Sermón en la Instalación del Primer Congreso Nacional de Chile


Sermón en la Instalación del Primer Congreso Nacional

Esta augusta ceremonia, en que la alta representación del estado da principio a sus sesiones por la invocación del padre de las luces, es una manifestación solemne del íntimo convencimiento en que está la nación chilena de que su conducta en las actuales circunstancias, y que ha seguido desde la lamentable desgracia del Rey, es conforme a la doctrina de la religión católica y a la equidad natural, de que manan los eternos e inalienables derechos con que ennobleció a todos los pueblos del mundo el soberano autor de la naturaleza. Este es un homenaje que una nación noble, firme y circunspecta rinde a la justicia y amabilidad de la religión. Jamás esta hija luminosa de los cielos aprobó el despotismo ni bendijo las cadenas de la servidumbre. Jamás se declaró contra la libertad de las naciones, si no es que tomemos los abusos por principios. Elevada como un juez integérrimo e inflexible sobre los imperios y las repúblicas, miró con igual complacencia estas dos formas de gobierno. Colocada entre las supremas magistraturas y sus súbditos, reprimió el abuso del poder y la licencia de los pueblos; y de aquí es que en las crisis peligrosas de los estados fue el ultimo recurso del orden público en medio de la impotencia de las leyes.

La religión considera a los gobiernos como ya establecidos, y nos exhorta a su obediencia. Pero los gobiernos, como todas las cosas humanas, están sujetos a vicisitudes. Semejantes a los cuerpos físicos, las naciones enteras, estos individuos de la gran sociedad del mundo, experimentan crisis, delirios, convulsiones, revoluciones, mudanzas en su forma. Los estados nacen, se aumentan y perecen. Cede la metrópoli a la fuerza irresistible de un conquistador; las provincias distantes escapan del yugo por su situación local. ¿Qué deben hacer en tales circunstancias? ¿Esperarán tranquilas ser envueltas en el infortunio de su metrópoli? ¿O ser presa inerme y despreciable del primer invasor, o se expondrán a sufrir los horrores de la anarquía y caer, en fin, debilitadas por la discordia bajo la desventurada suerte de un gobierno colonial? La revolución y la razón, estas dos luces que emanan del seno de la divinidad, ¿no ofrecen algún remedio para evitar tanto desastre? Sí: las naciones tienen recursos en sí mismas; pueden salvarse por la sabiduría y la prudencia. Sanabiles fecit nationes orbis terrarum. No hay en ellas un principio necesario de disolución y de exterminio. Non est in illis medicamentum exterminii. Ni es la voluntad de Dios que la imagen del infierno, del despotismo, la violencia y el desorden se establezcan sobre la tierra. Non est inferorum regnum in terra. Existe una justicia inmutable e inmortal, anterior a todos los imperios: Justitia perpetua est, et inmortalis; y los oráculos de esta justicia, promulgados por la razón y escritos en los corazones humanos, nos revisten de derechos eternos. Estos derechos son principalmente la facultad de defender y sostener la libertad de nuestra nación, la permanencia de la religión de nuestros padres y las propiedades y el honor de las familias.

Mas, como tan grandes bienes no pueden alcanzarse sin establecer por medio de nuestros representantes una Constitución conveniente a las actuales circunstancias de los tiempos, esto es, un reglamento fundamental que determine el modo con que ha de ejercerse la autoridad pública, y sin que este reglamento se reciba y observe por todos religiosamente, podremos ya pronunciar a la faz del universo las siguientes proposiciones.

Primera proposición: Los principios de la religión católica, relativos a la política, autorizan al Congreso Nacional de Chile para formarse una Constitución.

Segunda proposición: Existen en la nación chilena derechos en cuya virtud puede el cuerpo de sus representantes establecer una Constitución y dictar providencias que aseguren su libertad y felicidad.

Tercera proposición: Hay deberes recíprocos entre los individuos del Estado de Chile y los de su Congreso Nacional, sin cuya observancia no puede alcanzarse la libertad y felicidad pública. Los primeros están obligados a la obediencia; los segundos al amor de la patria, que inspira el acierto y todas las virtudes sociales. La prueba de estas proposiciones es el argumento de este discurso. Imploremos la luz y asistencia del cielo, etc.

