Septiembre: La cazadora
Diana cazadora llamaban a la hija del conde de San Felipe, todos los conocidos de éste. Era una hermosa niña que cuando contaba escasamente tres años había quedado huérfana de madre y a la que su padre había dado una educación completamente varonil.
Él hubiera deseado tener un hijo y el cielo no le habla dado más descendiente que aquella criatura que, contrariando todos los gustos e inclinaciones con que la naturaleza la había dotado, montaba a caballo muy bien, cazaba a la perfección, manejaba la bicicleta como un consumado ciclista y no conocía ni las labores ni los juguetes propios de su sexo. El padre era feliz así y Diana parecía estar conforme con su suerte.
Para el primero de Septiembre, día de la apertura de la caza, el conde había convidado a muchos de sus amigos, damas y caballeros, a ir a una gran posesión que tenía en la provincia de Toledo, donde esperaba pasar una semana deliciosa entregado a su distracción favorita. Había regalado un hermoso caballo y una buena escopeta a su hija para la fiesta cinegética. Diana había recibido ambos obsequios con gratitud, pero sin entusiasmo.
Toda la gente del cercano pueblo había salido a la carretera para ver la soberbia cabalgata compuesta de muchas amazonas, entre las que descollaba por su juventud y su belleza la hija del conde, varios caballeros con el traje de cazador, numerosos servidores y muchos perros limpios, bien cuidados, que tan importante papel habían de hacer aquellos días.
Dos niños de seis a ocho años se habían adelantado hasta la señorita, que llevaba el caballo al paso como sus compañeros para no atropellar a aquella multitud que salía a su encuentro, entregando a Diana dos ramos de flores del campo que ella aceptó reconocida.
La niña, que era la mayor, iba vestida con un trajecito blanco, el de los días de fiesta, y el niño con uno gris de pantalón corto y blusita del mismo color. Ambos tenían el cabello castaño, la tez curtida por los rayos del sol, el semblante alegre y risueño y cierta distinción en su porte que contrastaba con la de los otros aldeanos.
Diana se informó de quiénes eran, sabiendo por los criados que el padre de aquellos muchachos era uno de los guardas de la posesión del conde.
Llegados los expedicionarios a ésta, almorzaron opíparamente y luego empezó la cacería ocupando cada cual el puesto que le fue designado.
Aquel día se cobraron muchas piezas y los cazadores, que se habían divertido en grande, se acostaron rendidos después de la cena.
Al lucir el alba ya estaban todos en pie y dispuestos a pasar el día como el anterior. La hija del conde, a la que cansaba pasar tantas horas seguidas en el puesto, propuso a una de sus amigas dar un paseo por la posesión llevando las escopetas por si se presentaban ocasiones de cazar algo. Un criado las seguía a respetuosa distancia y el perro Ton que era el favorito de su ama. Éste se detuvo de pronto en uno de los sitios más bellos del camino.
-Atención, dijo la niña, por aquí debe de haber algún conejo.
Y ya se disponía a apuntar cuando vio salir de detrás de unas matas a dos niños que se arrojaron a sus pies. El perro seguía olfateando.
-¡Qué imprudencia! Exclamó Diana, podíamos haber tirado sin veros y causado una desgracia. Levantaos y responded.
Se fijó bien en las criaturas y reconoció en ellas a las que la víspera le habían dado los ramos de flores.
-¿Qué queréis? Les preguntó.
-Habla tú, Guadalupe, dijo el niño a su hermana.
-Señorita, empezó la niña, perdone usted el atrevimiento, pero en esa madriguera vive Minguín con su mujer y sus hijos, y yo le suplico que no los mate. Desde que nació les conocemos y a todos los queremos mucho. Cuando nos acercamos y les traemos algo de comer salen y no se asustan de nosotros.
-¿Pero hablas de alguna familia de conejos? Preguntó Diana, con interés.
-Sí, señorita, respondió Guadalupe. El padre nació un domingo hace cerca de un año, le llamamos primero Dominguín y luego para hacer más mono el nombre, Minguín. A su padre y a su madre les cazaron cuando él era muy chiquito y nosotros le traíamos el alimento, así es que nos ha querido siempre mucho. Hoy no sale asustado por los tiros, ni su mujer ni sus hijos tampoco; pero el perro los sacará y si ustedes los matan mi hermanito Pablo y yo tendremos un pesar muy grande.
