​Siguiéndole​ de Emilia Pardo Bazán

No acostumbraba don Magín Dávalos practicar ninguna buena obra; y, hablando en plata, hacía lo menos treinta años que ni se le ocurría que las pudiese practicar. Solterón empedernido, pendiente del cultivo intensivo de su bienestar propio, encogíase de hombros cuando alguien se molestaba o sacrificaba por algo; y, en tono desdeñosamente benévolo, no dejaba de murmurar:

-¡Qué tonta es la humanidad!

En su interior, rodeábase de todas las comodidades que la civilización facilita a los pudientes, aunque no sean archimillonarios. Dávalos no lo era; pero su caudal le bastaba y sobraba para darse vida de rey, rey solitario sin familia y sin corte; rey holgazán y epicúreo, dedicado a discurrir todas las mañanas un nuevo goce egoísta y selecto, un copo más de algodón en rama, que aislase su cuerpo de los roces de la lucha y de la vida.

El cuidado nimio de la salud formaba parte de sus habituales preocupaciones, y aún puede decirse que, al avanzar la edad, iba sobreponiéndose a las restantes. Precauciones múltiples contra corrientes de aire, saltos de temperatura y ambientes viciados; estudios sobre alimentos nocivos o útiles; un régimen defensivo, prescrito por el médico de fama, daban a la existencia de don Magín un objeto: la autoconservación. Nada de lo que sucedía en el planeta le importaba dos cominos; lo único serio era la contingencia del catarro o de la pulmonía, la aparición medrosa de una de esas infecciones que el cierzo helado de noviembre trae en sus alas de escarcha. Y mientras se prevenía de burletes en ventanas y puertas de ricos tapabocas de seda blanca -Dávalos no renunciaba todavía a parecer agradable-, de pastillas para la tos y de sesiones de masaje para conservar la elasticidad de los miembros, he aquí que el leñador invisible que ataca al árbol por el pie hasta que lo tumba, descargó un golpecito sordo, mejor asestado, que produjo entalla; y el médico -consultado ante cada síntoma y cada fenómeno, de los más viles y vulgares de la fisiología y la patología- previno a su cliente:

-He observado esto, aquello, lo de más allá... No me gusta tal y cual manifestación. Hay que estar en guardia contra..., etc., etc. No tenga aprensión; no hay motivo «por ahora»; trátase sólo de un toque de atención...

¡Un toque de atención! Don Magín, cuando el doctor hubo salido, se miró al espejo y se encontró deshecho, ruinoso, desfigurado. ¿Era el miedo, o era «ya» el estrago de los consabidos esto, aquello, lo de más allá? ¿Por qué no darle su verdadero nombre? Era... ¡Horror! Era lo que siempre acecha, lo que siempre va pisando los talones al mozo como el viejo... La diferencia es que el mozo no lo ve, y aunque lo viese, acaso no lo temería... En la vejez es cuando no se quiere morir...

-Yo no he sido nunca cobarde -se argüía don Magín-. ¿A qué viene, entonces, tanto cavilar? Será peor; me causará más daño la cavilación que el achaque...

Para distraerse salió, hizo vida social; buscó -instintivamente- relaciones, calor de trato, ficciones de amistad; el aturdimiento de los cuidados e intereses ajenos, que divierten de los propios. En vez de pasearse solo en su magnífico landó eléctrico, solicitó a los conocidos, en algunos círculos que frecuentaba, para que le acompañasen... Prestose a ello el marqués de Marlota, vividor semiarruinado, hombre muy corriente, de sugestiva conversación, a quien le convenía tomar el aire gratis en coche ajeno. Asociados los dos egoísmos, se convirtieron en simpatía. Dávalos no hubiese paseado a gusto sin llevar a su lado al marqués, el cual adquirió sobre el ricacho gran ascendiente.

Regresaban una tarde, casi anochecido, de su vuelta por las Rondas, cuando les sonó en los oídos el tilín de una campanilla. Un grupo de gentes avanzaba a compás: mujeres de mantón, hombres de blusa. Se percibía el golpeo acompasado de las suelas del calzado basto sobre la tierra endurecida por la helada.

-¡El Viático! -exclamó el marqués, que era carlista, calavera con rasgos devotos-. No hay remedio sino bajarse.

-Paren -mandó Dávalos, que no se atrevió a disentir de aquella autorizada opinión.

