurar solemnemente el magnífico altar que un ilustre patriota y venerable anciano (aquí presente también), en un acto de generoso desprendimiento, tuvo a bien donar a la Iglesia de este pueblo.

»Es, a no dudarlo señores, un gran paso el que hemos dado en el sentido del adelanto de la localidad.

»Pero me veo forzado a declararlo: él no basta.

»Tenemos altar, señores, es cierto pero yo pregunto, ¿qué ganamos con eso si carecemos de templo?

»El local que hoy sirve a ese importante objeto, indigno de la pompa y augusta majestad del culto de nuestros padres, reducido e incapaz, por otra parte, para contener a los innumerables fieles que en alas de la fe, se congregan fervorosos a encomendar sus almas a la divina Providencia del Creador, es de todo punto inadecuado a los fines a que se halla consagrado.

»Otra necesidad no menos sentida e imperiosa, señores, es la de una casa apropiada para escuela.

»Más de las tres cuartas partes de los niños del partido (sensible y doloroso me es decirlo), más de las tres cuartas partes de esos niños que hoy son una esperanza risueña de la patria y que mañana serán una hermosa realidad, viven sumidos en la ignorancia y la abyección que ella engendra, debido solo a la falta de un edificio espacioso y cómodo donde sus tiernos corazones (y es así señores, como las pequeñas causas producen los grandes efectos), donde sus tiernos corazones puedan concurrir a recibir la semilla fecunda de la educación común que, arrojada en tierra argentina, produce, señores, el árbol generoso de la libertad.

»Sí, señores, lo digo sin vueltas ni rodeos, con la franqueza brutal de un pecho republicano, la inercia nos mata, nos consume, es necesario que la iniciativa individual, esa iniciativa progresista y salvadora, se haga sentir de una vez si queremos llegar a ser grandes y a que se nos trate con respeto, si anhelamos realizar en nuestra esfera, el gran programa del self government (o gobierno de lo propio), merced al cual las naves de la orgullosa Albión surcan hoy con sus aceradas proas los mares de polo a polo.

»Que una comisión de vecinos se constituya (y desde ya me permito proponeros su nombramiento inmediato), se constituya digo, con la misión de recabar del superior gobierno su eficaz y salvador concurso en bien de esta apartada y lejana localidad.

»Ese concurso, señores, abrigo la convicción firme y profunda, no nos ha de ser rehusado.

»Abonan mis palabras las nobles prendas de carácter del Exmo. Señor Gobernador de la Provincia, de ese ciudadano ilustre y preclaro, exaltado a las altas regiones del poder por el potente soplo de las auras populares y que, con aplauso universal, rige hoy los destinos de esta benemérita provincia, inspirándose en las fuentes del más puro y acrisolado patriotismo, faro de eterna luz a cuya sombra marchan los pueblos por la senda del progreso y de la civilización, hacia su prosperidad y futuro engrandecimiento en los siglos venideros.

»He dicho».

Se oyó un torrente de aplausos desbordante, atronador; el orador fue calorosamente felicitado por sus colegas.

Luego, sin demora y por general asentimiento, se procedió a dar forma a la idea.

A título de ser Andrés, según se aseguró, condiscípulo y amigo del Gobernador, alguien propuso que fuera aclamado el nombre del primero en calidad de miembro de la diputación.

Pero aquí, como volcando un chorro de agua fría sobre aquel loco entusiasmo:

-¿Me van vds. a permitir señores, que les dé sencillamente un consejo? -dijo Andrés con un gesto de impaciencia disimulado apenas en la corrección y cultura de sus modales.

-Sí señor, hable, hable don Andrés.

-«Déjense de perder su tiempo en Iglesias y en escuelas; es plata tirada a la calle.

»Dios no es nadie; la ciencia un cáncer para el alma.

»Saber es sufrir, ignorar, comer, dormir y no pensar, la solución exacta del problema, la única dicha de vivir.

»En vez de estar pensando en hacer de cada muchacho un hombre, hagan un bestia... no pueden prestar a la humanidad mayor servicio».

Luego, como aligerado del peso de la carga de bilis que acababa de arrojar, impasible sacó el reloj.

-Las cuatro de la tarde y ocho leguas de camino por delante. Señores, ¡queden vds. con Dios!»

Y salió con todo aplomo, dejando visco de apampado a su auditorio.