-Pero, dijo la hija del conde, si se quedan ahí cualquiera los cazará, si no hoy otro día. ¿Por qué no los lleváis a vuestra casa? ¿O no hay allí donde tenerlos?
-Sí, señorita, en nuestra casa hay un gran corral con conejera, pero está vacía porque estos conejos no son nuestros y mi padre no quiere, y con razón, que nos los llevemos.
-Bueno, prosiguió Diana, pues di a tu padre que tiene permiso para cogerlos y encerrarlos allí. El mío, que es muy complaciente y nada me niega, accederá a mi petición aprobando lo que hago. Mañana iré a tu casa y deseo que ya estén los conejos en el corral. ¿Hacia dónde vives?
-Allí, respondió la niña, señalando una casita de un solo piso que se veía entre los árboles a corta distancia.
-Pues hasta mañana, Guadalupe y Pablo.
Besó cariñosamente a los niños, llamó con imperio a Ton, que no quería apartarse de la madriguera, y continuó su camino seguida de su amiga, del criado y del perro.
A la hora de la comida contó a su padre lo que le había ocurrido con los hijos del guarda, y al conde le pareció bien lo hecho por su hija.
Al día siguiente Diana, acompañada de la misma amiga con quien iba la víspera y de un criado que llevaba alguna caza destinada a sus protegidos, se dirigió a la casita a cuya puerta la esperaban Guadalupe, Pablo y su madre, una sencilla aldeana alta y robusta. El guarda, en cumplimiento de su deber, estaba en el monte y no pudo recibir a la hija de su señor.
Diana vio todas las habitaciones, que eran espaciosas y ventiladas, el corral donde había algunas gallinas y un gallo, la conejera en la que estaban instalados Minguín, su mujer y media docena de hijos; todo muy limpio y arreglado. Pero lo que más llamó la atención de Diana fueron las labores de Guadalupe a la que enseñaba a coser y bordar su madre. Tenía además de aquellos primores una almohadilla con muchos alfileres en la que la niña tenía empezado un encaje de bolillos, que parecía una labor de hadas.
-¿Me enseñarás a hacer esto? Preguntó la hija del conde.
-¡Ah! Sí, señorita, con mil amores, respondió Guadalupe.
Y desde aquel día Diana y su amiga se iban a la casita del guarda, donde dejaban en un rincón las descargadas y ociosas escopetas, y aprendían con ahínco aquellas labores hacia las que se sentían más atraídas que a la caza. Algunas veces almorzaban allí gustándoles más la sabrosa comida de los campesinos que los finísimos platos que condimentaba un cocinero francés.
La cacería que debía de haber durado una semana se prolongó muchos días más. Diana sabía ya hacer el maravilloso encaje y otras labores, cuando Guadalupe le enseñó una muñeca que su madre le había comprado en la feria del pueblo en el mes de Septiembre del año anterior por la Virgen de las Mercedes. No era la tal muñeca ni buena ni bonita, pero estaba vestida con tanta gracia que cautivó desde luego a la hija del conde, y al llegar de nuevo la feria, Diana fue a ella con Pablo, su madre y su hermanita, y como siempre tenía dinero que le daba su padre, compró a los niños del guarda muchos juguetes y adquirió para sí un precioso bebé en cuya canastilla trabajó no poco ayudada y dirigida por sus nuevas amigas.
Grande fue la sorpresa del conde cuando al entrar una mañana en la habitación de su hija halló a ésta meciendo en sus brazos al muñeco, rodeada de telas y prendas de vestir al bebé y en otro lado el encaje de bolillos muy adelantado ya. Como él ignoraba que Diana supiese hacer aquello, se quedó estupefacto.
-Pero, murmuró, ¿te gustan a ti esas cosas?
-Sí, papá, contestó la niña con entereza, más que cazar y que montar a caballo y en bicicleta.
El conde permaneció algunos instantes meditabundo y al fin dijo:
-Quizá tengas razón. Si naciste niña ¿para qué he de obstinarme en que adoptes los gustos y las maneras de un muchacho?
Diana llevó a su padre a la casita del guarda y los dos protegieron siempre mucho a sus habitantes.
Desde entonces la niña compartió el tiempo entre el sport para complacer a su padre y las labores propias de su sexo.
Minguín murió de viejo dejando feliz y numerosa descendencia.