A los dos minutos, el sacerdote ocupaba el asiento del fondo del carruaje, y el dueño y su amigo, a pie, iban detrás. Don Magín sentía algo extraño; al pronto, una incomodidad física, el leve cansancio del ejercicio; luego, una especie de interés, una emoción que no tenía causa racional. Acaso atavismos que despertaban; acaso el presentimiento de lo que va a sobrevenir cuando rompemos la costumbre, y, como por vidrio quebrado en aposento saturado de carbónico entra aire nuevo en nuestra existencia.

¡Había, sin embargo, tanto de previsto en el episodio! Escaleras mugrientas y desvencijadas, casa mal oliente, buhardilla estrecha...; la monótona decoración de la miseria, igual a sí misma.

Lo inesperado fue que, al acercarse el séquito a la puerta de la vivienda adonde llevaban el Señor, una arrogante mujer -la vecina caritativa que aparece infaliblemente en estos casos- saliese exclamando, con lágrimas en la voz varonil:

-Ya no hace falta el Señor, ni na... Esto s'arremató. Acaba de quedarse...

Todos se detuvieron. Un silencio de respeto, un murmullo de piedad...

-¿Y la niña? -preguntaron muchas voces.

-¿La niña...? ¿Qué sé yo, hijos? si yo no tuviese ya en casa aquellas seis bocazas abiertas... En fin; ahora, conmigo se viene la creatura; no va a quedarse ahí, al lao de la muerta...

Y, entrando en la alcoba, sacó de la mano a la chiquilla. Venía refregándose los puños por los ojos, inflamados de llorar. Tendría unos diez años; el pelo sombrío, greñoso, abundante, rebelde; la cara de un color moreno agitanado; las pupilas de un negror nocturno, que ahora encristalaba en llanto, temblante en las pestañas. Quizá fuese bonita después de fregada; de seguro era gentil, espigadilla, conmovedora, al repetir, zollipando:

-¡Ay, mi ma...! ¡Que-me-dejen-con-mi-ma!...

-Amigo Dávalos -indicó el marqués, que en medio de sus apuros se preciaba de rumboso, y revolvía ya un pápiro de cinco entre los dedos-, se impone la contribución. Usted puede más que yo; afloje sus ciento...

Don Magín no respondía. Miraba a la niña fijamente, alucinado por una idea. Allá, dentro de su conciencia, sentía formularse un reproche hondo:

«¿Por qué no tienes una así? ¿Por qué no has procurado tenerla..., tenerla, vamos, lo que se dice, con certeza de amor? ¿Por qué estás solo, cuando una infeliz, acaso una mendiga, pudo sentir en la agonía la despedida de unos labios? Magín, con tanta cuquería has sido un necio... Te espera muerte solitaria...»

El cura, entretanto, se acercaba y le daba las gracias, alabando la cristiana acción de no dejar a pie a Jesucristo.

-Vuélvase en el coche, señor cura -suplicó Dávalos-. Después me lo envía usted aquí...

-Las pesetas -insistió por lo bajo el marqués-. Me parece que a esta flamenca bondadosa podemos confiárselas...

Dávalos respiró fuerte. Aún titubeaba. Se alejaba el Señor lentamente, con la precaución que imponía al sacerdote la vetustez de la escalera, carcomida y sebosa de puro sucia. Un homigueo en las venas..., una especie de ola que subió del pulmón a la garganta...

-Señora, ¿no le parece a usted que soy yo quien debe llevarse a la niña? Conmigo nada le faltará. Será como si tuviese una hija, ¿no es eso? Vente, pequeña... Ahora volverá el coche... Te subirás a él conmigo...

El marqués sonreía. Le gustaban a él los arranques gallardos, románticos; los había tenido a centenares cuando derrochaba su hacienda; y todavía...

-¡Bien, bien, Dávalos! ¡Muy bonito! Nos llevamos a la chica... La recogemos...

Y en secreto, susurrante, advirtió alborozado:

-¡Ahora el billete tiene que ser de mil! Ya ve usted: entierro, medicinas..., y algo para la flamenca, que lo merece... Y usted va a tener una hija. ¡Ahí es nada!

El solterón callaba. No sabía si avergonzarse o preciarse del arranque repentino. No se lo explicaba satisfactoriamente.

¿Habrá algún sortilegio en «seguirlo»?