Primera Parte

Los mismos códigos venerables del cristianismo que en preceptos, ejemplos y máximas de celestial prudencia nos inspiran sentimientos de paz y mansedumbre, ensalzan el esfuerzo y la magnanimidad de los guerreros que salvaron los derechos de la patria. ¿Qué corazón no se enciende al leer las alabanzas de los ínclitos de Israel que se sacrificaron por defender la independencia? Con todo, después del Renacimiento de las letras aparecieron en Europa algunos hombres famosos por grandes talentos y grandes abusos, y que parece nacieron para caracterizar la audacia del espíritu humano, que publicaron que, entre todas las religiones conocidas, la católica era la más favorable al despotismo. Afirmaron que, por la humildad y abnegación que inspira, dispone los hombres a recibir sin resistencia la ley del más ambicioso; que, por la sumisión que predica, constituye los reinos en patrimonio de los príncipes, y reduce los pueblos a rebaños infelices, que pueden, a su arbitrio, dividir, ceder, legar, enajenar, sacrificar. Supusieron un complot sacrílego entre el altar y el trono, entre el cielo y la tierra contra la libertad del género humano.

Pero estas aserciones se inventaron para hacer la religión odiosa a las naciones. La religión considera a los hombres bajo todos sus respectos. Cuando los considera como individuos de las sociedades civiles, los exhorta a la quietud y a la obediencia, sin las cuales se disolvieran estas grandes familias. Y es justo, en efecto, que un ciudadano particular no turbe el orden de un todo de que él mismo no es más que una débil parte. Mas, cuando los considera formados en naciones, estos cuerpos políticos son a su vista otras tantas personas morales, libres e independientes. En esta virtud, deliberan, toman resoluciones en común, eligen la constitución y forma de gobierno que más les convenga, o que más les agrade. Con estos derechos nos presenta la historia sagrada al pueblo de Israel y a todas las naciones de la tierra. Pero ¿qué se necesita según sus principios para que un gran pueblo figure como nación entre las otras naciones? Para esto le basta que se gobierne por su propia autoridad y por sus leyes. La religión no examina por qué grados ascendió un pueblo a esta alta consideración. Lo contempla en el estado actual y respeta el gobierno que lo dirige, prescindiendo de las revoluciones que lo originaron. Así es que el sagrado texto da elogios magníficos al gobierno republicano de Roma que, en tiempos anteriores, se gobernó por reyes, los destronó y se erigió en república. Así es que el apóstol exhortó a los fieles a la obediencia de los cesares, cuyo imperio se había elevado por la usurpación y la violencia sobre las ruinas de la libertad republicana.

Empero, cuando se hallan las naciones en épocas iguales a la nuestra, no es la religión espectadora indiferente de los sucesos. Entonces este móvil poderoso del corazón humano da un vigor extraordinario a la virtud marcial; es el primero entre los intereses políticos y produce milagros de constancia y fortaleza. La historia abunda en testimonios de esta verdad, y la sagrada de los Macabeos nos ofrece un ejemplo ilustre acomodado a nuestras circunstancias. Antíoco, después de subyugado el Egipto, volvió a Israel sus poderosas armas, ocupó su metrópoli, se apoderó de sus tesoros, profanó su templo, esparció la desolación por todas sus provincias, decretó que todas las posesiones adquiridas formasen un solo cuerpo, cedió gran parte del pueblo al imperio de la fuerza, y adoptó el culto y las costumbres del vencedor. En medio de este abatimiento hubo un hombre que opuso a la violencia la magnanimidad y el patriotismo. Protestó en alta voz: “Aunque todas las naciones del mundo obedezcan al Rey Antíoco y se aparten de las leyes y costumbres patrias, yo y mi familia seguiremos solos la ley de nuestros padres”.

Resolución tan magnánima reanima al pueblo; se toman medidas de defensa; se consulta el orden interior; se triunfa, y la gloria recompensa la heroica virtud.

