Sin pasión
de Emilia Pardo Bazán

El defensor, el joven abogado Jacinto Fuentes, se encontraba desorientado. Si el mismo defendido le desbarataba los recursos empleados siempre con tanto provecho..., se acabó; no había manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedumbre.

-¿Qué trabajo le cuesta a usted decir la verdad? -preguntaba insistente al asesino, que, con la cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su tétrica celda en la Cárcel Modelo-. Confiese que se encontraba..., vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia...

-No, señor. ¡Ni por soñación! -exclamó sinceramente el criminal-. Pero... ¿qué iba yo a andar namorao de la pobre de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan denegría como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a todas horas? Lo digo como si me fuese a morir: en ese caso de arrimarme, primero me arrimo a un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.

El abogadito, de recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus años, relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y mozo también no mentía. Acostumbraba Fuentes explicárselo todo o casi todo por la atracción que ejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, y sus derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de zapatero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzo, por amores de la señá Remigia, mujer de este último y dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.

Sólo con la clave amorosa podía el defensor reconstruir el drama lógicamente. Vela era huésped de los esposos Rivas. Nada más infalible que la inclinación o el «lío» entre el huésped y el ama. El marido, bruto y vicioso, desloma a golpes a su mujer, acaso por celos. En la casa hay un hombre que lo presencia y que está prendado de la mártir. La pasión le exalta; el espectáculo le es intolerable, y un día, ante tratamientos más horribles, al ver que el marido enarbola una silla para descargársela a la mujer en la cabeza, se interpone, ve rojo, empalma la faca y la sepulta, una, dos, tres veces, en el cuerpo del verdugo. ¿Quién no hubiese hecho lo mismo? ¿Quién, ante el martirio de una mujer que se ama, no se arrojaría a matar, ciego, anulada la voluntad, suprimido el albedrío, impulsado irresistiblemente por la violencia de la pasión que todo lo arrolla? ¿Quién responde de sí mismo en tales ocasiones, ante tales conflictos del alma?

Por estos caminos contaba dirigir su brillante peroración forense el abogado, seguro -a poco que apretase por varios lados, especialmente en algunos periódicos donde disponía de amigos- de un triunfo más sobre los ya obtenidos en su carrera refulgente, que le llevaba hacia un bufete lucrativo. Y he aquí que toda la combinación se venía a tierra, y a la poesía del crimen pasional, ardiente, típico, sustituía la prosa de un vulgar asesinato.

-Entendámonos -murmuró, haciendo con la mano derecha la señal de esperar-. Usted no tenía nada con la Remigia; la Remigia... no le seducía a usted. Bueno. Y entonces, amigo Juan, ¿cómo me explica usted el hecho de autos? ¿Por qué montó usted al Negruzo? ¿Había mediado entre ustedes alguna cuestión?

-No, señor. Cuestión, ninguna. Al contrario; en el taller nos llevábamos perfectamente. Aquella mañana, la del día en que pasó el «disgusto», estuvimos echando unas copas en la taberna del Pelele, y me las pagó, por cierto, él.

-¿Estaban ustedes, o uno de ustedes, embriagados cuando ocurrió el hecho?

-Tampoco, tampoco. Yo nunca lo he tenío por costumbre, y el Negruzo, que la cogía a menudo, entonces no la cogió, porque total fueron dos copillas, y de mañana, y la cosa pasó al retirarnos.

-Siendo así, ¿cómo se comprende...?

-Fue de esas cosas..., vamos, de esas cosas que hace un hombre..., sin saber muchas veces ni por qué las hace. Verá usté... Yo tomé posada en ca el Negruzo porque él se empeñó, diciéndome que estaría muy bien y muy bien. Tocante al hospedaje, no tengo na que decir: su buen cocido, su buena cena, la cama aseá, y todo según corresponde. Pero a mí me llevaba el demonio viendo el trato que le daba aquel tío a su mujer delante de mí. Que la matase allá en su alcoba, malo será; pero nadie tié que meterse; para eso era su señora. En mi cara... era cosa de avergonzarme. Estar un hombre presenciando que a una mujer la hacen tajás, y dejarlo... vamos, que se le requema a uno la sangre. Yo en jamás le levanté la mano ni a mi madre ni a mis hermanas cuando vivía con ellas. Es mala vergüenza para un hombre el sacudir a las hembras, y más si son como la Remigia, que se cae de puro honrá.

Así se lo dije al Negruzo muchísimas veces, y si hubiese quedado con vida él no lo negaría, que por amonestao no quedó. ¿Sabe usted, don Jacinto, lo que me contestaba el fresco? Que la Remigia era tan fea, que le chocaba que la saliesen defensores. «¿Para qué se quieren las feas y las flacas esmirriás en el mundo?», era lo que decía. Y yo le replicaba: «Pues mira: cuando atices leña a la Remigia, procura que no esté yo elante, porque un día me atufo y hago una barbaridá»; y se reía, se reía a carcajadas: «Anda, que le ha salío un galán a la Remigia.» Y usted dirá -prosiguió el asesino- que siendo la Remigia tan buena, no se entiende por qué la pegaba su hombre... Pues ahí está lo que me sacó de mis casillas. Ver que no había motivo; pero ¿qué motivo?, ni como el que dice tanto así de la sombra de pretexto. Que si la sopa de fideos era un engrudo..., que si los garbanzos estaban duros..., que si los chicos lloraban..., que si faltaba un botón a la blusa... Todo mentira las más veces...; y un descuido lo tiene cualquiera, me se figura. En fin, que el día de la cosa..., de la desgracia..., porque en medio de todo, desgracia fue..., pues el Negruzo entró en su casa de mal talante, y sin reparar que estaba yo allí, y también el mayor de los niños, una criatura de ocho años, la tomó con la Remigia, y por primera providencia le pegó dos puñetazos en el pecho. Y como ella se echó a llorar, la dio una patá en una pierna que la tiró al suelo, y ya que la vio en el suelo, alzó una silla para darla Dios sabe dónde... Y entonces, un servidor...; na..., el demonio... Me lo hubiese comido, vamos; le di tantas, sin saber lo que estaba haciendo, que me contaron después que hasta le «secioné» una oreja y tres dedos de la mano... No, por avisado no fue; que se lo advertí veces. ¡Y no hubo más!... ¡Ah! Sí. El chico pequeño, cuando yo me harté de dar, vino a mirar a su padre, que ya no se movía, y me dijo muy calladito: «¡Bien hecho!»

El abogado, silencioso y ceñudo, reflexionaba:

-Se hará lo posible... Pero como no se trata de un crimen pasional, no me atrevo a que usted esté muy esperanzado... ¿Por qué no dice usted, cuando llegue el caso, que andaba usted prendado de la Remigia?

-Porque sólo con verla, señor, no lo creerán... Y tampoco es mu regular eso de calumniar a una mujer decente.

«Pues lo que es éste, de presidio no se escapa», pensó el defensor malhumorado, y resolviendo ya, en su interior, no «apretar» en aquel asunto borroso y deslucido.