Me parece, señores, que habréis puesto ya en vuestra imaginación, en lugar de aquellos sucesos, la serie prodigiosa de revoluciones de nuestros días, y en lugar de aquellas medidas de resistencia y orden interior, las que hemos adoptado nosotros, entre las cuales es la más grande y la más digna la convocación y reunión de este honorable y magnífico Congreso, que ha de dictar la Constitución que rija el estado en la ausencia del rey, Constitución invariable en sus principios, constante y firme en su espíritu de protección y seguridad en estas provincias, aun cuando nuevas ocurrencias inspiren nuevos consejos, nuevas resoluciones.

Ved, pues, cómo la religión católica, que no está en contradicción con la política, autoriza a nuestro Congreso Nacional para establecer una Constitución. Ni es menos sólido el apoyo que le prestan nuestros derechos.

Segunda Parte

Disuelto el vasto cuerpo de la monarquía, preso y destronado su Rey, subyugada la metrópoli, adoptando nuevas formas de gobierno las más fuertes de sus provincias, estando algunas en combustión, otras en incertidumbre de su suerte, el pueblo de Chile, conservando inalterable su amor al rey, concentra sus luces, calcula sus fuerzas; y reconociéndose bastante poderoso para resistir a todos sus enemigos, y con suficiente prudencia para adoptar medidas oportunas, medita, delibera y resuelve, en fin, qué deba hacer, cómo haya de comportarse en época tan difícil. Y ved el origen de la reunión de este Congreso, y el objeto de sus trabajos y funciones. La resolución de lo que haya de hacerse en estas circunstancias; que precaución deba tomarse para que en ningún caso se renueven los males que han oprimido a estas provincias; qué medios hayan de inventarse para enriquecerlas, iluminarlas, hacerlas poderosas, es la constitución y el argumento de las ordenanzas que se esperan del Congreso. Y en este paso, como veis, el pueblo ni compromete su vasallaje, ni se aparta de la más escrupulosa justicia. Porque en las actuales circunstancias como una nación todo se ha reunido para aislarlo; todo lo impele a buscar su seguridad y su felicidad en sí mismo, y en la más alta prerrogativa de las naciones, que es conservarse unidas al soberano que aman, y, en su ausencia, consultar su seguridad y establecer los fundamentos de su dicha sobre bases sólidas y permanentes. Esta es una consecuencia necesaria de la natural independencia de las naciones; porque constando de hombres libres naturalmente, han de considerarse como personas libres. Debe, pues, gozar pacíficamente cada una de la libertad que recibió de la naturaleza. Pero es el más caro atributo de esta libertad elegir la constitución que más convenga a sus actuales circunstancias; porque, con esta elección, puede establecer su permanencia, seguridad y felicidad: tres grandes fines de la formación de los gobiernos que dirigen a los cuerpos sociales.

Es, en efecto, un axioma del derecho público que la esperanza de vivir tranquilos y dichosos, protegidos de la violencia en lo interior, y de los insultos hostiles, compelió a los hombres ya reunidos a depender de una voluntad poderosa que representase las voluntades de todos. No hay pueblo que haya conferido a alguno la facultad de hacerlo miserable. Si, subyugado por la fuerza, quedaron en silencio sus derechos, si, trasplantado a remotas regiones, fue mirado con indiferencia por su antigua patria, no creáis que haya perdido el derecho de reclamar por el establecimiento del orden; pues los derechos de la sociedad son por su naturaleza eternos y sagrados.

El sentimiento de estos derechos vive inmortal en todos los corazones, y parece que en los más generosos hace sentir su presencia con más energía. Y esto es lo que nos inspira la confianza de que, si la divina providencia restituye al señor don Fernando VII, o a su legítimo sucesor, a la España, o lo condujese a alguna de las regiones de América, nos admitiera gustoso a su sombra bajo los pactos fundamentales de nuestra constitución. Su grande alma, horrorizándose de la continuación de un monopolio destructor, nos conservará la libertad del comercio. Convencido de los grandes males que hemos sufrido en el antiguo gobierno, nos conservará la prerrogativa de elegir nuestros magistrados y funcionarios públicos. Conociendo que pertenece a nosotros mismos nuestra propia defensa, la confiará a nuestros conciudadanos.

Entonces (no nos permite dudarlo la rectitud de su carácter), entonces la majestad del Rey, llenando con el esplendor de su dignidad augusta el congreso general de las regiones meridionales de América, colocado al frente de sus representantes, guardando un justo equilibrio entre las prerrogativas de la soberanía y los derechos de los pueblos, hiciera gloriosa y florecientes unas regiones que sólo necesitan de una sabia administración.

Pero, si este día memorable no se halla en el libro de los eternos destinos, o si está muy distante de nosotros, se salvará siempre del naufragio la libertad de la patria si la excelencia de la constitución, promoviendo la industria, proporcionando recursos a la virtud desgraciada y consuelos a la inteligencia, haciendo necesario el imperio de las leyes, infunde en los pueblos el amor a un sistema que se hace adorable haciendo dichosos; si la resolución firme de sostener en todos los casos de la fortuna los pactos fundamentales extingue las incertidumbres, la fluctuación de opiniones, la variedad de intereses, que, al cabo, traen o la anarquía, o la debilidad; si la autoridad pública confiada al vigor, a la equidad y a la prudencia, se hace la columna del Estado, llenando las veces de aquellos genios sublimes que conquistaron la libertad de su patria; si, en fin, dan consistencia a esta grande obra la obediencia y el patriotismo que inspira el acierto.

Tercera Parte

Como la autoridad pública se ejerce sobre hombres libres por naturaleza, los derechos de la soberanía, para ser legítimos, han de fundarse sobre el consentimiento libre de los pueblos. En virtud de este consentimiento, la potestad suprema puede residir en uno o en muchos, y aquel o aquellos que la ejercen son los grandes representantes de la nación, órganos de su voluntad, administradores de su poder y de su fuerza.

El más augusto atributo de este poder es la facultad de establecer las leyes fundamentales, que forman la Constitución del Estado, y el artículo más importante de esta Constitución es el establecimiento del poder ejecutivo y la organización del gobierno.

El gobierno es la fuerza central custodiada por la voluntad pública para reglar las acciones de todos los miembros de la sociedad y obligarlos a concurrir al fin de la asociación. Este fin es la seguridad, la felicidad, la conservación del Estado.

Para prevenir los grandes inconvenientes que nacerían de las pasiones, todos los pueblos de la tierra conocieron la necesidad de sujetarse a una fuerza que conservase el orden.

Este es el gran principio del orden público establecido por la Divina Providencia. Así como todo poder deriva de dios. Non est potestas nisi a Deo. Nosotros desobedeceremos a Dios si resistimos a la autoridad pública establecida por el orden de Dios. Qui resistit potestati, Dei ordinationi resistit. Así es como leyes necesarias conservan el orden del universo, y leyes naturales, igualmente necesarias, dirigen a los hombres y sostienen el orden de las sociedades. Estas leyes nos prescriben a la autoridad que establecen ellas mismas, y fijan las obligaciones de los magistrados y de los súbditos. De la observancia de estos deberes recíprocos nace la dicha de los pueblos y su libertad, que es hija de la equidad y de las leyes. Su trasgresión induce la licencia, azote horroroso de la sociedad. La licencia se confunde con la anarquía de los gobiernos populares. A ésta sigue necesariamente la tiranía. Las naciones fatigadas por la anarquía se consolaron de sus desórdenes en el seno de los tiranos.

Pero pronunciemos francamente la verdad. El origen de los males que han sufrido los pueblos, estuvo siempre en sus gobiernos respectivos. La opresión precedió a las sediciones. Si se aborreció a las autoridades, fue porque se habían hecho odiosas. Los hombres más groseros distinguen un gobierno de otro que protege. La confusión y debilidad de la administración produjo siempre la anarquía y la licencia. Si los pueblos no conocen sus verdaderos intereses, sus derechos y las miras sabias de sus directores, es por el descuido que hubo en ilustrarlos, es porque no se ha formado por medio de la instrucción general la opinión pública.

Esta es un agregado de ideas transmitidas y perpetuadas por la educación y el gobierno, fortificadas por la costumbre. Esta opinión hace a los pueblos libres o esclavos, y forma el carácter nacional. Naciones generosas en otro tiempo bajo la idea de la libertad, se hicieron abyectas y despreciables bajo las ideas amigas de la servidumbre. La opinión, cómplice de la tiranía, comunicó a sus almas tímidas la insensibilidad.

Si la opinión, pues, pudo tornar a los griegos y los romanos de libres y valerosos en esclavos infelices, ¿no podrá la verdad obtener que los hombres fatigados de miseria sean ciudadanos generosos, entusiastas de sus atributos sociales? ¿No inflamará alguna vez la imaginación? Este noble sentimiento, despertado en el ánimo de los bretones, de los bátavos, de los bostoneses, les hizo desplegar un gran carácter. Un hombre solo civilizó a la Rusia. La gran revolución de ideas y de carácter es obra de una administración activa, patriótica y magnánima. Esta revolución es la primera de sus maravillas. Sin ella, los mejores intentos son quiméricos. En verdad, es muy difícil establecer las mejores leyes sin preparar antes para ellas el espíritu de los pueblos. Parece que no todos son dignos de ser libres. La sublime idea de la libertad nacional, en cuya presencia han de desvanecerse muchas preocupaciones, muchos intereses momentáneos y mezquinos, no se ha hecho para corazones llenos de los vicios de la servidumbre, ni para espíritus envueltos en preocupaciones tenebrosas. Si supiesen algunos, decía un sabio, a qué precio se adquiere y conserva la libertad, y cuánta es la austeridad de sus leyes, la preferirían al degradante despotismo, que no exige el sacrificio de las pasiones.

Y es cierto. Sobre sacrificios, sobre virtudes, sobre luces ha de elevarse el trofeo de la razón y de las leyes. Jamás fue libre un pueblo que no tuvo a su cabeza hombres magnánimos, ilustrados y virtuosos. Consultad la historia: veréis la libertad y la gloria de las naciones elevarse sobre esfuerzos heroicos, sobre sistemas bien meditados y seguidos. El afecto de los pueblos ha consolidado estos sistemas; su indiferencia los ha destruido sin recurso. El amor de los pueblos es la recompensa de la beneficencia, de la integridad y del celo patriótico.

Esta recompensa inestimable, unida a una fama inmortal, el aprecio de toda la América y de todo el mundo, las bendiciones de todas las edades, esperan, ilustres ciudadanos, vuestras medidas, providencias y sanciones. Los pueblos de las numerosas provincias de ambas Américas, los sabios que en ellas florecen, tienen fijos los ojos en el primer Congreso Nacional que se ha formado en tan memorables circunstancias. ¡Cuántos elogios se preparan a vuestra prudencia, integridad y patriotismo!

Pero si se malograsen momentos tan felices, si se desvaneciesen tan dulces esperanzas ¡qué oprobio nos cubriera, qué cadenas de males se agravarán sobre nosotros! ¡Legisladores! Enterneceos; mirad con compasión la suerte de los pueblos cuyos destinos están en vuestras manos. Gustad el placer de hacer dichosos. Inmortalidad vuestro nombre y el de la patria.

¡Y vos, árbitro soberano de nuestra suerte, padre de los hombres, autor, vengador y protector de los cuerpos políticos; vos, que habéis señalado a cada una de las naciones un cierto tiempo de prosperidad y de gloria; vos, cuya impresión augusta, cuya diestra se ve sensiblemente en los grandes acontecimientos de nuestros días; vos, por cuyo influjo se han confundido los enemigos de la América y viven condenados a un silencio amenazador pero impotente, a una hipocresía rabiosa pero sin aliento, dad consistencia a nuestros débiles principios; infundid en nuestros legisladores vuestro espíritu de prudencia, de esfuerzos y de bondad; sostened, dirigid sus felices disposiciones, para que una constitución sana, sabia, equitativa y bienhechora, haciendo la dicha de los ciudadanos, sea el fruto de tantos sinsabores, cuidados, angustias y peligros!